
Lazarillo
Aunque con un poco de retraso, porque este Lazarillo no acostumbra a leer El País más que de vez en cuando, no me resisto a insertar en este modesto DdA el magnífico artículo que Luz Sánchez Mellado publicó el pasado martes en el citado periódico. Quienes hayan conocido a José Luis Sampedro, aunque solo fuera -como en mi caso- con motivo de alguna dilatada y grata entrevista profesional hace bastantes años, es muy probable que estén de acuerdo conmigo en afirmar que la memoria y afecto de Luz Sánchez Mellado nos han dejado en este texto el más luminoso retrato del fallecido escritor y humanista, cuya añoranza se hará notar entre quienes le admiraremos siempre*:
"José Luis Sampedro ha logrado la que fue, quizá, su mayor ambición en
los últimos años de su vida: “Morir dulcemente, como muere un río en el
mar”. Hace dos años, ya notaba en sus labios resecos el saborcillo acre
de la sal. No le amargaba esa certeza. No tenía miedo, en absoluto.
Tampoco prisa ninguna. Se dejaba morir día a día viviendo intensamente
su último amor con su esposa, la filósofa Olga Lucas, 30 años más joven.
Disfrutando como un chiquillo de su idilio con los jóvenes a los que
animó a rebelarse. Y sufriendo en privado las servidumbres de su vejez
con un estoicismo y un humor a prueba de sus más íntimas calamidades.
“Míreme usted: estoy hecho un despojo”, bromeaba a medias, “pero
mientras me rija la cabeza y pueda ir al baño solo, aquí estoy, tan
campante”.
Cierto era. Nunca he visto a nadie más frágil ni más fuerte. Las
cataratas que nublaban sus ojos no le cegaban al sufrimiento ajeno. La
sordera no le impedía oír el pulso de la calle y los aldabonazos de su
conciencia. Su declive físico no era óbice para amar la vida como un
adolescente. Ese amor, esa alegría y esa compasión por el prójimo que le
acompañaron durante toda su vida, no le habrán abandonado, seguro,
hasta su último aliento. “¿Por qué voy a estar triste, si estamos
rodeados de milagros?”, contestó a la estúpida pregunta de si no le daba
pena la partida. “Piense en un huevo. Un gran invento sin técnica, sin
científicos, sin nada. El huevo es una maravilla”. A ver quién era el
guapo que le llevaba la contraria.
Nos recibió en su apartamento alquilado frente a la playa de Mijas,
en la costa de Málaga. El mar y la luz se colaban hasta la cocina.
Estaba escribiendo algo, a mano, el folio sobre una tabilla, de espaldas
frente a la ventana y, al levantarse, se alzó ante nosotros un gigante
místico. Una calavera animada por el aura de sus cuatro pelos blancos y
el fulgor de sus ojos azulísimos. Puro hueso y espíritu. Pero espíritu
enamorado. Fue lo primero que quiso decir. Pregonar su devoción a su
esposa —“mis ojos, mis oídos, mis manos. Por ella vivo; sin ella,
estaría muerto”—, con la que acababa de escribir Cuarteto para un solista (Plaza y Janés, 2011), una especie de testamento de su visión del mundo, del hombre y de la vida.
Luego nos embarcamos en una conversación río. Se le preguntara lo que
se le preguntase, volvía por meandros inverosímiles a la esencia de su
pensamiento. Somos naturaleza. Estamos jugando con fuego. Poner al
dinero como bien supremo nos conduce a la catástrofe. Entre su sordera y
su verborrea y mi torpeza y mis nervios, creí, ilusa y soberbia, que
tendríamos que repetir el encuentro para poder entender aquel torrente.
Cuánta ignorancia. Al oír la grabación, ahí estaba todo. Todo Sampedro.
Un tesoro sencillo, compacto, brillante sin estridencias, como el acero
viejo.
Al despedirnos, en el rellano de su puerta bautizado por él como
“calle de la República”, escogió, entre todos, el ascensor como el mejor
invento del siglo XX. Y del XXI. Quizá porque las escaleras de su casa
le impedían bajar más a menudo de lo que quería a la arena de la playa
que veía desde su ventana. Se conformaba, decía, con ver a los gorriones
picar las migas del chiringuito. Así se consideraba. Un ave de paso. Un
río que siempre es el mismo y siempre es distinto. Su única ambición,
nos dijo, era morirse sin molestar a nadie. Así ha sido. Nos enteramos
ayer de su muerte cuando Sampedro ya era polvo. Pero polvo enamorado".
*José Luis Sampedro falleció hacia las 1.30 horas de la madrugada del lunes pasado en su casa de la calle de Cea Bermúdez de Madrid a los 96 años de edad y estaba "sereno y tranquilo" porque "no tenía miedo a la muerte", según ha relatado a Europa Press su viuda, Olga Lucas. "Nos dijo que quería beberse un Campari, así que le hicimos un granizado de Campari. Me miró y me dijo: 'Ahora empiezo a sentirme mejor. Muchas gracias a todos'. Se durmió y al cabo de un rato murió", ha relatado su viuda.
*José Luis Sampedro falleció hacia las 1.30 horas de la madrugada del lunes pasado en su casa de la calle de Cea Bermúdez de Madrid a los 96 años de edad y estaba "sereno y tranquilo" porque "no tenía miedo a la muerte", según ha relatado a Europa Press su viuda, Olga Lucas. "Nos dijo que quería beberse un Campari, así que le hicimos un granizado de Campari. Me miró y me dijo: 'Ahora empiezo a sentirme mejor. Muchas gracias a todos'. Se durmió y al cabo de un rato murió", ha relatado su viuda.
DdA, IX/2356
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