sábado, 21 de septiembre de 2013

AQUELLOS POLICÍAS DE ANTAÑO: BILLY EL NIÑO


Manuel María Meseguer

Ha tenido que ser la juez argentina María Servini de Cubría (la misma a la que en la década de 1990 el entonces periódico antimenemista Página 12 dirigido por Jorge Lanata llamaba la juez “que cubría y cubría”) quien haya venido a resucitar al temido y denostado Billy el Niño, el de los ojos saltones y cuerpo de flauta que apareció en la rueda de prensa del Ministerio de la Gobernación aquel viernes, 11 de febrero de 1977.
El entonces ministro de la Gobernación en el gobierno de Suárez, Rodolfo Martín Villa, había expuesto ante un centenar de informadores las vicisitudes de la liberación del presidente del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol y Urquijo, y el presidente del Tribunal Supremo de Justicia Militar, teniente general Emilio Villaescusa, de las manos del siempre extraño grupo terrorista GRAPO (Grupo de Resistencia Antifranquista Primero de Octubre) que había estado a punto de desestabilizar el país.
Tras las palabras del ministro, a cuyo lado se hallaba ufano y bajito el comisario Roberto Conesa, se urgió a los fotógrafos a que abandonaran la sala para preservar la identidad de los inspectores que habían participado en la liberación de los altos representantes del Estado. El tal Billy era muy cuidadoso con su imagen, al igual que el resto de los policías que a las órdenes del entonces comisario de Valencia, Roberto Conesa, habían logrado la liberación de los secuestrados y colaborado en la detención de 38 terroristas de tan sorprendente organización.
A partir de aquella operación, la prensa, siempre en busca de héroes, comenzó a motejar a Roberto Conesa supercomisario y otras alabanzas por el estilo hasta hacerlo merecedor de una medalla de oro al mérito policial que borró de golpe una biografía sobrecogedora que comienza con atribuirle la detención de las “Trece Rosas” en 1939, y certificarlo como instructor, desde 1950, de los “escuadrones de la muerte” del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, cuya muerte en atentado en 1961 aconsejó al inspector español a regresar al cobijo del régimen franquista donde siguió persiguiendo todo lo que se movía a la izquierda de la dictadura.
Pero de aquella tarde triunfal de febrero de 1977 guardo una anécdota que desde entonces me hizo sospechar de superinspectores y superpolicías al tiempo que me obligó a envidiar su capacidad para infiltrarse en organizaciones a las que perseguían.
Después de la salida de los fotógrafos de la escena, se abrió otra puerta e hicieron su entrada media docena de agentes, la mayoría con indumentaria sementera: melenas, barba, pantalones de pana y cazadoras de serraje sobre jerséis de cuello cisne. El único al que algunos periodistas presentes reconocieron fue a José Antonio González Pacheco, “Billy el Niño”, aventajado discípulo a la sazón del comisario Conesa, acosador y torturador de estudiantes poco afectos a la figura del caudillo y experto interrogador de la brigada político social. Con el término de la transición, González Pacheco se dirigió a aguas más templadas y desde entonces ha estado dirigiendo la seguridad de grandes empresas españolas. Pero aquella tarde su nombre pasó para mí a un segundo plano cuando advertí que un conocido y afamado periodista, titular de algunas corresponsalías en el extranjero, se había quedado de una pieza ante otro de los policías.
─¿Pero… qué haces tú aquí?, alcanzó a preguntarle para recibir por toda respuesta el gesto conminatorio de un dedo sellando los labios del policía.
Medio aturdido, respondió a mi pregunta:
─Ese es ─bulbuceó─ el que nos convocaba a los corresponsales españoles en París a las ruedas de prensa del FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota) ¡Y era un poli!
Algún día se sabrá todo y ese día temblaremos. Mientras, lamentemos que sean otros quienes vengan a ajustar las cuentas que deberíamos haber ajustado nosotros. Aunque sea tan tarde y ya tan inútil.

Puntos de Página 
La Ley de Memoria Histórica es una caricatura
En diciembre de 1971, en el estado de excepción por el juicio de Burgos, estuve 11 días detenido en los calabozos de la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol. Todos los días, todos, recibí palizas indescriptibles, casi continuas, y en especial de Antonio González Pacheco, conocido como Billy el Niño. Como resultado sufrí una lesión en el oído medio que me hacía perder el equilibrio, como así fue denunciado públicamente por mis abogados, y de la que nunca me he recuperado del todo. En el curso de las palizas, destinadas a que “cantara” y denunciara a mis compañeros de partido (sin éxito), el citado inspector aseguraba haber acabado con la vida de Enrique Ruano, y de ir a hacer lo mismo conmigo. Dos años después, el mismo González Pacheco firmó una denuncia falsa en mi contra, me detuvo personalmente, y volvieron las palizas, que calificaría de tortura, durante 72 horas. Al acabar la dictadura, como muchos otros, decidí perdonar, pero nunca olvidar en mi fuero interno, a la espera de que España entera recordara los horrores de la dictadura y firmara un pacto de auténtico “nunca más”. Eso no ha sucedido y la Ley de la Memoria Histórica es una caricatura de lo que otros países han logrado, saneando su salud mental colectiva. Ni me alegro siquiera de que una juez argentina reabra estos casos, que no serían necesarios con una ley que sellara en España una verdadera reconciliación. Si me sumo a la denuncia pública es para que la apertura del proceso en Argentina sonroje a nuestras autoridades y, de una vez para siempre, asuman la memoria y el peso de la historia y dicten leyes para que algo así no se pueda repetir jamás. Entonces sí, sellaré definitivamente mi perdón.— Gonzalo Moure Trenor.

DdA, X/2.490

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