Lazarillo
Texto leído originalmente
el pasado miércoles, 4 de septiembre del 2013, en la Biblioteca Pública de Edmonton, Canadá, y que su autor ha tenido la deferencia de enviar a este modesto DdA. Lo publicamos con mucho gusto por el respeto que nos merecen tanto el protagonista como el conferenciante, Hermes H. Benítez, ya conocido por los lectores de esta página por sus artículos y sus libros Las muertes de Salvador Allende,
Santiago, Ril editores, 2006 y 2009, y Pensando a Allende. Escritos interpretativos
y de investigación, recientemente publicado, también, por la editorial Ril, este mismo año 2013. Lazarillo le reitera a su buen amigo Hermes la gratitud por sus investigaciones y la admiración que con él comparte por la personalidad histórica y humana de Salvador Allende, sobre cuya muerte hace cuatro décadas ya, un 11 de septiembre en el Palacio de la Moneda de Santiago de Chile, tendremos algunos datos nuevos facilitados por el propio profesor Benítez y Julián Aceitero, doctor en Medicina. He aquí la primera parte de la conferencia sobre el temple moral de Salvador Allende:
No creo
exagerado afirmar que cuatro décadas después del hecho, un considerable número
de compatriotas de izquierda aún no consiguen reconciliarse con la muerte de
Allende. No solo en el sentido en el que un hijo, o una hija, no logran aceptar
la partida del padre, ni adaptarse a un mundo en el que él ya no está más, sino
también en el sentido de negarse a reconocer que el líder popular pudo haber
elegido el camino del suicidio.
Puesto que
en realidad no comprenden adecuadamente el razonamiento moral subyacente a
aquella trágica decisión del Presidente, muchos hombres de izquierda, y al
parecer también un buen número de mujeres, siguen aferrados al siguiente relato
mítico de su muerte, o a alguna de sus muchas variaciones:
“Pasada la 1 y 30, los fascistas se apoderan
de la planta baja del Palacio, la defensa se organiza en la planta alta y
prosigue el combate. Los fascistas tratan de irrumpir por la escalera
principal. A las 2, aproximadamente, logran ocupar un ángulo de la planta alta.
El Presidente estaba parapetado, junto a varios de sus compañeros, en una
esquina del Salón Rojo. Avanzando hacia el punto de irrupción de los fascistas
recibe un balazo en el estómago que lo hace inclinarse de dolor, pero no cesa
de luchar; apoyándose en un sillón continúa disparando contra los fascistas a
pocos metros de distancia, hasta que un segundo impacto en el pecho lo derriba
y ya moribundo es acribillado a balazos”.
“Al ver caer al Presidente, miembros de su
guardia personal contratacan enérgicamente, y rechazan de nuevo a los fascistas
hasta la escalera principal. Se produce entonces, en medio del combate un gesto
de insólita dignidad: tomando el cuerpo inerte del Presidente lo conducen hasta
su Gabinete, lo sientan en la silla presidencial, le colocan
la banda de Presidente y lo envuelven en la bandera chilena.”(1)
Como es
manifiesto, este relato contiene todos los elementos de la tragedia clásica, pero
es, por cierto, enteramente apócrifo, y hasta donde nos ha sido posible
establecerlo, fue concebido por la fértil imaginación de Renato González
Córdova, un joven de 17 años miembro del GAP, sobreviviente de la batalla de La
Moneda, quien consigue escapar a Cuba en los días posteriores al Golpe, y hace
llegar a Fidel Castro su relato de los últimos momentos de Allende, quien lo
incorpora casi enteramente a su extraordinario discurso del día 28 de
septiembre, de 1973, en la Plaza de la
Revolución, con lo que alcanza una difusión casi universal.
