
Hermes H. Benítez
University of Alberta
“Galileo ha tenido que soportar varias [pseudo]rehabilitaciones.
Como acabo de mencionar, Monseñor Bernard Jacqueline nos dice que “la memoria
de Galileo fue rehabilitada en 1734”. Las obras que defendían la teoría
copernicana, como el Diálogo [sobre los dos máximos sistemas], tuvieron que
esperar un poquito más, hasta 1757 y la autorización de la enseñanza de dicha
teoría hasta 1822. Aludiendo sólo a nuestro siglo, en el Concilio Vaticano I ya
se oyó alguna voz que hablaba de “un homenaje reparador a la memoria de
Galileo”. Pero la operación “rehabilitación de Galileo” que en los últimos años
ha aparecido periódicamente en nuestros medios de comunicación, se debe, sin
duda, a Juan Pablo II”.
Antonio Beltrán Marí
El segundo
episodio que relataremos a continuación ─sin duda el de mayor importancia y
resonancia pública de los tres examinados en este ensayo─ lo constituye la así denominada “rehabilitación
de Galileo”, que encontró su climax y cierre oficial en el acto solemne
realizado en la Sala Regia del Vaticano, el 31 de octubre de 1992. Ese día,
esto es, 359 años después de la condena de Galileo por la Inquisición romana,
se hicieron públicas una serie de declaraciones de las más altas autoridades de
la Iglesia, que casi todo el mundo interpretó como una efectiva rehabilitación (8) del gran científico italiano, así como un tardío
pero sincero reconocimiento de los errores y responsabilidades históricas que
le corresponden a dicha institución por su conducta autoritaria, intolerante y
represiva hacia la doctrina copernicana. Nos referimos, por cierto, al así
denominado Informe Final, presentado por el entonces obispo Paul Poupard,
presidente del Consejo Pontificio para la Cultura, y al discurso del Papa Juan
Pablo II, con cuya lectura se puso cierre a los trabajos de la comisión interdisciplinaria
encargada de estudiar el caso Galileo.
La historia
de este segundo episodio se iniciaría el 10 de noviembre de 1979, con el discurso
leído por Juan Pablo II ante la Pontificia
Academia de Ciencias, con motivo de la celebración del primer centenario
del nacimiento de Albert Einstein, ocasión en la que el Papa pronunció las
históricas palabras que pondrían en movimiento la así denominada “rehabilitación”
de Galileo:
“La
grandeza de Galileo es de todos conocida, tanto como lo es la de Einstein; pero
con una diferencia: que en comparación con aquél a quien estamos rindiendo hoy
honores, ante el Colegio Cardenalicio en el Palacio Apostólico, el primero tuvo que sufrir mucho ─no podemos
ocultarlo─ a manos de hombres y organizaciones de la Iglesia”(9).
En esta
misma oportunidad el Papa anunciaría que se creará una comisión
interdisciplinaria, formada por teólogos, científicos e historiadores, quienes:
“Animados
por un espíritu de sincera colaboración, profundicen el examen del caso Galileo
y reconociendo errores, de uno y otro lado (sic),
despejen la desconfianza que este asunto aún susita en muchas mentes, en
detrimento de una fructífera colaboración entre la ciencia y la fe, entre la
Iglesia y el mundo” (10).
Al año
siguiente, es decir, en 1980, hablando por Radio Vaticano, Monseñor Bernard
Jacqueline, en representación del Secretariado para los no Creyentes, de la
Santa Sede, informó que el Papa Juan Pablo II deseaba mejorar las relaciones de
la Iglesia con el mundo científico, y que para este efecto se re- examinaría
el caso Galileo.
El día 3 de
junio de 1981 se constituye la comisión pontificia especial encargada de
estudiar lo que la Iglesia denominó eufemísticamente como “la controversia
entre las teorías ptolomeica y copernicana en los siglo XVI y XVII”, es decir,
el conflicto entre Galileo y la Iglesia católica.
Tres años
más tarde, esto es, en 1984, el entonces Obispo Paul Poupard, presidente del
Consejo Pontificio para la Cultura, declaró, escueta pero significativamente,
en la introducción de lo que vendría a ser el primer informe público de la
Comisión Interdisciplinaria, que “los
jueces del Santo Oficio se equivocaron
al condenar a Galileo; cometieron un error objetivo” (11).
