Jonathan Blitzer
El 15 de mayo de 2011, conocido desde entonces como 15-M, decenas de miles de jóvenes españoles se echaron a la calle. El paro había alcanzado el 21 por ciento a nivel nacional —el 43 por ciento entre jóvenes de 16 a 24 años— y el gobierno del presidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero preparaba nuevos recortes, sin prestar demasiada atención a los 5 millones de parados del país. Una semana antes de las elecciones autonómicas, y durante casi un mes desde entonces, la Puerta del Sol de Madrid se convirtió en el eje de las manifestaciones de toda España. Decenas de pancartas fueron colgadas a lo largo de un deteriorado edificio en obras en el extremo este de la plaza, del que hacía poco se había retirado una emblemática valla publicitaria con el alegre emblema con sombrero del famoso jerez español Tío Pepe, para hacer sitio a una tienda de Apple.
Los manifestantes se subían a la bóveda de cristal de la estación de metro para lanzar sus consignas contra la corrupción y la ineptitud de los políticos. “No nos representan” era uno de los lemas, y las palabras resonaban con una vibración casi festiva. Algunos jóvenes, ataviados con esmoquin y sombreros de copa, parodiaban a los peces gordos de los bancos, arrojando billetes de Monopoly a la multitud mientras mordisqueaban puros apagados. Atraídas por el espectáculo del jovial compromiso cívico acudieron familias enteras; los padres animaban con orgullo a sus hijos para que aplaudieran. Un manifestante llevaba una pancarta que decía: “Estoy harto y quiero discutir lo que sea”. La gente se despegaba de la multitud y se acercaba decididamente a él, envalentonada por su invitación al debate.
Las protestas del 15-M, repetidas en junio y en octubre, con un efecto más dramático, no consiguieron que los políticos reconsideraran la decisión de aplicar medidas de austeridad. Sin embargo las concentraciones ayudaron a aclarar las cosas, y sirvieron de inspiración a manifestantes en España y en el extranjero, incluido el movimiento Occupy Wall Street. Un movimiento masivo llamado Democracia Real Ya se había materializado aparentemente desde el éter, atizado través de Facebook al estilo de las revueltas árabes. Hasta entonces, la generación “perdida” o “defraudada”, como se la conoce, había existido en la imaginación pública como un mero conjunto de estadísticas de desempleo. Ahora, las caras y las voces se unían ellas mismas a las cifras. La mayoría de los autoproclamados indignados tiene entre 19 y 30 años, y recibe el apodo de ni-nis: ni trabajan ni estudian. Sin representación sindical, y escépticos en cuanto al voto, viven al margen del frágil y encogido pacto social.
En teoría, tampoco cuentan como lectores de periódico. La mayoría de los indignados ha crecido en la era digital rodeada de los lamentos de sus mayores respecto a la muerte de los periódicos y la decadencia de la cultura del papel. Pero era habitual ver, además de smartphones, periódicos arrugados entre las multitudes que atravesaban la capital. Eran sobre todo páginas de El País, el primer periódico de España y diario de referencia. El periódico lleva existiendo los mismos años que la joven democracia española. Lanzado dos años antes de que la España post-Franco tuviera siquiera una constitución, cumplió 35 años en mayo. En su primera época, El País desempeñó un papel insólito para sus homólogos internacionales: era el cuarto poder de una democracia aún inexistente. Tras la muerte de Franco en 1975, y con escasas perspectivas de unidad política estable, el periódico ejerció el tipo de autoridad que la joven clase política no tenía la experiencia o la capacidad de imponer. En su primer número aparecía un editorial de portada que pedía la sustitución de un gobierno reformista de carácter interino por otro de nueva planta que tuviera “credibilidad ante los ciudadanos”. Con el tiempo, El País se convirtió en sinónimo de la consolidación de una joven democracia. En una encuesta de 1995, el 82 por ciento de los españoles consideraba que la prensa había desempeñado un papel fundamental en la democratización, más relevante aún que la de cualquier figura política, a excepción de Adolfo Suárez, el primer presidente elegido democráticamente para suceder al difunto dictador. Una muestra de su influencia es que, en aquellos años, la palabra “prensa” solo podía significar El País.