Según lo ha
comprendido tan bien nuestro compatriota Ariel Dorfman, en uno de sus escritos
de carácter autobiográfico.(2), el rechazo del
suicidio de Allende por muchos de sus viejos partidarios no es, en la mayoría
de los casos, algo que esté basado en consideraciones lógicas, o en un juicio
ponderado acerca de los hechos ocurridos en el Salón Independencia aquella
trágica tarde, sino que el producto de una actitud pre-reflexiva, originada en la
necesidad puramente subjetiva, de aquellos que así piensan y sienten, que no les permite
aceptar la muerte del Presidente tal como efectivamente debió haber ocurrido,
en razón de que el suicidio pareciera no calzar con la representación que ellos
tienen de lo que, a su juicio, debiera haber sido la conducta del líder en
aquellas extremas circunstancias.
Curiosamente,
los izquierdistas que así piensan coinciden en su apreciación negativa del
suicidio con la de algunos de los más fanáticos objetores derechistas de
Allende y su gobierno. Por ejemplo, hace algún tiempo encontramos en una página
Web la siguiente afirmación: “Los
mártires, por definición, no se suicidan.
Si al menos el ex Presidente hubiera muerto en combate podría denominarse
mártir”. Como puede verse este es un razonamiento falaz, puesto que la
definición de mártir no excluye el suicidio, porque en nuestra lengua dicha
palabra es utilizada para indicar, simplemente, a “la persona que muere, o
padece mucho en defensa de sus creencias, convicciones o causa”, según lo
define el Diccionario on line de la Real Academia Española de 1992. Es
decir, de acuerdo con esta definición, el hecho de que el Presidente se hubiera
quitado la vida, luego de más de 4 horas y media de combate contra fuerzas militares
abrumadoramente superiores, no lo hace menos un mártir que si hubiera sido
asesinado por un soldado golpista que tendría que haber conseguido ingresar subrepticiamente al Salón
Independencia aquella tarde. De lo que, por cierto, no existe el menor
testimonio ni evidencia remotamente confiable.
Subyacente
a aquel juicio común a izquierdistas y derechistas, encontramos una estimación o
juicio moral implícito, manifiestamente erróneo, según el cual, en aquellas
circunstancias la muerte del Presidente Allende por efecto de la acción homicida
de sus enemigos sería considerada como éticamente superior a la muerte por su
propia mano. Pero a los que así piensan se les escapa un detalle sumamente
importante: y es que si el Presidente hubiera caído en La Moneda por efecto de
las balas golpistas, la decisión de su muerte la habrían tomado sus enemigos;
mientras que si murió a consecuencia de un disparo suicida, la decisión de su
fin no le fue impuesta por otros, sino que la tomó el propio Presidente,
enfrentado a una situación límite, en un acto supremo de ejercicio de su libertad, que corresponde a la forma más alta de
conducta moral a la que puede aspirar un ser humano.
De allí que
cuando el izquierdista le niega al Presidente la opción de que se hubiera
quitado la vida, le niega simultáneamente su libertad de elección, reduciéndolo
a la condición de haber sido una simple víctima pasiva de un destino preparado
casi enteramente por sus enemigos. Es decir, en vez de considerar la muerte por
propia decisión como la conducta más noble y más alta, se la desvaloriza
poniéndola por debajo de la de una simple víctima.
Es muy
común que quienes aún siguen creyendo en el magnicidio de Allende entiendan de
manera incorrecta, también, el combate y el suicidio como si tratara de dos
hechos desconectados, o simplemente contrapuestos, lo que por cierto constituye
una falsa dicotomía. El ejemplo más flagrante de esta errónea opinión lo
encontramos, recientemente, en la página de presentación del libro de Luis
Ravanal y Francisco Marín titulado: “Allende.
“yo no me rendiré”. La investigación histórica y forense que descarta el suicidio”, publicado en
Santiago por Ceibo ediciones, donde se afirma que:
“Hay una
distancia sideral entre el mártir que acaba con su vida para evitar que su
pueblo salga a la calle y enfrente la traición, y el héroe que defiende a tiros
el honor de su investidura y las esperanzas colectivas de un Chile nuevo. El
primero nos lleva al lamento y a la contemplación de Cristo, a la conciliación
y al pedir sin justicia verdadera. El segundo nos interpela, nos provoca, nos
desafía y mantiene inagotable la decisión de no rendirse, de no transar en lo
fundamental, que es, finalmente, ese sueño de un nuevo Chile, el independiente,
el justo”.
