Después de años de considerable alboroto y mucho
escándalo de los que los medios de comunicación extraen inmensas fortunas
medidas en anuncios gráficos, spot publicitarios y millones de horas de cháchara
con la excusa del deber de informar, las terribles amenazas de la justicia que
se ciernen sobre los corruptos siempre quedan en aguas de borrajas: prácticamente
en nada. Al final, el globo aerostático donde se encuentran los delincuentes
institucionales, hinchado además por el interés mediático, siempre, como la
famosa burbuja inmobiliaria, acaba pinchado. En todo caso ¿qué ciudadano
honrado de este país no estaría dispuesto a cambiar en el peor de los casos
cuatro o cinco años de cárcel por un puñado de millones a buen recaudo,
escondidos bajo un ladrillo o en un paraíso fiscal perdido en el Pacífico? Pues
a eso muchos juegan con notable ventaja.
Es
notoria la elasticidad de la retórica y la ductilidad de la retórica jurídica
en concreto. Un ordenamiento jurídico prolijo como pocos y una constitución
viciada en origen y con lagunas deliberadas como ninguna otra; una ley
hipotecaria mostrenca; una ley de indulto bochornosa y una ley electoral a
medida de dos ideologías que comparten intereses, necesariamente han de brindar
a los delincuentes económicos de cohecho, de prevaricación, de evasión, de
fraude fiscal, de tráfico de influencias y de tantas otras figuras delictivas
casi de adorno, las suficientes salidas de escape como para arriesgarse sin
apenas peligro frente a la Justicia. Circula el tópico de que la suerte de los
corruptos depende de "buenos" abogados. No es verdad. Lo que llaman
"buen abogado", al menos en los delitos económicos, es en realidad un
trapisondista. La reputación de "buen abogado" es artificial, pues su
renombre depende más de su cercanía al poder y de sus escasos escrúpulos que de
sus habilidades técnicas. Recursos y técnica están tan al alcance del
"buen abogado" como del abogado del montón.
La
Justicia -la justicia no de los jueces instructores sino de los tribunales- está
al servicio de los poderosos. Y si, por descuido, no contribuye a la impunidad
de los políticos, de los banqueros y de los grandes empresarios, al final ahí
está el indulto de los gobiernos a los ladrones, los defraudadores y los
rufianes de postín; es proverbial su magnanimidad hacia los colegas del oficio
y sus cómplices.
Esto no
ocurre en todas las democracias burguesas. Esto sucede en esta parodia de
democracia donde hasta el presidente de gobierno es tan perversamente ingenuo,
que se cree y propaga el cuento de que en España hay un Estado de Derecho.
DdA, X/2.443
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