sábado, 7 de septiembre de 2013

40 AÑOS DESPUÉS: EL TEMPLE MORAL DEL PRESIDENTE ALLENDE (1)

Lazarillo
 
Texto leído originalmente el pasado miércoles, 4 de septiembre del 2013, en la Biblioteca Pública de Edmonton, Canadá, y que su autor ha tenido la deferencia de enviar a este modesto DdA. Lo publicamos con mucho gusto por el respeto que nos merecen tanto el protagonista como el conferenciante, Hermes H. Benítez, ya conocido por los lectores de esta página por sus artículos y sus libros Las muertes de Salvador Allende, Santiago, Ril editores, 2006 y 2009, y Pensando a Allende. Escritos interpretativos y de investigación, recientemente publicado, también, por la editorial Ril, este mismo año 2013. Lazarillo le reitera a su buen amigo Hermes la gratitud por sus investigaciones y la admiración que con él comparte por la personalidad histórica y humana de Salvador Allende, sobre cuya muerte hace cuatro décadas ya, un 11 de septiembre en el Palacio de la Moneda de Santiago de Chile, tendremos algunos datos nuevos facilitados por el propio profesor Benítez y Julián Aceitero, doctor en Medicina. He aquí la primera parte de la conferencia sobre el temple moral de Salvador Allende:

No creo exagerado afirmar que cuatro décadas después del hecho, un considerable número de compatriotas de izquierda aún no consiguen reconciliarse con la muerte de Allende. No solo en el sentido en el que un hijo, o una hija, no logran aceptar la partida del padre, ni adaptarse a un mundo en el que él ya no está más, sino también en el sentido de negarse a reconocer que el líder popular pudo haber elegido el camino del suicidio.
Puesto que en realidad no comprenden adecuadamente el razonamiento moral subyacente a aquella trágica decisión del Presidente, muchos hombres de izquierda, y al parecer también un buen número de mujeres, siguen aferrados al siguiente relato mítico de su muerte, o a alguna de sus muchas variaciones:
Pasada la 1 y 30, los fascistas se apoderan de la planta baja del Palacio, la defensa se organiza en la planta alta y prosigue el combate. Los fascistas tratan de irrumpir por la escalera principal. A las 2, aproximadamente, logran ocupar un ángulo de la planta alta. El Presidente estaba parapetado, junto a varios de sus compañeros, en una esquina del Salón Rojo. Avanzando hacia el punto de irrupción de los fascistas recibe un balazo en el estómago que lo hace inclinarse de dolor, pero no cesa de luchar; apoyándose en un sillón continúa disparando contra los fascistas a pocos metros de distancia, hasta que un segundo impacto en el pecho lo derriba y ya moribundo es acribillado a balazos”.
“Al ver caer al Presidente, miembros de su guardia personal contratacan enérgicamente, y rechazan de nuevo a los fascistas hasta la escalera principal. Se produce entonces, en medio del combate un gesto de insólita dignidad: tomando el cuerpo inerte del Presidente lo conducen hasta su Gabinete, lo sientan en la silla presidencial, le colocan la banda de Presidente y lo envuelven en la bandera chilena.”(1)  
Como es manifiesto, este relato contiene todos los elementos de la tragedia clásica, pero es, por cierto, enteramente apócrifo, y hasta donde nos ha sido posible establecerlo, fue concebido por la fértil imaginación de Renato González Córdova, un joven de 17 años miembro del GAP, sobreviviente de la batalla de La Moneda, quien consigue escapar a Cuba en los días posteriores al Golpe, y hace llegar a Fidel Castro su relato de los últimos momentos de Allende, quien lo incorpora casi enteramente a su extraordinario discurso del día 28 de septiembre, de 1973,  en la Plaza de la Revolución, con lo que alcanza una difusión casi universal.  
Según lo ha comprendido tan bien nuestro compatriota Ariel Dorfman, en uno de sus escritos de carácter autobiográfico.(2), el rechazo del suicidio de Allende por muchos de sus viejos partidarios no es, en la mayoría de los casos, algo que esté basado en consideraciones lógicas, o en un juicio ponderado acerca de los hechos ocurridos en el Salón Independencia aquella trágica tarde, sino que el producto de una actitud pre-reflexiva, originada en la necesidad puramente subjetiva, de aquellos que así piensan y sienten, que no les permite aceptar la muerte del Presidente tal como efectivamente debió haber ocurrido, en razón de que el suicidio pareciera no calzar con la representación que ellos tienen de lo que, a su juicio, debiera haber sido la conducta del líder en aquellas extremas circunstancias.
Curiosamente, los izquierdistas que así piensan coinciden en su apreciación negativa del suicidio con la de algunos de los más fanáticos objetores derechistas de Allende y su gobierno. Por ejemplo, hace algún tiempo encontramos en una página Web la siguiente afirmación: “Los mártires, por definición, no se suicidan. Si al menos el ex Presidente hubiera muerto en combate podría denominarse mártir”. Como puede verse este es un razonamiento falaz, puesto que la definición de mártir no excluye el suicidio, porque en nuestra lengua dicha palabra es utilizada para indicar, simplemente, a “la persona que muere, o padece mucho en defensa de sus creencias, convicciones o causa”, según lo define el Diccionario on line de la Real Academia Española de 1992. Es decir, de acuerdo con esta definición, el hecho de que el Presidente se hubiera quitado la vida, luego de más de 4 horas y media de combate contra fuerzas militares abrumadoramente superiores, no lo hace menos un mártir que si hubiera sido asesinado por un soldado golpista que tendría que  haber conseguido ingresar subrepticiamente al Salón Independencia aquella tarde. De lo que, por cierto, no existe el menor testimonio ni evidencia remotamente confiable.             
Subyacente a aquel juicio común a izquierdistas y derechistas, encontramos una estimación o juicio moral implícito, manifiestamente erróneo, según el cual, en aquellas circunstancias la muerte del Presidente Allende por efecto de la acción homicida de sus enemigos sería considerada como éticamente superior a la muerte por su propia mano. Pero a los que así piensan se les escapa un detalle sumamente importante: y es que si el Presidente hubiera caído en La Moneda por efecto de las balas golpistas, la decisión de su muerte la habrían tomado sus enemigos; mientras que si murió a consecuencia de un disparo suicida, la decisión de su fin no le fue impuesta por otros, sino que la tomó el propio Presidente, enfrentado a una situación límite, en un acto supremo de ejercicio de su libertad,  que corresponde a la forma más alta de conducta moral a la que puede aspirar un ser humano.
De allí que cuando el izquierdista le niega al Presidente la opción de que se hubiera quitado la vida, le niega simultáneamente su libertad de elección, reduciéndolo a la condición de haber sido una simple víctima pasiva de un destino preparado casi enteramente por sus enemigos. Es decir, en vez de considerar la muerte por propia decisión como la conducta más noble y más alta, se la desvaloriza poniéndola por debajo de la de una simple víctima.     
Es muy común que quienes aún siguen creyendo en el magnicidio de Allende entiendan de manera incorrecta, también, el combate y el suicidio como si tratara de dos hechos desconectados, o simplemente contrapuestos, lo que por cierto constituye una falsa dicotomía. El ejemplo más flagrante de esta errónea opinión lo encontramos, recientemente, en la página de presentación del libro de Luis Ravanal y Francisco Marín titulado: “Allende. “yo no me rendiré”. La investigación histórica y forense que descarta el suicidio”, publicado en Santiago por Ceibo ediciones, donde se afirma que:
“Hay una distancia sideral entre el mártir que acaba con su vida para evitar que su pueblo salga a la calle y enfrente la traición, y el héroe que defiende a tiros el honor de su investidura y las esperanzas colectivas de un Chile nuevo. El primero nos lleva al lamento y a la contemplación de Cristo, a la conciliación y al pedir sin justicia verdadera. El segundo nos interpela, nos provoca, nos desafía y mantiene inagotable la decisión de no rendirse, de no transar en lo fundamental, que es, finalmente, ese sueño de un nuevo Chile, el independiente, el justo”.
Qué incomprensión y distorsión más crazas de los verdaderos términos de la situación, moral y política, que enfrentara Allende aquel día, se contienen en este desafortunado párrafo. En primer lugar, Allende no se quitó la vida para evitar que el pueblo chileno saliera a la calle a defender su gobierno, como aquí se afirma, sino que la autoinmolación no fue para el Presidente otra cosa que la culminación de su actitud combatiente. De su decisión voluntaria y conscientemente asumida de morir antes que entregar el poder a los golpistas.
Es manifiesto que él venía preparado aquel día para el combate, pero también había considerado con mucha anticipación la posibilidad de que si sobreviviera a aquella desigual batalla, no le quedaba otra opción digna que la de quitarse la vida. El propio doctor Bartulín, miembro del GAP, declaró hace ya varios años que Allende le pidió en un momento álgido de la resistencia en La Moneda, que si él quedaba herido, y por lo tanto imposibilitado de quitarse la vida, le pegara un tiro. Muchos años después, cuando en el 2012 ya se había iniciado la investigación judicial de la muerte de Allende, a cargo del Juez Mario Carroza, estas declaraciones de Bartulín  serían torcidamente interpretadas por el periodista Camilo Taufic, quien inventó a partir de aquella reveladora declaración la falsa explicación del “suicidio asistido”, sosteniendo que Allende no se habría dado muerte por su propia mano, sino que habría sido muerto por Danilo Bartulín. Lo que dio a los derechistas la ocasión para declarar entonces que Allende había sido tan cobarde que ni siquiera tuvo el valor de autoinmolarse.
Lo que Ravanal y Marín no consiguen comprender, por partir de aquella falsa dicotomía entre combate y suicidio, es algo que no puede ser más evidente: que Allende es precisamente aquel “héroe que defiende el honor de su investidura y las esperanzas colectivas de un Chile nuevo”. Y cuya conducta se encuentra en las antípodas del matirologio cristiano, en el que Cristo es, primero, torturado y luego crucificado y muerto por sus enemigos romanos. Curiosamente, la misma visión que subyace a la interpretación de los autores que criticamos.         
De allí, entonces, que muchos de los partidarios, así como de los detractores y enemigos del Presidente, sigan repitiendo, casi 40 años después del Golpe, que una muerte “verdaderamente heroica” habría exigido que Allende muriera en combate, es decir, que hubiera sido asesinado por alguno de los soldados golpistas que penetraron al segundo piso de La Moneda. Por cierto que en el origen de esta falsa opinión deben haber influido, por un lado, la visión cristiana del suicidio como un acto moralmente negativo, un verdadero pecado en contra de dios; y por el otro, el hecho de que en la mente de quienes subscriben aquella difundida representación del suicidio pareciera haber tenido lugar una especie de inconsciente identificación del sacrificio de Allende con el mito del martirologio de Cristo. En cuanto a la visión cristiana del suicidio, como un acto moralmente negativo, no debemos olvidar que Allende no era un cristiano, ni un creyente, sino un marxista y un libre pensador, de modo que su conducta no debe ser medida con los parámetros de la moralidad cristiana, sino con la vara de sus propios valores racionalistas y ateos. 
Pero, a nuestro juicio, la razón principal del rechazo del suicidio por parte de muchos de nuestros compatriotas  se encuentra en una inadecuada estimación del sustrato moral de la decisión del presidente de morir en La Moneda, enfrentado a una situación límite. En primer lugar porque quienes así piensan no comprenden el carácter libre que la conducta humana puede tener frente a una situación aparentemente sin salida. Como lo señala el famoso psiquiatra autríaco Víctor Frankl:
“… incluso la víctima de una situación sin esperanza, enfrentado al destino que no puede cambiar, puede alzarse por sobre sí mismo, puede crecer más allá de sí mismo y al hacerlo cambiarse a sí mismo. Puede transformar una tragedia personal en un triunfo”. (3)
Esto es, precisamente, lo que hace Allende aquel día 11 de septiembre de 1973, según  lo escribimos hace ya varios años:
“… lo que Allende no podía cambiar en su situación… era la voluntad golpista de derrocar su gobierno, pero lo que sí estaba en su poder era rendirse o combatir hasta el final a sus enemigos. Allende eligió el combate y cuando comprendió que ya era inútil toda resistencia, conminó a sus compañeros a deponer las armas ya casi sin munición, y luego de encerrarse solo en su oficina se quita la vida, privando a los golpistas del placer sádico de humillarlo y vejarlo. Pocos actos hay de mayor dignidad y valor. (4)
Es decir, Allende se comportó aquella tarde como el héroe trágico por antonomasia, pero no en el sentido en que vulgarmente se entiende aquella conducta, es decir, como la de seres marcados por la fatalidad, de la cual son víctimas casi enteramente impotentes, sino como nos lo explica con gran claridad el profesor Edward Ballard: “El espíritu trágico aparece en la lucha [de los héroes] por seguir siendo fieles a sí mismos y retener su dignidad humana, a pesar de su malhadado destino. De este modo ellos consiguen transformar su derrota y subyugamiento en una especie de victoria pírrica”.(5)  Esta es la “victoria en la derrota”, distintiva de los héroes trágicos de todos los tiempos. O como escribiera el escritor y político Volodia Teilteboim: “En este orden [Allende] pertenece a la estirpe de los derrotados triunfantes que han embellecido nuestra historia con su ejemplo y legado: Bolivar, O’Higgins, Martí y el Che”. (6

