Luis Arias
«Felipe González ni siquiera posaba, sino que se dejaba coger con la barba de tres días, la camisa de cuadros arrugada, la melena moderna, pero no desaseada, y cierta pinta de chico que ha encontrado su primer empleo, su primer trabajo en un taller, y estaba aprendiendo el oficio con aprovechamiento. Había millones de Felipes en España. Cómo no le iban a votar. Se votaron a sí mismos». (Francisco Umbral).
¿Cómo transcurrieron aquellos días entre el 28 de
octubre y el 2 de diciembre del 82, es decir, desde el irrepetible triunfo
electoral de Felipe González hasta su proclamación como presidente de Gobierno?
¿Quién podía sospechar, más allá de su círculo más próximo, que el candidato
que había estado acompañado en la campaña electoral de los Discursos de Azaña
tuviese como uno de sus grandes empeños no parecerse al político e intelectual
republicano al que tantas muestras de admiración le había dedicado
públicamente? ¡Cuánto mejor hubiera sido que no quisiera parecerse a Lerroux!
Así lo cuenta Pilar Cernuda en su libro dedicado al político andaluz:
«A los pocos días de ganar las elecciones, Felipe
González descolgó el teléfono para llamar a Barrionuevo. Quería que se hiciera
cargo del Ministerio del Interior. ... En esa primera entrevista Felipe
González se refirió varias veces a Manuel Azaña, que pudo haber sido un gran
presidente de la República
y quizás evitar la Guerra
Civil, si hubiera sido capaz de mantener y garantizar el
orden público. ... Azaña, en esas semanas en las que Felipe González había
ganado ya las elecciones, pero todavía no era presidente del Gobierno, fue un
punto constante de referencia en sus conversaciones, como ejemplo que no había
que seguir, a pesar de su admiración por el político republicano».
De esa admiración por Azaña también se hizo eco
el periodista José Luis Martín Prieto que ofició de cronista de la campaña de
González en el 82: «Busca su inspiración [González] en los Discursos en Campo
Abierto de don Manuel Azaña. No tanto en sus contenidos -intransferible- como
en el pulso moral y en las reclamaciones éticas. Y acaso también en ese punto
de indignación contenida en el que el candidato encuentra sus mejores recursos
oratorios». Ítem más: Don Juan Marichal, el gran biógrafo de Azaña, publicó un
artículo en el diario «El País» pocos días antes de aquellas elecciones de
octubre del 82 planteando que el republicanismo debería votar a González,
puesto que el PSOE de entonces atesoraba ese legado.
En lo que González no pensó, a propósito de
Azaña, fue en una de las sentencias más lapidarias que escribió don Manuel: «Lo
más difícil de administrar es una victoria política». Y es que, más allá de las
nostalgias ante el paso del tiempo, que propenden a idealizar, lo que toca
preguntarse en el caso que nos ocupa es en qué medida respondió González a las
expectativas que había generado. Así, el periodista Tom Burns Marañón, nieto
del ilustre doctor, escribió en su libro Conversaciones sobre el socialismo: «A
un Gobierno encabezado por Felipe González se le exigía un proyecto
regeneracionista basado en la conciencia cívica, la transparencia democrática,
el imperio de la ley y la dignidad de lo público. Este proyecto no se
materializó nunca. Al socialismo en el poder se le exigía el ser ejemplarizante
y educador en el sentido más amplio del tema. No lo fue». Víctor Márquez
Reviriego había publicado un libro de conversaciones con González donde lo que
se remarcaba, nada menos que en el subtítulo, que Felipe representaba «un estilo
ético».
La
España del 82, que aún no había ahuyentado el fantasma de un
golpismo que estaba demasiado cerca en el tiempo, ansiaba el cambio promovido y
proclamado por González, un cambio que dejase atrás la ignorancia, el
caciquismo, la falta de libertades, el aislamiento de Europa, un cambio que
pusiese a este país a la altura de los tiempos. Sin embargo, las rebajas en las
expectativas no tardaron en llegar. De entrada, nunca mejor dicho, dos grandes
incumplimientos: la promesa de la creación de 800.000 puestos de trabajo, así
como el ingreso en la OTAN
tras haber anunciado lo contrario. Lo primero, incluso tomado como un error de
cálculo, fue una equivocación irresponsable. Y, en cuanto a lo segundo, el
busilis no era tanto entrar o no en la Alianza Atlántica,
como la falta de valentía y rigor para explicar aquel bandazo. Frente a ello,
estuvo la expropiación de Rumasa, que hizo pensar en unos criterios de
izquierda, si bien, a la hora de reprivatizar el holding, se vio que la cosa no
iba ni mucho menos por ahí.
Toca valorar en este 30 aniversario de la
asunción del poder por parte de González lo que dio de sí aquel primer Gobierno
que contó con el mayor entusiasmo social de todos cuantos se han constituido
desde la transición política a esta parte. Y, más allá de los incumplimientos
puntuales, tengo para mí que la clave para interpretar lo que supuso aquel
primer Gobierno de González radica en que, por primera vez tras la muerte de
Franco, el PSOE contaba con el respaldo para llevar a cabo la ruptura
democrática de la que había venido hablando la oposición al franquismo. Y esa
ruptura no se llevó a cabo en asuntos tan básicos para la izquierda como la
enseñanza, la política económica, la relación con la Iglesia, etc. El paso
siguiente sería la deriva desde al abrazo aristocrático y el enriquecimiento
rápido hasta los bochornosos episodios de corrupción y el terrorismo de Estado.
Hieles de las muchas decepciones. Mieles de un
momento de entusiasmo en el que se creía que lo deseable era posible. Como escribió
Lluís Llach en una memorable canción, se abarataron los sueños. Y el PSOE se
fue convirtiendo -mutatis mutandis- en una especie de partido sagastino y
dinástico, muy alejado de lo que significó en otras épocas. Y, en efecto, quedó
demostrado lo difícil que es administrar una victoria política.
DdA, IX/2.255
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