Félix Población
Este Lazarillo recomienda encarecidamente, a quienes visiten Asturias con ánimo de caminante estival y afanes montañeros, las elevadas y dilatas perspectivas del Alto de Marabio, en el concejo de Teverga, por cuya ruta circular desde la ermita de Santa Ana discurrieron sus pasos recientemente, en amena y deleitosa compaña. Desde la cumbre del Caldoveiro, a 1357 metros de altitud, se pueden llegar a divisar las ciudades de Oviedo y Gijón, y hasta el mar, si el día es claro y despejado, y se perfila nítida la raya que lo limita con el azul del cielo. Allí, junto a la ermita de Santa Ana, cuya romería vaqueira se celebra cada mes de agosto, supo este Lazarillo el nombre de los montes que se suceden por poniente mientras el crecido y atigrado cachorro de mastín de la imagen, que había acudido hasta los pies de los caminantes flaco, hambriento y medroso, devoraba agradecido unos trozos de pan sustraídos al bocata reparador. Guardés de un rebaño de cabras que trepaban entre los roquedales por la vecina ladera, el perro de Marabio acompañó luego a los caminantes hasta el coche y despidió su marcha con esa misma mirada que dejó inscrita en la fotografía, sabedor acaso de que su libertad con hambre -en los altos que lo nombran en mi memoria-, no es compatible con la confortable y estrecha domesticidad de una vida urbana, donde nada ni nadie le podrá dotar de los altos horizontes que huele y otea cada día, y dan sentido a su raza, a su celo y a su estampa. No obstante, este Lazarillo sugeriría al pastor que lo explota, si por un más que imprevisto azar leyera este apunte viajero, algo más de humanidad para quien tan bien sabe agradecerla a ojos vista.
Foto: del autor.
UN PERRO
Pedro de Paz
Foto: del autor.
UN PERRO
Pedro de Paz
Tiene andares de animal viejo y cansado pero en su mirada se tejen dos brillos simultáneos. El del anciano que es y el del cachorro que quizá nunca ha dejado de ser. Y es esa mixtura de sabiduría inocente y serena la que te gana el alma cuando posa sus ojos en los tuyos. Camina hacia ti con andar lento y la cabeza baja en un gesto que tiene algo de ruego. Y tú intuyes de inmediato que lo que busca es el calor de una caricia. Alzas el brazo despacio y el resabío instintivo de muchos años de andanzas -intuyes que no todas afortunadas- dispara en él un mecanismo automático. Se detiene y mira tu mano. Demasiados palos, quizá. De la vida y de los hombres. Abres la mano, la extiendes y la dejas quieta. Él da un paso más, acerca su hocico a ella y concede su beneplácito tras husmearla. Acerca su cabeza y la frota contra la palma de tu mano. Está solo, pero no parece abandonado. Lleva collar y está limpio, cuidado. Piensas que quizá se ha perdido y se siente como tú muchas veces: solo entre tanta gente. Mientras le acaricias cariñosamente entre las orejas acerca su cuerpo viejo y cansado y lo apoya contra tus piernas. En ese instante se acerca una pareja joven que, momentos antes, hablaba con otra a unos metros. "Es vuestro?", les preguntas. El chaval afirma con la cabeza mientras te dice que está sorprendido. Le preguntas por qué. Te cuenta que es un peludito anciano que rescató de una casa de pueblo donde lo maltrataban y que es muy desconfiado con los desconocidos. Miras hacia abajo. Él sigue allí, apoyado contra tu pierna, demostrando cualquier cosa menos desconfianza. Alzas la mirada hacia la chica y te encoges de hombros esbozando una sonrisa de "A mí, que me registren". El chico se acuclilla y lo abraza con exquisita ternura. Él animal se deja hacer mientras emite un bostezo que jurarías termina en sonrisa. Os despedís y ves marcharse a los tres acera adelante. Y a un segundo de proseguir tu camino, él se detiene, gira su cuerpo y te regala una última mirada. Una mirada de dos brillos. El del anciano que es y el del cachorro que nunca dejó de ser. A pesar de los años. A pesar de los golpes.
DdA, X/2.462
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