Durante una
visita oficial a la ciudad de Pisa, lugar de nacimiento de Galileo, del día 22
de septiembre 1989, Juan Pablo II se refirió una vez más al gran científico, en
los términos siguientes:
“¿Cómo
podríamos no recordar el nombre del gran personaje que nació aquí, y que dio
aquí sus primeros pasos hacia una reputación que nunca morirá? Imprudentemente
opuesta al principio [la obra científica de Galileo], es ahora reconocida por todos como una etapa
esencial en la metodología de la investigación y, en general, en el camino
hacia la comprensión del mundo natural” (12).
Finalmente,
y luego de transcurridos 13 años desde que el Papa anunciara su creación en
1979, el 31 de octubre de 1992, en una ceremonia solemne, ante los miembros la
Academia Pontificia de las Ciencias, Juan Pablo II da lectura a un extenso
discurso en Francés, posteriormente al cual el Cardenal Poupard presenta el
“Informe Final”, en el que se resumen y fundamentan las conclusiones de los
trabajos de la comisión encargada de estudiar el caso Galileo.
Pasajes
escogidos de dicho informe son
entregados a la prensa, los que serán casi unánimemente interpretados, especialmente
por los medios del mundo católico, (13) como
dando expresión a una verdadera rehabilitación de Galileo, y como un sincero y
amplio reconocimiento de los errores y responsabilidades que le corresponden la
Iglesia por su conducta autoritaria y represiva hacia el científico toscano y
su obra. Significativamente, la palabra “rehabilitación” no aparece empleada ni
una sola vez en el discurso del Papa Juan Pablo II, ni tampoco en el así
llamado “Informe Final”.
Trece años
demoró la Comisión Papal en llegar a dichas conclusiones, pero si contamos
desde la fecha de la condenación de Galileo en 1633, le tomó a la Iglesia
católica un total de 359 años, cuatro meses y nueve días llegar a este punto.
Examen de algunos puntos claves del Informe
Final
El Informe
Final, un documento cuyo texto en Inglés cubre un total 1380 palabras, comienza
haciendo un poco de historia del origen
de la comisión papal, y luego de explicar su estructura y los nombres de sus diferentes
grupos de trabajo, entra en su parte sustantiva mediante la definición de sus fines:
“El propósito
de estos grupos era responder a las espectativas del mundo de la ciencia y la
cultura con respecto a la cuestión de Galileo, volver a analizar todo el
caso con plena fidelidad a los hechos históricos establecidos, y de acuerdo
con las doctrinas y la cultura de la época, así como reconocer lealmente, en el
espíritu del Concilio Ecuménico Vaticano II, los errores y las razones, vengan
de donde vengan. No se trataba de revisar un proceso sino de llevar a cabo
una reflexión serena y objetiva, tomando en cuenta el contexto histórico y
cultural. La investigación fue amplia, exhaustiva, y en todas las áreas
involucradas. … La Comisión se planteó tres preguntas: ¿Qué ocurrió? ¿cómo
ocurrió? Y ¿por qué ocurrió? …” (14).
Como podrán
advertir los lectores, Poupard se limita aquí a repetir casi textualmente las
declaraciones papales del 10 de noviembre de 1979 ante la Academia Pontificia de las Ciencias, con motivo de la celebración del centenario del nacimiento de
Albert Einstein. Pero a continuación, mediante una verdadera voltereta retórica,
Poupard procede a declarar lo que no solo es manifiestamente contradictorio con
lo que acaba de afirmar más arriba _en el sentido de que se volverá a examinar
todo el caso Galileo_ sino que, además, constituye una sorprendente revelación,
al anunciar que en realidad no habrá revisión del proceso a Galileo.
Es decir, la
Comisión ha fijado desde el principio unos límites tan estrechos a aquel
reexamen del caso Galileo, que éste no incluyó una revisión del proceso de
1633. La pregunta que se plantea aquí es obvia: ¿Cómo puede revisarse
efectivamente el caso, sin volver a
examinar el proceso en el que se
originó? Porque, evidentemente, sin el proceso a Galileo no hubiera existido el
caso Galileo. Pero la implicación más grave de esta maniobra es que al no
revisar o examinar, de modo alguno, el proceso, la comisión reafirmó, de hecho,
el carácter irrevocable y la justicia de la sentencia de 1633.
