Antonio Aramayona
La reforma de la
enseñanza (me niego a llamar educación a semejante bodrio) del ministro Wert
parece una caja inagotable (¿o es la caja de Pandora rediviva?) de sorpresas:
ahora sale con que la calidad educativa se logra poniendo a competir a los
centros de enseñanza, al alumnado y a todos los dioses del Olimpo. ¡Viva la
competición! Lo importante no es formar ni formarse, sino ganar. Si la ganancia
es finalmente una ganancia real o una pérdida soberana de tiempo, esfuerzos y
personas ya es otro cantar.
¿Quieres
mejorar? Compite. ¿Quieres ocupar un buen puesto en el ranking de centros y
obtener como recompensa más dinero y más recursos? Compite. Simplemente, hay
que ser demócratas de toda la vida: deja que los padres y las madres puedan
elegir el colegio que deseen para su hijo/a, examina qué resultados obtiene
cada colegio y deja que el dios mercado coloque después a cada uno en su sitio.
Antes, las cosas estaban claras: clase alta, clase media y clase baja. Ahora,
unos mequetrefes no solo hablan de ciudadanía y de clase trabajadora, sino que
pretenden imponer esa memez de que todos somos iguales, incluso en los centros
educativos. Antes había colegios y escuelas. Punto. A los colegios iban los
listos. A las escuelas iban los tontos. Ahora, todo debe retornar a su cauce
primigenio: el mercado hará que el alumnado “excelente” vaya a centros que
operan de forma “excelente”. Y el resto irá a los centros del montón. Solo es
cuestión de dejar hacer a la mano invisible del mercado.
Hasta ahora, el
éxito definitivo tras doce años escolares consistía en obtener una nota alta en
Selectividad. Entretanto, había que ir sorteando cada año exámenes,
calificaciones y evaluaciones para ir promocionando de curso en curso. Como
todo ello quizá le parecía poco, Wert ha añadido evaluaciones externas en todas
las etapas, (Reválidas en la ESO
y el Bachillerato), con lo que quizá pretenda salir airoso en el próximo Informe de la diosa Pisa y
solucionar de paso el abandono escolar (26,5%, casi el doble de la media
europea). En resumidas cuentas, Finlandia y Corea del Sur han de ser nuestro
paradigma: hay que colocar a los “excelentes” en coles excelentes; los demás, a
la FP y a la
escuela, que el país siempre necesitará mano de obra –barata y precaria-.
Lo he repetido muchas veces durante muchos años, pero Wert parece
desconocerlo o le trae sin cuidado: a mediados de los 70 en España un 10% de
niños de 6 a
11 años estaban aún por escolarizar, solo el 65% del alumnado de 12-14 años iba
a la escuela, y casi dos tercios de la franja 15-16 años no seguían estudios
secundarios postobligatorios. Por si fuera poco, en 1980 la cuarta parte de la
población mayor de 16 años era analfabeta funcional o carecía de estudios. Por
mucho que se empeñe el PP y Wert es un desvarío plantear la educación española
en términos solo de competitividad, excelencia y mercado. Es sobre todo una
irresponsabilidad indigna de un ministro de Educación, Cultura y Deporte.
Sin embargo, a Wert le da igual: según su proyecto, hay que publicar
convenientemente los resultados de las evaluaciones del alumnado y de los
centros, hay que poner a los centros mismos en un ranking de buenos, mediocres y malos centros. Lo dice la secretaria
de Estado de Educación, Montserrat Gomendio: “Este sistema se va a basar en la
evidencia de las evaluaciones y de la rendición de cuentas”. OK, acudamos,
pues, al diccionario de la RAE:
“Evidencia: Certeza clara y manifiesta de la que no se puede
dudar”. Los alumnos excelentes a colegios excelentes con recursos y “fondos
extra” excelentes. ¿Evidente, no? ¿Alguien lo pone en duda?
Wert construye un gigantesco castillo de naipes sustentado
sobre la calculada anfibología de algunos conceptos y algunas palabras, a
continuación en cursiva: la diferenciación
de los centros se efectúa a través de planes de calidad conducentes a la especialización
en algún ámbito del currículo, la excelencia, la mejora del rendimiento,
la rendición de cuentas, libertad de las familias de elección de centro, etc.
He pasado buena parte de mi vida profesional intentando educar y hacer
pensar mediante la enseñanza de la
Filosofía y la Ética en cinco Institutos de Madrid y cuatro
de Zaragoza. En ellos he podido comprobar que a quienes más hablan de “nivel
alto” menos les interesa detenerse a pensar por qué una parte considerable del
alumnado suspende, repite o abandona; he comprobado también que el alumnado
aprende mucho y bien si está compartido desde el aprecio, la pasión por lo que
se enseña y la realidad del aula, y no la irrealidad de los programas y los
currículos. He visto cómo renacían al llegar a un “instituto de barrio” alumnos
rebotados y maltrechos provenientes de un colegio concertado y/o presuntamente
“excelente”. He tenido el privilegio y el honor también de impartir durante
tres años el área de Sociolingüística al alumnado de Diversificación
(supuestamente, no capaces de obtener el Graduado por “vía ordinaria”). Pocas
veces me he sentido tan gratificado personal y profesionalmente como durante
esos tres años. El alumnado era excelente.
La educación no es una mercancía, sino un trozo de vida para
enseñar y aprender a vivir. No es un negocio, sino un portentoso proceso de
crecimiento de la inteligencia emocional. No tiene nada que ver con ningún
mercado, sino con cada una de las jornadas de ese espacio de vida tan complejo
y magnífico que es la niñez y la juventud.
Quien la evalúe según los criterios de mercado, creará básicamente la
indiferencia de la inmensa mayoría del alumnado y un magma de desigualdades sin
criterio.
+@Ley Wert: regreso al pasado
+@Ley Wert: regreso al pasado
DdA, IX/2.248
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