Lidia Falcón
No hay delito que provoque mayor desconfianza contra la víctima que
el de maltrato a la mujer. Jueces hay que antes de aceptar la denuncia
solicitan un informe forense y psicológico “para determinar si la
denunciante miente y se trata de una falsa denuncia”. Fiscales que no
acusan ni buscan pruebas cuando la víctima no quiere ratificar la
primera denuncia, psicólogos, trabajadores y asistentes sociales que
emiten informes hablando de que “se instala en su papel de víctima”,
vecinos y familiares que no acuden a declarar como testigos y no les
pasa nada a pesar de estar obligados por ley, profesores que se niegan a
acudir al juzgado o incluso a escribir lo que conocen de la situación
de la víctima. Toda una conspiración patriarcal contra la mujer
maltratada que concluye en la absolución del maltratador y en concederle
la libertad para que a sus anchas pueda vengarse de su esclava, a la
que se le entrega inerme.
Pero existe un coro unánime y perverso en atribuir a la víctima la
culpa de su propia desgracia. Todos los gobiernos, independientemente de
su afiliación política, ante la muerte de aquella ciudadana a la que
tienen el deber de proteger, remarcan que si no denuncia o no ratifica
la denuncia no pueden hacer nada por ella. Todos los jueces y fiscales
se sienten irresponsables de la muerte de la que acudió a ellos a pedir
protección, si no siguió las estrictas normas procesales. Los políticos
nunca están concernidos por la masacre continuada de mujeres. Los
legisladores se niegan, con el tono de superioridad que les da la
propiedad de su escaño, a modificar la vigente Ley de Violencia de
Género, que tiene 550 asesinadas sobre su recorrido legal. Los juristas
se escandalizan ante la posibilidad de modificar la carga de la prueba,
agarrándose a la presunción de inocencia del acusado, mientras a la
víctima siempre se la presume culpable, y la policía no tiene medios
para proteger a todas las que están amenazadas. Sobre todo cuando el
juez ha dejado sin efecto la orden de alejamiento.
En definitiva, las mujeres son consideradas las artífices de su
propia desgracia. En primer lugar, porque se casaron o se ajuntaron con
hombres equivocados, si hubiese sido más espabiladas se habrían dado
cuenta a tiempo de que aquel enamorado acabaría pegándolas. Son
masoquistas y estúpidas si aguantan años enteros sin denunciar los malos
tratos, y su necedad raya en lo inaguantable cuando no ratifican la
primera denuncia.
Pero la realidad es que las víctimas conocen la indefensión en que se
hallan: ni el médico que explora sus lesiones y no da parte a la
policía ni el policía que aconseja a la maltratada que sea amable con su
marido ni el fiscal que se inhibe del caso ni el juez que supone que
está mintiendo ni el psicólogo que la desprecia por su debilidad, la van
a ayudar. En consecuencia, ¿Para qué denunciar y acudir una y otra vez
al juzgado –arriesgándose a la vez a la venganza del verdugo- si con
orden de alejamiento o sin ella, con denuncia o sin ella, nadie va
impedir que el asesino pueda acabar matándola?
El poder, con la complicidad de tantos y tantas rendidas al mismo, ha
logrado su mejor propósito: que sean las víctimas las culpables de su
propia desgracia.
+@Artículo completo en Público.es
+@Más de 32.000 mujeres sufrieron violencia en España en 2011
DdA, X/2397
+@Más de 32.000 mujeres sufrieron violencia en España en 2011
DdA, X/2397
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