Por cierto,
este conveniente acotamiento de sus límites le restará toda efectividad y
credibilidad a la supuestamente amplia y
exhaustiva investigación, la que por lo demás no sería hecha a la luz del
día por un organismo imparcial, sino por miembros de la propia Iglesia, y en el
secreto de las referidas comisiones de trabajo. De allí que resulte enteramente
vacua la afirmación de Poupard, hecha al cierre del Informe, en el sentido de
que los miembros de la Comisión Interdisciplinaria habrían disfrutado de “la más amplia latitud para explorar,
investigar y publicar en la completa libertad que exigen los trabajos científicos”. (Destacado nuestro)
En realidad
aquí no hubo una tal libertad para explorar e investigar, ni mucho menos para publicar,
puesto que la curia no está autorizada para dar expresión pública escrita a sus
opiniones sin el expreso conocimiento y autorización de sus superiores. Pero,
además, los acotados y estrechos
parámetros dentro de los cuales la Iglesia enmarcó los trabajos de la Comisión,
impedían desde la partida una verdadera e imparcial investigación de los hechos.
A la luz del caso Paschini examinado más arriba, se hace transparente la
intención retórica que se oculta tras cada una de aquellas bellas frases de
Poupard.
Tampoco
pueden caracterizarse las actividades de dicho organismo como teniendo un
carácter científico, en ningún uso
adecuado del término. Con mucha más propiedad podrían calificarse éstas como ejercicios de
propaganda, o public relations, pero de ningún modo como actividades de
carácter científico, o motivada por propósitos científicos. En primer lugar
porque aquí, evidentemente, no se trataba de establecer la verdad del caso
Galileo, por lo demás conocida, sino de cautelar la imagen pública de la institución
patrocinante de aquellas supuestas investigaciones.
De manera
que, al negarse a revisar el proceso en contra de Galileo, la comisión
partió prejuzgando algunas de las más
importantes de sus eventuales conclusiones, descartando así, de entrada, toda
posibilidad de una efectiva crítica a la conducta de la Iglesia. Y lo que es
aun más significativo: al no examinar el proceso, la comisión cerró “a priori” toda de posibilidad de arribar
a una verdadera rehabilitación del científico toscano, y en consecuencia de poder
rehabilitar moralmente a la Iglesia ante el mundo y la historia.
Continúa el
texto del Informe Final:
“…El cardenal Roberto Bellarmino, en una carta
del 12 de abril de 1615, dirigida al carmelita Foscarini, ya había señalado las
dos verdaderas custiones planteadas por
el sistema copernicano: ¿Es verdadera la astronomía copernicana en el sentido
de estar apoyada por pruebas verificables y verdaderas, o solo se sostiene
sobre conjeturas y probabilidades? ¿Son las tesis copernicanas compatibles con
las afirmaciones de las Sagradas Escrituras? De acuerdo con Roberto Bellarmino,
mientras no hubiera pruebas de que la Tierra orbitaba en torno al Sol, era
necesario interpretar con gran circunspección los pasajes bíblicos que
declaraban la inmovilidad de la Tierra. … En realidad Galileo no había
conseguido probar de modo irrefutable el doble movimiento de la Tierra _su
órbita anual en torno al Sol y su rotación diaria en torno al eje
polar_aunque él estaba convencido de que había encontrado pruebas de ello en
las mareas oceánicas, cuyo verdadero origen sería demostrado más tarde por
Newton.” (15).
Como puede
verse, una vez descartada la revisión del proceso, a la Iglesia le quedaba un
solo camino a seguir: insistir en la justicia del proceso a Galileo. Para ello
nada mejor que desempolvar el astuto pero falaz argumento del cardenal
Bellarmino según el cual esta institución no podía aceptar que la Tierra gira
en torno al Sol porque ello no había
sido científicamente demostrado por Galileo. Como si la Iglesia estuviera en condiciones
de exigir “pruebas irrefutables” a la ciencia emergente, mientras que al mismo
tiempo postulaba sin otro apoyo que la fe, tanto la verdad absoluta de sus
dogmas, como la del sistema geocéntrico. Es decir, la posición del cardenal
inquisidor ante el copernicanismo de Galileo contenía una profunda
inconsistencia, porque le aplicaba a esta teoría unos criterios evidenciales y
de validez que no estaba dispuesto a aplicarle a sus propias creencias dogmáticas,
ni a la propia teoría geocéntrica.