En pleno apogeo de la Transición, los españoles solían mostrar su sofisticación exhibiendo su vinculación a El País. Novelistas y cineastas, desde Antonio Muñoz Molina a Fernando Trueba, espolvoreaban las referencias al periódico en sus libros y películas. Pero fue un fenómeno callejero además de una prerrogativa de los artistas. Como me dijo el columnista de El País Miguel Ángel Bastenier, en los primeros tiempos de la democracia española se utilizaba la expresión: “sobacos ilustrados”. Mucha gente quería llevar un ejemplar de El País bajo el brazo: se entendía como una pose premeditada y evidenciaba una manera de mostrar una gran confianza en el futuro.
En los últimos mítines y asambleas callejeras, los sobacos han ilustrado algo más. Nadie hubiera esperado ver a los indignados leyendo cualquier otro de los muchos periódicos conservadores del país, aunque estos siempre hayan superado en número a las ofertas periodísticas de la izquierda. Hasta hace poco, nadie hubiera esperado ver a los indignados leyendo cualquier cosa que no fuese El País, que ha sido la única opción de “centro izquierda” de España en uno de los escenarios periodísticos más escuálidos de Europa. (Las tres cabeceras de mayor tirada venden diariamente menos de un millón de periódicos en un país de más de 40 millones de personas). Pero en las abarrotadas plazas de Madrid sobresalía otro periódico en los fatigados brazos, y eso era noticia. La nueva publicación, que salió a los kioscos en septiembre de 2007 y que en estos últimos tiempos ha encontrado su propio terreno (por no decir su espacio vital) es un diario llamado Público [este artículo fue publicado en inglés el pasado 31 de enero en el semanario estadounidense The Nation. Público imprimió su último número el 24 de febrero]. Como los indignados, es una criatura nacida del desconcierto debido a la recesión económica global, la crisis en el periodismo y la quiebra financiera en España, que ha dejado al descubierto profundas fisuras en la izquierda. Reducido ya a los 70 millones de euros en un proyecto muy por encima del presupuesto, Público se encuentra en una posición frágil pero seductora. La crisis económica ha reducido un mercado ya de por sí marchito para los periódicos, pero ha despertado entre los lectores de izquierdas el deseo de un enfoque editorial renovado.
Nadie dice que Público sea el rival de El País, y menos sus propios editores. Cuando conocí a su director, Jesús Maraña, en la redacción del periódico en Madrid, me dijo directamente que Público era un complemento muy necesario para El País. “Cuando miras los kioscos, ves ABC, El Mundo, La Gaceta, La Razón”, todos ellos de inclinación derechista, aunque de diferentes tendencias, “pero hasta que llegamos nosotros, no había nada a la izquierda de El País”. Otros responsables hablaban en tono parecido. “Muchos hemos crecido con El País”, decía el subdirector, Manuel Rico. “No tenemos nada contra él como institución”. Público aspira a afinar la sensibilidad de la izquierda en lugar de dinamitar lealtades pasadas. Pero la ecuanimidad de sus editores surge de la convicción de que El País ha acabado simbolizando un establishment intelectual y periodístico estancado.
Hoy existe la impresión -de la que suelen discrepar los directivos de El País- de que el periódico de referencia se ha vuelto “demasiado predecible”. A los periodistas que trabajan en El País no les agrada ese comentario. Obviamente les asusta ponerse en contra de una organización mediática tan poderosa como El País y su empresa matriz, PRISA, un conglomerado que también posee una serie de emisoras de radio, canales de televisión, editoriales y otros periódicos. Pero ahora las críticas son más intensas, lo que quizá es inevitable después de las tres décadas de ascenso del diario. Muchos lectores de El País han permanecido fieles al diario a falta de otro sitio a donde ir, pero hay otro sector de inclinaciones izquierdistas que se siente defraudado por su periódico. Estos últimos, que han empezado a fijarse en Público, opinan que la línea editorial de El País y su visión más amplia está resquebrajándose por el peso de ciertas devociones del pasado, tanto políticas como culturales.
