Lazarillo
Estoy a punto de terminar la lectura del último libro de Manuel Vicent, del que espero hablar en un próximo artículo. De momento, a falta de un par de capítulos, lo recomiendo sin ninguna duda. Se titula El azar de la mujer rubia, lo edita Alfaguara, y solo lamento que el escritor valenciano se haya quedado corto en la extensión. Tengo la sensación de que esa crónica política de los últimos cuarenta años, entre la realidad y la ficción, se me va a quedar un poco corta, como si el autor hubiera desaprovechado las posibilidades del relato en aras de una pronta salida de libro a la calle. Hoy solo quiero resaltar, de momento, el magnífico artículo que Vicent firma este domingo en la última página del diario El País, al que solo le falta la cita de aquel grito del general franquista Millán-Astray contra Miguel de Unamuno (¡Muera la inteligencia!), el 12 de octubre de 1936 en la Universidad de Salamanca, para dar más relieve a las razones y valor de la denuncia:
"El cerebro es, sin duda, la principal fuente de riqueza, la
única energía realmente sostenible, renovable e inagotable. España se ha
permitido el lujo de tirar cerebros a la basura durante siglos, lo que
equivale a un crimen histórico contra la inteligencia, el mismo delito
que se comete hoy cuando se recorta el presupuesto de educación.
Recuerdo a algunos compañeros de escuela en el pueblo, cuyo talento fue
desperdiciado por la pobreza y la incuria de la posguerra. Eran
inteligentes, despiertos, ávidos por aprender. Pudieron haber sido
ingenieros, médicos, científicos. A varias generaciones de niños como
aquellos con los que yo jugaba en el recreo, la España negra solo les
dejó las manos para trabajar. En pleno franquismo tres millones tuvieron
que irse de peones a Europa. Sucedió lo mismo cuando en plena fiebre
del ladrillo España se vio inundada por oleadas de inmigrantes. Nuestro
territorio se hallaba situado en el lugar geográfico ideal: a solo 11
kilómetros de África, con la ventaja del mismo idioma para los
latinoamericanos y un sol de invierno radiante contra el frío de los
países del Este y encima en este caso tampoco se requería ninguna
preparación, ninguna ciencia, solo las manos para subir al andamio,
servir copas, recoger fruta y limpiar retretes. El desprecio de nuestro
país por la inteligencia ha producido varias diásporas. En el siglo XV
los cristianos expulsaron a los judíos; la Inquisición llevó a la
hoguera o metió en las mazmorras a quienes se atrevían a investigar. Los
sucesivos espadones del siglo XIX llenaron Francia e Inglaterra de
liberales españoles que huyeron para salvar el pellejo, entre ellos Goya
y Blanco White, pero eso no fue nada si se compara con el medio millón
de republicanos que fueron brutalmente condenados al exilio al final de
la Guerra Civil junto con nuestros mejores intelectuales, escritores y
científicos. Ahora llega la última diáspora. La desidia y el desprecio
por la inteligencia están produciendo una fuga de cerebros. Jóvenes
científicos, biólogos, ingenieros, tenazmente preparados aquí, cuya
energía intelectual es la única fuerza genuina para salir de la crisis,
se van fuera a dar sus frutos. La maldición de siempre".
DdA, IX/2.287
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