Qué
incomprensión y distorsión más crazas de los verdaderos términos de la
situación, moral y política, que enfrentara Allende aquel día, se contienen en
este desafortunado párrafo. En primer lugar, Allende no se quitó la vida para
evitar que el pueblo chileno saliera a la calle a defender su gobierno, como
aquí se afirma, sino que la autoinmolación no fue para el Presidente otra cosa
que la culminación de su actitud combatiente. De su decisión voluntaria y conscientemente
asumida de morir antes que entregar el poder a los golpistas.
Es
manifiesto que él venía preparado aquel día para el combate, pero también había
considerado con mucha anticipación la posibilidad de que si sobreviviera a aquella
desigual batalla, no le quedaba otra opción digna que la de quitarse la vida.
El propio doctor Bartulín, miembro del GAP, declaró hace ya varios años que
Allende le pidió en un momento álgido de la resistencia en La Moneda, que si él
quedaba herido, y por lo tanto imposibilitado de quitarse la vida, le pegara un
tiro. Muchos años después, cuando en el 2012 ya se había iniciado la
investigación judicial de la muerte de Allende, a cargo del Juez Mario Carroza,
estas declaraciones de Bartulín serían torcidamente
interpretadas por el periodista Camilo Taufic, quien inventó a partir de aquella
reveladora declaración la falsa explicación del “suicidio asistido”, sosteniendo
que Allende no se habría dado muerte por su propia mano, sino que habría sido muerto
por Danilo Bartulín. Lo que dio a los derechistas la ocasión para declarar entonces
que Allende había sido tan cobarde que ni siquiera tuvo el valor de
autoinmolarse.
Lo que Ravanal
y Marín no consiguen comprender, por partir de aquella falsa dicotomía entre
combate y suicidio, es algo que no puede ser más evidente: que Allende es
precisamente aquel “héroe que defiende el honor de su investidura y las
esperanzas colectivas de un Chile nuevo”. Y cuya conducta se encuentra en las
antípodas del matirologio cristiano, en el que Cristo es, primero, torturado y
luego crucificado y muerto por sus enemigos romanos. Curiosamente, la misma
visión que subyace a la interpretación de los autores que criticamos.
De allí,
entonces, que muchos de los partidarios, así como de los detractores y enemigos
del Presidente, sigan repitiendo, casi 40 años después del Golpe, que una
muerte “verdaderamente heroica” habría exigido que Allende muriera en combate,
es decir, que hubiera sido asesinado por alguno de los soldados golpistas que
penetraron al segundo piso de La Moneda. Por cierto que en el origen de esta
falsa opinión deben haber influido, por un lado, la visión cristiana del
suicidio como un acto moralmente negativo, un verdadero pecado en contra de dios;
y por el otro, el hecho de que en la mente de quienes subscriben aquella
difundida representación del suicidio pareciera haber tenido lugar una especie
de inconsciente identificación del sacrificio de Allende con el mito del
martirologio de Cristo. En cuanto a la visión cristiana del suicidio, como un
acto moralmente negativo, no debemos olvidar que Allende no era un cristiano,
ni un creyente, sino un marxista y un libre pensador, de modo que su conducta
no debe ser medida con los parámetros de la moralidad cristiana, sino con la
vara de sus propios valores racionalistas y ateos.
Pero, a nuestro
juicio, la razón principal del rechazo del suicidio por parte de muchos de
nuestros compatriotas se encuentra en
una inadecuada estimación del sustrato moral de la decisión del presidente de
morir en La Moneda, enfrentado a una situación límite. En primer lugar porque
quienes así piensan no comprenden el carácter libre que la conducta humana
puede tener frente a una situación aparentemente sin salida. Como lo señala el famoso
psiquiatra autríaco Víctor Frankl:
“… incluso la víctima de una situación sin
esperanza, enfrentado al destino que no puede cambiar, puede alzarse por sobre
sí mismo, puede crecer más allá de sí mismo y al hacerlo cambiarse a sí mismo.