En este
mismo contexto, ha sido mérito del estudioso español Antonio Beltrán Marí, destacar
un aspecto central de la actitud de la
Iglesia católica hacia Galileo y su ciencia, casi nunca correctamente comprendida,
cuando, en su libro monumental, titulado Talento
y Poder, escribe: “…La literatura apologética en general, y sobre todo el
torrente de publicaciones provocado por la revisión del caso Galileo iniciada
por Juan Pablo II, ha intentado inculcar la “falsa idea”(como dice Galileo) de
que el nucleo de la cuestión entre Bellarmino y Galileo _entre la Iglesia y
Galileo_ era de naturaleza científica, metodológica o filosófica. … La réplica
obvia es que, en las disputas
filosóficas, incluso aunque uno no pueda probar su tesis, no se amenaza con la condena y la cárcel o cosas peores, así
como con la prohibición de sostener o defender
esa teoría. En las polémicas científicas, los errores o incongruencias no se
identifican con herejías y no se
trata a los adversarios como delincuentes. Y, naturalmente, la
participación en ellas exige competencia en la disciplina correspondiente.”(16).
A
continuación los redactores del Informe Final echan mano de un recurso argumental
hasta ahora inédito, al que denominaremos aquí como la “teoría de la
rehabilitación implícita”. Según ésta, y más allá de lo que todo el mundo pudo
haber creído, en realidad la sentencia de 1633 en contra de Galileo había sido
ya “implícitamente revocada” por el Papa Benedicto XIV en 1757. Esto es, por
decir lo menos, una afirmación sumamente curiosa, que de ser verdadera,
reduciría al ridículo y el absurdo gran parte de la conducta de la Iglesia
hacia Galileo por casi dos siglos y medio, incluyendo, por cierto, el trabajo
de la Comisión Interdisciplinaria misma.
Es cierto,
según señala Poupard, que Benedicto XIV autorizó en 1757 el levantamiento de la prohibición de los
libros que postulaban la inmovilidad del Sol y el movimiento de la Tierra, pero
ello no significó en modo alguno, el término de la persecución eclesiástica de
la obra de Galileo, como debió haber ocurrido si efectivamente hubiera existido una “revocación implícita”
de la sentencia de 1633 por parte de la Iglesia. Que esto no fue así lo
confirma el hecho de que, ocho años más tarde, el astrónomo francés Joseph Lalande,
tratará infructuosamente de conseguir que las autoridades católicas retiraran
del Index las obras de Galileo, lo
que sería algo completamente inexplicable si la “rehabilitación implícita” hubiera sido una realidad
efectiva.
Pero si
esta noción de una “reforma implícita” de la sentencia de 1633 es
manifiestamente inaceptable, lo es más aún la firmación de que la autorización
concedida por Benedicto XIV a la publicación de la primera edición de las Obras Completas de Galileo en 1741,
habría correspondido a una reacción de la Iglesia ante el descubrimiento de
ciertas pruebas ópticas del hecho de la rotación de la Tierra en torno al Sol.
Porque como el cardenal Poupard lo sabe muy bien, estas pruebas fueron
descubiertas solo a partir de 1828, es decir, casi un siglo después (17).
Que la
publicación de las obras de Galileo en 1741 no había implicado un cambio, ni en
el espíritu ni en la letra, de la sentencia de 1633, queda demostrado por los
siguientes hechos, convenientemente omitidos en el Informa Final: 1.Que la
referida publicación fue autorizada solo una vez que se introdujeron cambios en
los textos galileanos, con el fin de hacer aparecer la doctrina copernicana
como una simple hipótesis, lo que por sí solo refuta la afirmación del cardenal
de que la publicación de los escritos del científico toscano hubiera sido motivada por el reconocimiento de la
Iglesia de que la teoría copernicana había sido empíricamente confirmada. 2. Que
aquella edición del Diálogo sobre los dos máximos sistemas
iba precedida por el texto de la sentencia y la abjuración de Galileo, así como
por un ensayo anexo, escrito por algún censor de la Inquisición, en el que los
pasajes de la Biblia referentes al orden del mundo eran interpretados de la manera
católica tradicional. 3. Que aquella publicación se hizo sin que se hubieran
levantado, ni la condena del científico toscano, ni la prohibición general del
copernicanismo, como lo demuestra categóricamente el hecho de que la obra de
Copérnico: Las revoluciones de las esferas celestes continuara en el Index,
junto con los Epítomes de astronomía
copernicana, de Kepler, y los propios Diálogos,
de Galileo. De manera que aquella episódica edición, censurada y alterada, de
las obras de aquél, no implicaba, en modo alguno, un “reconocimiento implícito”
de la verdad del copernicanismo, como lo afirma Poupard.
