La democracia no está en la
impostada invocación de la Constitución y del Estado de Derecho, ni en
los llamamientos aparatosos y afectados al respeto por las instituciones
y las figuras o figurones de las mismas que son los políticos, los
miembros de los gobiernos, los tribunales o la realeza. La democracia y su nivel se
juzgan por la catadura de sus políticos, gobiernos y tribunales; en
definitiva sus dirigentes. Pero en este país la ciudadanía es tratada
por sus tutores como un menor de edad, además incapacitado; en último
término, un convidado de piedra que asiste mudo a las constantes
fechorías de la mayoría de sus gobernantes centrales, autonómicos y
municipales, sin más participación en esa imitación de democracia que la
de poder acudir cada cuatro años a las urnas para elegir a
profesionales de la mentira, del engaño y de la promesa baldía. Y la
ciudadanía no tiene otra opción que o dejarse engañar como mal menor, o
desentenderse de comediantes infectos que ni siquiera hacen reír.
Así España, a cualquier
observador exterior o interior, se le aparece como un país en
descomposición. Es posible que en la economía esté la causa, pero si
ahora la depresión material y moral es patente y ni siquiera quienes lo
disfrutan han de sentir bienestar, temerosos de una explosión social,
antes no era menor la decadencia a causa de la hybris, es decir, la
desmesura. En todo caso, a la euforia suele suceder la depresión. Y en
ella estamos.
Siempre soñé con un país donde
las artes, los oficios y la Naturaleza eran los dioses a adorar; donde
no había noticias porque todos sus huéspedes vivían en armonía y la
armonía nunca es noticia; un país donde "la justicia estaba en sus
propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y
los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen"
donde "la ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del
juez, porque entonces no había qué juzgar ni quién fuese juzgado".
Y ahora resulta que me
encuentro en un país que sólo me produce pesadillas: los políticos como
clase, los banqueros, los empresarios y la realeza, pilares del sistema,
aparecen como auténticos forajidos; la justicia protege con rodeos al
poderoso y persigue al débil sin rodeos. Las artes y los oficios
tradicionales están devaluados, y la Naturaleza constantemente
violada... No hay ocio ni trabajo. Y el que hay, aparte de la
hostelería, sólo consiste en convencer a contraer necesidades antes no
sentidas. No hay distingos entre el ocio activo y el trabajo ocioso, ni
apenas actividades creativas; ni siquiera propiamente recreativas, pues
los condicionantes económicos abortan cualquier energía que
mayoritariamente no esté dirigida al sobrevivir. Ni tan siquiera se
considera "trabajo" digno de retribución la dedicación de los
progenitores a la crianza y educación de su prole, que sería lo propio
de una sociedad superior de altas miras.
El sistema propicia, alienta y
potencia la noticia, pues el periodismo vive de ella; un periodismo que
más bien solivianta a la ciudadanía, para obtener réditos de lo
escabroso y lo enfermizo; unos periodistas que copan los empleos en las
televisiones y las comparecencias retribuidas en los platós sin dejar
espacio alguno, ni siquiera ocasional, a miles de colegas suyos;
convirtiéndose así en los sustitutos de los clérigos, en los sumos
sacerdotes que aleccionan sin más éxito que estos a la hora de
contribuir a la felicidad de la ciudadanía.
La "noticia", y la publicidad
con la que hace contubernio y alimenta el alto horno de la curiosidad
malsana, se enseñorean de la vida pública como privada. Cuando realmente
existe, la noticia sólo versa sobre la desgracia y sobre conductas
alevosas, abusivas o delictivas de individuos de quienes la ciudadanía
esperaba servicio y ejemplaridad. Y si no existe, magnifica la
insignificancia o sencillamente la fabrica.
España atraviesa una crisis
material, sanitaria, educacional, científica, industrial, moral y
psicológica, para una gran parte de la población, muy cercana al estado
de posguerra. Y apunta en otoño a una general sublevación. Pero para
superarla y situarse al nivel civilizado y juicioso de una sociedad
madura, sospecho que todavía necesita por lo menos medio siglo más. Sin
embargos, sus dueños repiten una vez tras otra, como un aburrido mantra,
que éste es el menos malo de los sistemas posibles. Pues sepan que sí
esto es así y no se encuentran pronto otros caminos, poco a poco las
grandes masas de población sentirán que no vale la pena vivir o bien se
alzarán en una revolución para olvidar.
DdA, X/2.463
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