Félix Población
Acabo de terminar de leer la
entretenida novela de Pablo Martín Sánchez El anarquista que se llamaba como
yo, publicada por la editorial Acantilado, que tiene como protagonista al tipógrafo
y periodista que lleva el nombre del autor y se desarrolla en torno a un intento
revolucionario anarquista de acabar con la dictadura de Primo de Rivera. La
historia termina con la detención de los implicados en Vera de Bidaosa y la
ejecución de tres de ellos en 1924, si bien el escritor plantea como epílogo la
posibilidad de un final más abierto respecto al protagonista.
Me ha llamado la atención, en los
últimos capítuloS del libro, la justificación que da el general golpista,
respaldado por el rey Alfonso XIII, para instaurar la dictadura que lleva su nombre,
porque -salvadas las distancias históricas- bien podría servir esa excusa para
que algún salvador de la patria hiciera lo propio en nuestros días, si se deja
aparte la ausencia en la actualidad del terrorismo revolucionario. Primo de
Rivera dice querer combatir la corrupción política y el separatismo, algo que en el primer caso tiene en la España del presente un extenso y reiterado currículum tal como reflejan las hemerotecas.
Ignoramos ahora los efectos que a
la postre tendrá la nutrida memoria histórica de la corrupción política durante las casi cuatro décadas ya de reinado de Juan Carlos I, pero me temo
que los casos han sido tantos y tal mal resueltos o no resueltos por la
justicia, que muy posiblemente los historiadores deberán otorgar a ese capítulo una señalada preeminencia a la hora de hacer balance de ese reinado, a no ser que esa historia la hagan los corruptos.
Hubo corrupción en todas las
etapas políticas, empezando por aquel trágico episodio del envenenamiento por
aceite de colza adulterado que afectó a 60.000 ciudadanos y causó la muerte de
700, y se repartió bajo los gobiernos de Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo Sotelo.
También por esos mismos años se produjo el escándalo Fidecaya, aquella entidad
de ahorro que tenía en agosto de 1981 más de 240.000 pequeños depositantes. La crisis
suponía que los cedulistas se
quedaran sin
sus ahorros, pero el Estado garantizó sus depósitos. Fidecaya
acumuló pérdidas superiores a la mitad de su capital suscrito, aplicó a sus
operaciones condiciones distintas a las que tenía autorizadas y carecía de
tesorería. Se trataba de presuntas estafas financiero-inmobiliarias que
superaron los 1.800 millones de pesetas (11 millones de euros).
Cuando Felipe González ocupó La Moncloa durante catorce años se produjeron los casos Flick, Kio, Rumasa, Filesa, Roldán Ave, Casinos, Ibercop. A lo largo de las dos legislaturas presididas por José María Aznar tenemos los casos Zamora, Palerols, caso del Lino, caso Sanlúcar, caso Villalonga, caso Tabacalera, caso Forcem y caso Gescartera. En tiempos de Rodríguez Zapatero asistimos a la llamada operación Malaya, los casos Gürtel, Pretoria, ERES falsos en Andalucía, ITV, Campeón y Nóos, entre otros. Y con Mariano Rajoy de presidente, hemos tenido y tenemos al caso Berzosa, la operación Pitiusa, los casos Dívar, Alcorcón, Bárcenas y Blesa, ahora otra vez en la cárcel, aunque posiblemente poco tiempo.
Una parte de este muy resumido y no exhaustivo
balance de corrupciones ha ocurrido y sigue ocurriendo en el que sin duda está siendo periodo
más crítico para la estabilidad económica y social del país en los últimos
treinta años. A la crisis/estafa provocada por la dictadura de los mercados se le une en España la constante riada de
casos de corrupción política que constituyen una parte sustanciosa de su última
memoria histórica, sin que la justicia se haya caracterizado por penar esos desafueros. Cabe preguntarse, por eso, adónde conducirán los
niveles de hartazgo, rabia o hastío de una masiva proporción de ciudadanos afectados
por el desempleo y la pobreza -o la frustración de más de la mitad de nuestros jóvenes sin trabajo ni futuro- si nada cambia en el porvenir y se agudiza aún más lo que se viene padeciendo.
DdA, X/2.406
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