Pero,
además, fue precisamente porque las sentencias, primero, en contra del
copernicanismo (1616) y luego en contra de Galileo (1633) continuaban entonces vigentes, que 62 años
más tarde, cuando en 1819 el canónigo Giuseppe Settele trató de obtener la
autorización eclesiástica para la publicación
de su libro sobre Optica y Astronomía, ésta le fue denegada por la Congregación
del Index, con el pretexto de que en
aquella obra se postulaba la teoría
heliocéntrica, no como una simple hipótesis, sino como una verdad científica
establecida.
En
síntesis, una lectura crítica de los pasajes principales del Informe Final, no
permite llegar, entonces, a las siguientes conclusiones:
1. La Iglesia católica no llegó a revisar el
proceso instruido en 1633 por la Inquisicion romana en contra de Galileo, aunque desde el anuncio
papal de que se crearía una comisión
interdisciplinaria se declaró que se tenía la intención de hacerlo.
2. Tampoco llegó la Iglesia a
disculparse ante el mundo, de manera conmensurable con el daño hecho a Galileo y a la ciencia moderna, por su
conducta represiva y autoritaria hacia el gran físico, matemático y astrónomo,
aunque casi todo el mundo fue convencido de que, efectivamente, lo había hecho.
3. Galileo no fue rehabilitado, ni invalidada
su condena, aunque
gracias a la astucia de la Iglesia y a la falta de sentido crítico de la
mayoría de la prensa, en especial del mundo católico, se nos hizo creer que así
había sido.
4. Todo lo que la Iglesia llegó a conceder en
esta oportunidad fue un cualificado reconocimiento formal de error,
consistente en declarar que los jueces de la Inquisición se equivocaron en
1633, al no haber sabido distinguir entre los dogmas de la fe y las
afirmaciones de la cosmología geocéntrica.
Para la
Iglesia el caso Galileo estaba definitivamente cerrado.
En términos
reales la comisión no llegó a responder derechamente a ninguna de las tres
preguntas que se había planteado al inicio del Informe, porque en vez de
explicarnos ¿qué ocurrió?, no hizo
más que repetir las viejas y gastadas
justificaciones de la Iglesia. Tampoco nos entrega el Informe ninguna
información específica acerca de ¿cómo
ocurrió? que Galileo llegó a ser condenado en 1633, porque éste no contiene
la menor referencia a hechos o documentos (antiguos o nuevos) referentes al proceso
mismo. En cuanto a ¿por qué ocurrió?,
el Informe no aporta, aparte de la “teoría de rehabilitación implícita”, nada
que no hubiera sido dicho, o escrito, antes por Bellarmino, o por algún otro
defensor de la posición de la Iglesia.
Ahora, si
se las mide a partir de los objetivos
establecidos por la propia Comision al inicio del Informe, las
conclusiones a las que llegó no muestran que la Iglesia haya profundizado, en
modo alguno, el examen de caso Galileo, ni aportado nada nuevo sobre éste. El
grueso del Informe está dedicado, simplemente, a defender mediante diversos
argumentos la corrección y la justicia del comportamiento de la Iglesia hacia
el científico toscano, a lo largo de tres siglos y medio.
En cuanto a
haber satisfecho las expectativas del mundo de la ciencia y la cultura, es manifiesto que la Iglesia ha defraudado profundamente
a aquellos que (en las palabras de Giorgio de Santillana) , “esperaban un verdadero cierre y reconciliación, que se
declarara inválido el proceso y que se rehabilitara a Galileo” (18). Pues aquí no hubo ni un verdadero cierre del
caso, ni una verdadera reconciliación entre la Iglesia y la ciencia,
simplemente porque no puede haberla mientras no se invalide la sentencia de
1633 ni se rehabilite efectivamente al científico toscano.
Todo lo que
aquí hubo no fue otra cosa que una campaña publicitaria, astutamente orquestada
desde El Vaticano, cuyo propósito manifiesto era hacer aparecer a la Iglesia
Católica como habiendo resuelto, por fin, su unfinished business con Galileo y la ciencia moderna, cuando, en
realidad, esta institución, en su conservatismo(*), sigue siendo incapaz de
hacer una autocrítica profunda y
efectiva de sus errores y excesos autoritarios del pasado, tal que le permita
redefinir hoy su posición ante la ciencia y la libre investigación de la
verdad.
DdA, IX/2352
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