Adolfo Muñoz
Tenemos coches, ordenadores, televisiones, teléfonos, casas con las paredes rectas y los suelos limpios; y tal vez nos parece que todo esto nos diferencia de nuestros antepasados, aquellos que hace un siglo tramaban revoluciones. Sí, tenemos cosas que ellos no tenían, pero no por ello nuestra vida es más fácil que la de ellos. También ellos tenían cosas que no tenemos nosotros. Pobres como eran, podemos estar seguros de que no alcanzaban nuestros niveles de malestar. Incluso cuando estábamos bien, hace cinco años, nos pasábamos el día gruñendo, y lo que nos había metido el gruñido en el cuerpo eran algunos de esos lujos que tenemos: radio y televisión, principalmente. Nuestro nivel de frustración ya era altísimo cuando nos creíamos ricos; no digamos hoy, y menos mañana.
Un hombre se suicida cuando van a desahuciarlo.
Quedar en la calle es terrible, pero lo es mucho más si le han enseñado a uno
varias cosas básicas: 1) que la felicidad está en adquirir cosas; 2) que el
triunfo personal se mide por el dinero del que uno dispone; 3) que hay miles de
inútiles que nunca han trabajado ni hecho nada por los demás, pero que ganan en
un minuto lo que él necesitaría para pagar su piso entero.
Parece llegado el momento de la revolución y, sin embargo, no la vamos a ver. Primero y principal, porque ya no creemos en nada. No creemos en los políticos, no creemos en Dios, no creemos en la patria, y ni siquiera creemos en la revolución.
Quizá hacemos bien, pues los intentos revolucionarios
tendrían una posibilidad ínfima de triunfar. Nuestros opresores tienen armas
suficientes para destruir el planeta entero varios cientos de veces; no digamos
ya para reprimir revoluciones: para eso les basta con armas de juguete, tales
como pelotas de goma o gases lacrimógenos. O, como mucho, les bastará con poner
en marcha una represión en toda regla, tipo Operación Cóndor, cosa probable si
las cosas siguen como van (¿a qué se refería nuestro Gobierno, si no, cuando
advirtió que disponían de una lista de mil nombres de personas que acudían a
todas las manifestaciones?).
A la larga, Marx ha funcionado como vacuna. La
culpa del fracaso de las revoluciones del siglo XX no la tuvo él. Pero el caso
es que las revoluciones sirvieron para que el capital se pusiera a la
defensiva. Plantaron cara a la revolución y terminaron ganando una guerra que
durante los primeros decenios del siglo XX creían perdida.
Sin embargo, es muy posible que al capitalismo no
tenga que matarlo ninguna revolución, porque se muera solo. El capitalismo ha
cortado toda posibilidad de autorregulación, pues ha liquidado el poder y ha
liquidado la moral, sin la cual el poder no es posible. Por haber convertido a
cualquier político en un siervo, el capitalismo, imparable, ingobernable,
terminará reventando. El estallido no será algo agradable de presenciar, pero
tras él habrá otra cosa.
*Artículo 20º de El instante: reflexiones
sobre la crisis
DdA, IX/2.222
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