A la memoria de Albert Huybrechts
Verónica Rocasé
Cuando somos jóvenes y vitales, rara vez nos
detenemos a reflexionar sobre las consecuencias de envejecer. No sopesamos el
costo emocional y económico que esto conllevará. Acumular años en la piel, con
problemas de salud y sin familia que cuide de uno, puede transformarse en una
pesadilla.
En Europa, miles de ancianos
enfrentan la penosa realidad de ingresar en casas de reposo o en instituciones
sanitarias. El costo es oneroso, variando en función de los servicios a recibir
y de los metros cuadrados que pueden pagar. En Bélgica, por ejemplo, una
habitación cuesta entre 50 y 75 euros diarios, y no incluye medicamentos, ni
visitas médicas.
Para afrontar este gasto de
subsistencia que supera los 1.500 euros mensuales, recurren a sus ahorros, a la
venta de su casa o a la ayuda financiera de sus hijos. Si aún así no les alcanza,
el estado subsidia el déficit o la carencia total y los ubica en residencias
públicas de menor coste social.
La nueva vida de los ancianos
A partir de ese momento, deben
adaptarse a un espacio vital más pequeño y a convivir con gente desconocida. Tienen
que abandonar sus rituales, someterse a horarios impuestos por terceras
personas y a escoger entre alimentos que no siempre son de su agrado. Las
enfermeras y los auxiliares que los atienden, en general, no cuentan con el
tiempo suficiente para oírlos o ayudarlos en el momento preciso. La sobrecarga
de trabajo (por falta de personal) les impide brindar mejores cuidados.
Llegar a viejos sin salud es volverse
un poco niños otra vez. No es fácil aceptar la dependencia de los demás,
incluso para hacer las tareas más básicas. El anciano o la anciana, inicia una
readaptación que desgasta aún más su poca energía. Si a ello se agrega la
pérdida del cónyuge, el sufrimiento se hace mayor y la depresión golpea la
puerta de su corazón. Entonces, la vida, para ellos, comienza a carecer de
sentido y se dejan apagar por la tristeza y por el desamparo. No obstante, una
sonrisa, un golpecito en el hombro, una mirada de afecto o un apretón de manos,
consiguen milagros. Lo sé por experiencia y me emociona comprobar que es
posible romper con esa dicotomía vendedor-cliente, que tanto me exaspera.
La tradición familiar se mantiene
En América Latina, en África y
en Asia, por fortuna, se mantiene la tradición y nuestros abuelos –en su gran
mayoría– aún pueden gozar de las atenciones de la familia y, sobre todo, del
entorno de sus enseres cotidianos, del aroma de sus jardines o del ruido de la
calle. El amor y la dedicación prodigados por sus cercanos son medicinas del
alma que ayudan (a mi juicio) a sanar las heridas que el tiempo ha causado en
el cuerpo.
He querido hacer esta nota desde
la imparcialidad, pero me resulta complicado. Me es imposible no tomar partido
por los viejos, por sus penas, por sus achaques, por esa su angustia de verse
obligados a dejar aquello por lo que tanto trabajaron. Me parece injusto, doloroso
que un hogar y una historia de esfuerzo, se reduzca a un armario, a una cama, a
una mesa, y a un cuarto de baño. Para estos viejitos,
la idea de terminar sus días rodeado de sus seres queridos y de sus objetos más
preciados, fue sólo un sueño.
DdA, IX/2334
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