
Manuel María Meseguer
Ha tenido que ser la juez argentina María Servini de Cubría (la misma a la que en la década de 1990 el entonces periódico antimenemista Página 12 dirigido por Jorge Lanata llamaba la juez “que cubría y cubría”) quien haya venido a resucitar al temido y denostado Billy el Niño, el de los ojos saltones y cuerpo de flauta que apareció en la rueda de prensa del Ministerio de la Gobernación aquel viernes, 11 de febrero de 1977.
El
entonces ministro de la Gobernación en el gobierno de Suárez, Rodolfo
Martín Villa, había expuesto ante un centenar de informadores las
vicisitudes de la liberación del presidente del Consejo de Estado,
Antonio María de Oriol y Urquijo, y el presidente del Tribunal Supremo
de Justicia Militar, teniente general Emilio Villaescusa, de las manos
del siempre extraño grupo terrorista GRAPO (Grupo de Resistencia
Antifranquista Primero de Octubre) que había estado a punto de
desestabilizar el país.
Tras
las palabras del ministro, a cuyo lado se hallaba ufano y bajito el
comisario Roberto Conesa, se urgió a los fotógrafos a que abandonaran la
sala para preservar la identidad de los inspectores que habían
participado en la liberación de los altos representantes del Estado. El
tal Billy era muy cuidadoso con su imagen, al igual que el resto de los
policías que a las órdenes del entonces comisario de Valencia, Roberto
Conesa, habían logrado la liberación de los secuestrados y colaborado en
la detención de 38 terroristas de tan sorprendente organización.
A
partir de aquella operación, la prensa, siempre en busca de héroes,
comenzó a motejar a Roberto Conesa supercomisario y otras alabanzas por
el estilo hasta hacerlo merecedor de una medalla de oro al mérito
policial que borró de golpe una biografía sobrecogedora que comienza con
atribuirle la detención de las “Trece Rosas” en 1939, y certificarlo
como instructor, desde 1950, de los “escuadrones de la muerte” del
dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, cuya muerte en atentado en
1961 aconsejó al inspector español a regresar al cobijo del régimen
franquista donde siguió persiguiendo todo lo que se movía a la izquierda
de la dictadura.
Pero
de aquella tarde triunfal de febrero de 1977 guardo una anécdota que
desde entonces me hizo sospechar de superinspectores y superpolicías al
tiempo que me obligó a envidiar su capacidad para infiltrarse en
organizaciones a las que perseguían.
Después
de la salida de los fotógrafos de la escena, se abrió otra puerta e
hicieron su entrada media docena de agentes, la mayoría con indumentaria
sementera: melenas, barba, pantalones de pana y cazadoras de serraje
sobre jerséis de cuello cisne. El único al que algunos periodistas
presentes reconocieron fue a José Antonio González Pacheco, “Billy el
Niño”, aventajado discípulo a la sazón del comisario Conesa, acosador y
torturador de estudiantes poco afectos a la figura del caudillo y
experto interrogador de la brigada político social. Con el término de la
transición, González Pacheco se dirigió a aguas más templadas y desde
entonces ha estado dirigiendo la seguridad de grandes empresas
españolas. Pero aquella tarde su nombre pasó para mí a un segundo plano
cuando advertí que un conocido y afamado periodista, titular de algunas
corresponsalías en el extranjero, se había quedado de una pieza ante
otro de los policías.
─¿Pero…
qué haces tú aquí?, alcanzó a preguntarle para recibir por toda
respuesta el gesto conminatorio de un dedo sellando los labios del
policía.
Medio aturdido, respondió a mi pregunta:
─Ese
es ─bulbuceó─ el que nos convocaba a los corresponsales españoles en
París a las ruedas de prensa del FRAP (Frente Revolucionario
Antifascista y Patriota) ¡Y era un poli!
Algún
día se sabrá todo y ese día temblaremos. Mientras, lamentemos que sean
otros quienes vengan a ajustar las cuentas que deberíamos haber ajustado
nosotros. Aunque sea tan tarde y ya tan inútil.
Puntos de Página
La Ley de Memoria Histórica es una caricatura
En diciembre de 1971, en el estado de excepción por el juicio de Burgos, estuve 11 días detenido en los calabozos de la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol. Todos los días, todos, recibí palizas indescriptibles, casi continuas, y en especial de Antonio González Pacheco, conocido como Billy el Niño. Como resultado sufrí una lesión en el oído medio que me hacía perder el equilibrio, como así fue denunciado públicamente por mis abogados, y de la que nunca me he recuperado del todo. En el curso de las palizas, destinadas a que “cantara” y denunciara a mis compañeros de partido (sin éxito), el citado inspector aseguraba haber acabado con la vida de Enrique Ruano, y de ir a hacer lo mismo conmigo. Dos años después, el mismo González Pacheco firmó una denuncia falsa en mi contra, me detuvo personalmente, y volvieron las palizas, que calificaría de tortura, durante 72 horas. Al acabar la dictadura, como muchos otros, decidí perdonar, pero nunca olvidar en mi fuero interno, a la espera de que España entera recordara los horrores de la dictadura y firmara un pacto de auténtico “nunca más”. Eso no ha sucedido y la Ley de la Memoria Histórica es una caricatura de lo que otros países han logrado, saneando su salud mental colectiva. Ni me alegro siquiera de que una juez argentina reabra estos casos, que no serían necesarios con una ley que sellara en España una verdadera reconciliación. Si me sumo a la denuncia pública es para que la apertura del proceso en Argentina sonroje a nuestras autoridades y, de una vez para siempre, asuman la memoria y el peso de la historia y dicten leyes para que algo así no se pueda repetir jamás. Entonces sí, sellaré definitivamente mi perdón.— Gonzalo Moure Trenor.
En diciembre de 1971, en el estado de excepción por el juicio de Burgos, estuve 11 días detenido en los calabozos de la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol. Todos los días, todos, recibí palizas indescriptibles, casi continuas, y en especial de Antonio González Pacheco, conocido como Billy el Niño. Como resultado sufrí una lesión en el oído medio que me hacía perder el equilibrio, como así fue denunciado públicamente por mis abogados, y de la que nunca me he recuperado del todo. En el curso de las palizas, destinadas a que “cantara” y denunciara a mis compañeros de partido (sin éxito), el citado inspector aseguraba haber acabado con la vida de Enrique Ruano, y de ir a hacer lo mismo conmigo. Dos años después, el mismo González Pacheco firmó una denuncia falsa en mi contra, me detuvo personalmente, y volvieron las palizas, que calificaría de tortura, durante 72 horas. Al acabar la dictadura, como muchos otros, decidí perdonar, pero nunca olvidar en mi fuero interno, a la espera de que España entera recordara los horrores de la dictadura y firmara un pacto de auténtico “nunca más”. Eso no ha sucedido y la Ley de la Memoria Histórica es una caricatura de lo que otros países han logrado, saneando su salud mental colectiva. Ni me alegro siquiera de que una juez argentina reabra estos casos, que no serían necesarios con una ley que sellara en España una verdadera reconciliación. Si me sumo a la denuncia pública es para que la apertura del proceso en Argentina sonroje a nuestras autoridades y, de una vez para siempre, asuman la memoria y el peso de la historia y dicten leyes para que algo así no se pueda repetir jamás. Entonces sí, sellaré definitivamente mi perdón.— Gonzalo Moure Trenor.
DdA, X/2.490
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