Apreciado Manuel García Viñó, admirada Fiera Literaria: No sé si sabrás que soy lector de poesía a campo abierto. Esto es, que preciso de mi bicicleta y el mar o los ríos, de mi bicicleta y los árboles, el aire, el cielo y un horizonte de silencio -aunque quepan los pájaros-, para que el libro de versos que llevo en la mochila cobre voz en mis labios y pueda así gozarlo con su palabra a solas. Te digo esto porque, hasta que no imprima y dé formato a tu poemario, el que has tenido la amabilidad de mandarme, no habrá manera de que disfrute a fondo del mismo en su integridad. Tengo a Gutemberg tan impreso en los ojos que no me las arreglo para decir el verso a pantalla abierta, mucho menos sin el campo abierto, mi bicicleta azul, y el mar o los ríos, los árboles, el cielo y un horizonte de silencio -aunque quepan los pájaros-. Lo que sí hice, y por eso más que nada te escribo, es manuscribir el poema que da nombre a tu libro, La cabellera de Berenice, y que dedicas a tu mujer, para llevarlo conmigo en la mochila hasta la vecina vera del Tormes, muy de mañana y muy cerca del arruinado oratorio de Fray Luis, y leerlo, Manuel, leerlo y releerlo, con delectación, con emoción y hasta con ese filo de lágrima que provoca la palabra poética cuando es entera y amorosa y nos quiebra por dentro con un estremecimiento. Insistí lo suficiente como para lograr llevarme en la memoria, mientras pedaleaba a mi regreso: Reflejaban las lunas milenarias/ los topacios cambiantes de tus ojos,/la miel de tu saliva,/el organdí,/la seda de tu clámide. Se lo dejo a mis lectores, para que hagan lo propio, sea o no a campo abierto, pero con el corazón listo para que lo calen de concorde sentimiento tus palabras:
No, no fue en esta vida,
en los primeros tramos,
en la infancia de esta vida
cuya pleamar navego ahora.
Ni en la anterior.
Ni en la anterior a la anterior…
No,
no fue en aquélla en que,
mago, brujo o dragón de siete colas ,
descubrí Antares en el broche de Scorpio.
Ni en aquella otra,
cuando tocaba la guzla
en las fiestas de Knossos,
al pie de la pirámide.
Fue mucho antes,
en un jardín,
tal vez en Samarcanda;
en un jardín
junto al estanque de los lotos,
ceñido de arrayanes y azulejos
de reflejos metálicos…
Bajabas lenta por la escalinata.
Los leones, absortos,
exhalaban,
por sus fauces marmóreas,
la envidia de los siglos venideros.
Bajabas lenta,
cuando te vi por vez primera,
yo,
esclavo de tus juegos de garza fugitiva,
de reina prisionera.
Avanzabas,
infantil y solemne,
el camino de albero.
Reflejaban las lunas milenarias
los topacios
cambiantes de tus ojos,
la miel de tu saliva,
el organdí,
la seda de tu clámide.
Llegaste junto a mí,
junto al estanque de los lotos,
ceñido de arrayanes y azulejos,
bajo la sombra azul del tamarindo.
Olías a flor de cinamomo.
Te miré con mi risa de entonces,
con mi pena de ahora,
y tú me diste tu primera orden.
DdA, X/2.489
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