sábado, 3 de noviembre de 2012

LA REVOLUCIÓN (O NO)*



Adolfo Muñoz

Tenemos coches, ordenadores, televisiones, teléfonos, casas con las paredes rectas y los suelos limpios; y tal vez nos parece que todo esto nos diferencia de nuestros antepasados, aquellos que hace un siglo tramaban revoluciones. Sí, tenemos cosas que ellos no tenían, pero no por ello nuestra vida es más fácil que la de ellos. También ellos tenían cosas que no tenemos nosotros. Pobres como eran, podemos estar seguros de que no alcanzaban nuestros niveles de malestar. Incluso cuando estábamos bien, hace cinco años, nos pasábamos el día gruñendo, y lo que nos había metido el gruñido en el cuerpo eran algunos de esos lujos que tenemos: radio y televisión, principalmente. Nuestro nivel de frustración ya era altísimo cuando nos creíamos ricos; no digamos hoy, y menos mañana.

Un hombre se suicida cuando van a desahuciarlo. Quedar en la calle es terrible, pero lo es mucho más si le han enseñado a uno varias cosas básicas: 1) que la felicidad está en adquirir cosas; 2) que el triunfo personal se mide por el dinero del que uno dispone; 3) que hay miles de inútiles que nunca han trabajado ni hecho nada por los demás, pero que ganan en un minuto lo que él necesitaría para pagar su piso entero.

Parece llegado el momento de la revolución y, sin embargo, no la vamos a ver. Primero y principal, porque ya no creemos en nada. No creemos en los políticos, no creemos en Dios, no creemos en la patria, y ni siquiera creemos en la revolución. 

Quizá hacemos bien, pues los intentos revolucionarios tendrían una posibilidad ínfima de triunfar. Nuestros opresores tienen armas suficientes para destruir el planeta entero varios cientos de veces; no digamos ya para reprimir revoluciones: para eso les basta con armas de juguete, tales como pelotas de goma o gases lacrimógenos. O, como mucho, les bastará con poner en marcha una represión en toda regla, tipo Operación Cóndor, cosa probable si las cosas siguen como van (¿a qué se refería nuestro Gobierno, si no, cuando advirtió que disponían de una lista de mil nombres de personas que acudían a todas las manifestaciones?).

A la larga, Marx ha funcionado como vacuna. La culpa del fracaso de las revoluciones del siglo XX no la tuvo él. Pero el caso es que las revoluciones sirvieron para que el capital se pusiera a la defensiva. Plantaron cara a la revolución y terminaron ganando una guerra que durante los primeros decenios del siglo XX creían perdida. 

Sin embargo, es muy posible que al capitalismo no tenga que matarlo ninguna revolución, porque se muera solo. El capitalismo ha cortado toda posibilidad de autorregulación, pues ha liquidado el poder y ha liquidado la moral, sin la cual el poder no es posible. Por haber convertido a cualquier político en un siervo, el capitalismo, imparable, ingobernable, terminará reventando. El estallido no será algo agradable de presenciar, pero tras él habrá otra cosa.  

*Artículo 20º de El instante: reflexiones sobre la crisis


DdA, IX/2.222

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