El siguiente breve relato de Eduardo Galeano nos ayudará a ilustrar y comprender mejor el significado moral del suicidio de Allende, enfrentado a una situación límite:
“El día 26 de marzo de 1978, María Victoria Walsh, hija del periodista, escritor, dramaturgo y revolucionario argentino Rodolfo Walsh, le gritó a los esbirros de la dictadura, que la acosaban  en su casa en la calle Corro, de Buenos Aires: ‘Ustedes no me matan, yo elijo morir, carajos’, y entonces ella y otro combatiente llamado Alberto Molina, se suicidaron allí mismo con sus propias armas, frente a sus enemigos, para no darles el placer sádico de que los torturaran y mataran”.
No cabe duda que hay pocas conductas humanas más valerosas y heroicas que las de estos jóvenes, y cualquiera que tenga un verdadero sentido del honor y la moralidad comprenderá el valor supremo de aquel terrible sacrificio. Significativamente, más allá de sus respectivas circunstancia y diferencias de tiempo y lugar, la conducta de Allende en La Moneda aquella tarde trágica es, desde un punto de vista ético, esencialmente idéntica a la elegida por Victoria Walsh y Alberto Molina en 1978. En ambos casos se trató de decisiones adoptadas en el contexto de una situación de vida o muerte, y quizás la única diferencia entre uno y otro sacrificio se encuentre en el hecho de que Allende eligió con mucha anticipación el lugar donde enfrentaría a sus enemigos, como lo mostraremos a continuación, mientras que Victoria y Alberto debieron haber sido sorprendidos en aquella casa por agentes de las fuerzas represivas de la dictadura argentina. Pero en ambos casos los héroes trágicos eligen la muerte por mano propia antes que ser asesinados por sus enemigos.

Nota: Mañana publicaremos la segunda parte en DdA.

DdA, X/2.476

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