Puede transformar una tragedia personal en un triunfo”. (3)
Esto es,
precisamente, lo que hace Allende aquel día 11 de septiembre de 1973,
según lo escribimos hace ya varios años:
“… lo que Allende no podía cambiar en su
situación… era la voluntad golpista de derrocar su gobierno, pero lo que sí
estaba en su poder era rendirse o combatir hasta el final a sus enemigos.
Allende eligió el combate y cuando comprendió que ya era inútil toda
resistencia, conminó a sus compañeros a deponer las armas ya casi sin munición,
y luego de encerrarse solo en su oficina se quita la vida, privando a los golpistas
del placer sádico de humillarlo y vejarlo. Pocos actos hay de mayor dignidad y
valor. (4)
Es decir,
Allende se comportó aquella tarde como el héroe trágico por antonomasia, pero
no en el sentido en que vulgarmente se entiende aquella conducta, es decir,
como la de seres marcados por la fatalidad, de la cual son víctimas casi
enteramente impotentes, sino como nos lo explica con gran claridad el profesor
Edward Ballard: “El espíritu trágico
aparece en la lucha [de los héroes] por seguir siendo fieles a sí mismos y retener su dignidad humana, a pesar de su
malhadado destino. De este modo ellos
consiguen transformar su derrota y subyugamiento en una especie de victoria
pírrica”.(5)
Esta es la “victoria en la derrota”, distintiva de los héroes trágicos
de todos los tiempos. O como escribiera el escritor y político Volodia Teilteboim:
“En este orden [Allende] pertenece a la
estirpe de los derrotados triunfantes
que han embellecido nuestra historia con su ejemplo y legado: Bolivar,
O’Higgins, Martí y el Che”. (6)
El siguiente
breve relato de Eduardo Galeano nos ayudará a ilustrar y comprender mejor el
significado moral del suicidio de Allende, enfrentado a una situación límite:
“El día 26 de marzo de 1978, María Victoria Walsh,
hija del periodista, escritor, dramaturgo y revolucionario argentino Rodolfo
Walsh, le gritó a los esbirros de la dictadura, que la acosaban en su casa en la calle Corro, de Buenos
Aires: ‘Ustedes no me matan, yo elijo morir, carajos’, y entonces ella y otro
combatiente llamado Alberto Molina, se suicidaron allí mismo con sus propias
armas, frente a sus enemigos, para no darles el placer sádico de que los
torturaran y mataran”.
No cabe
duda que hay pocas conductas humanas más valerosas y heroicas que las de estos
jóvenes, y cualquiera que tenga un verdadero sentido del honor y la moralidad
comprenderá el valor supremo de aquel terrible sacrificio. Significativamente,
más allá de sus respectivas circunstancia y diferencias de tiempo y lugar, la
conducta de Allende en La Moneda aquella tarde trágica es, desde un punto de
vista ético, esencialmente idéntica a la elegida por Victoria Walsh y Alberto
Molina en 1978. En ambos casos se trató de decisiones adoptadas en el contexto
de una situación de vida o muerte, y quizás la única diferencia entre uno y
otro sacrificio se encuentre en el hecho de que Allende eligió con mucha
anticipación el lugar donde enfrentaría a sus enemigos, como lo mostraremos a
continuación, mientras que Victoria y Alberto debieron haber sido sorprendidos
en aquella casa por agentes de las fuerzas represivas de la dictadura argentina.
Pero en ambos casos los héroes trágicos eligen la muerte por mano propia antes
que ser asesinados por sus enemigos.
Nota: Mañana publicaremos la segunda parte en DdA.
DdA, X/2.476
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