jueves, 13 de septiembre de 2012

MONSTRUOS: EL CASO JOSÉ BRETÓN



Camilo José Cela Conde


Pocos dudan en el reino de España de que José Bretón secuestró a sus hijos, los mató y consiguió de forma premeditada y eficaz hacer que desapareciesen (casi) hasta sus huesos. La noticia de que el supuesto asesino emprendía una huelga de hambre -ya abandonada- recibió en las ediciones digitales de los periódicos comentarios que coincidían como raras veces lo han hecho: ¿huelga? Que la lleve hasta el final. Que se muera de hambre y las autoridades responsables de los presos le dejen desatendido. Bretón está juzgado ya, e incluso condenado a muerte, en el ánimo de quienes así se manifiestan. Y sin embargo...

Condenar a los culpables notorios sin necesidad de juicio aliviaría, qué duda cabe, el mecanismo colapsado de la Justicia. Ejecutarlos supondría un ahorro considerable en tiempos en los que peligran hasta las pensiones que vamos pagando año tras año y puede que no nos devuelvan jamás. ¿Qué necesidad hay, entonces, de perder el tiempo y los dineros en procedimientos engorrosos que de vez en cuando -más a menudo de lo que impondría el azar- dejan en libertad a los monstruos por un tecnicismo?

Pues bien; la necesidad, existe. Volvamos a caso de Bretón. Supongamos que los policías, los fiscales y los jueces hubiesen dado por buena la prueba forense que decidió que los huesos de la hoguera de marras eran de un animal. La justicia automática y sin remilgos habría llevado a dejar libre al hoy sospechoso y centrar las iras y el ansia de venganza en una persona distinta. La única garantía que existe para evitar la fatalidad de los errores -que se cometen, y mucho, tanto en éste como en cualquier otro episodio- es la necesidad legal de llevar el juicio hasta sus últimos términos respetando la presunción de inocencia. Que ésta sea una especie de broma en asuntos como el que nos ocupa supone algo muy distinto, algo que pertenece a las cuestiones de procedimiento cuando el reo está más que condenado en el sentir público compartido. Pero, aun siendo así, se trata de lo único que tenemos en el terreno penal para defendernos de los monstruos: demostrar que lo son más allá de cualquier duda razonable.

Al margen de los trastornos de la personalidad que pueda sufrir quien mata y quema a sus hijos-si es que los mató y los quemó-, más allá de las circunstancias que convierten el asesinato en locura, se encuentran las garantías colectivas, la muralla que separa a la civilización de la barbarie. Países hay en los que, ante lo sucedido con Ruth y José, igual lapidaban a la madre de los niños ante el beneplácito y la satisfacción popular. En cierto modo, todos podemos llegar a ser monstruos; resulta preciso distinguir entre los diversos tonos de grises para que el deseo de justicia sirva de algo. Otra cosa es que alguien pueda matar a sus hijos y le espere, si resulta condenado, una cárcel comparable a la que castiga delitos de menor enjundia. Las garantías procesales son compatibles con un rigor adecuado de las penas. Que ya va siendo hora de que se dé.

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