Antes de que Público estuviera en los kioscos, Mediapro, la empresa editora, vio una cuota potencial de mercado en España, donde las ventas de los periódicos subieron entre 1996 y 2005. (Fundada en 1994, Mediapro tiene varias participaciones en el sector de la televisión y el cine, y ha producido tres películas recientes de Woody Allen). Los “lectores de periódicos se están expandiendo… a la izquierda de El País”, dijo Tatxo Benet, uno de los tres fundadores de Mediapro, en 2009. Benet señaló también que “aquellos que no se sienten representados” por los periódicos existentes “son en su mayor parte jóvenes y mujeres”. A estos grupos, el director adjunto Pere Rusiñol, que trabajó antes en El País, añade a lectores de más edad: concretamente la generación de progresistas que creció con aquellos innovadores y reformistas tiempos de El País durante la Transición. El atrincheramiento de los socialistas durante los años 80 y principios de los 90, y la discreta actitud de El País ante el descubrimiento de escándalos en los que estaban involucrados socialistas, ha alejado a estos lectores. A principios de los 90 algunos se pasaron a El Mundo, un estridente periódico fundado por el periodista de investigación y showman Pedro J. Ramírez. Sus devastadoras investigaciones sobre la corrupción socialista y las operaciones encubiertas del Gobierno contra el grupo terrorista vasco ETA fueron las primeras de esta clase en España, y las páginas de El Mundo se convirtieron en un foco de polémica para los lectores descontentos tanto de la izquierda como de la derecha. Público ha intentado atraer a algunos de esos lectores hacia un terreno con más credenciales izquierdistas.
Público es un diario con la libertad editorial de una revista en un entorno donde escasean las revistas políticas. Muchas de las respetadas revistas de antaño —iniciativas de carácter disidente en los últimos años de Franco y los primeros de la Transición— desaparecieron con el auge de la prensa libre y, hasta cierto punto, con la consolidación de El País. Mientras que El País tiene un libro de estilo y un defensor del lector, y sus artículos están escritos con el grandilocuente estilo de los periódicos internacionales de más renombre, Público se permite la flexibilidad de elaborar extensas argumentaciones que abarcan desde los peligros que encierra la ideología neoliberal hasta la hostilidad actual hacia los movimientos de izquierdas en Latinoamérica. El estilo de Público es más directo que el de El País: las frases son más sencillas y la sintaxis se desliza en ocasiones hacia el tono coloquial, con párrafos que terminan en una suerte de fulgor beligerante.
Dicho estilo es tanto una estrategia de supervivencia como una estética periodística. El bloguero español Ignacio Escolar, director-fundador de Público, considera el diario como una empresa periodística para una era en la que los periódicos son una “lectura complementaria”. Cuando los lectores compran el diario o entran en su página web, me dijo, ya habían echado un vistazo a las noticias del día, ya fuera en El País o en todo tipo de blogs. La estrategia que se adoptó durante el mandato de Escolar, que terminó en 2009, era la de no molestarse en competir con los medios en cuanto a “ofrecer todas las noticias del día”. Digamos que era más bien una especie de “cocina asiática”, en vez de “cocina occidental”. No era necesario servir al lector platos rebosantes de noticias, solo una serie de platos tamaño aperitivo, recién preparados: entre uno y tres temas principales para el periódico de cada día.
En sus comienzos, los editores de Público se inspiraban para sus temas de portada en los artículos publicados diariamente por sus análogos franceses e ingleses, como Libération o The Independent. Estos modelos se ajustaban bien a las incipientes necesidades de la campaña rebelde de Público, abordando temas que El País había dejado de lado. Los estimulantes y enfáticos artículos de apertura sobre temas nacionales ayudaron al periódico a definir su campo de juego editorial.
Frente a un prominente periódico que sigue dominando un mercado que atraviesa una época turbulenta, Público solo tendría posibilidades de prosperar como una publicación minoritaria. Sin embargo, a pesar de los peligros del mercado, Público cosechó una aceptación considerable. Según la Oficina de Justificación de la Difusión, el verano pasado la circulación del periódico aumentó casi hasta los 95.000 lectores diarios. (Los datos publicados en octubre mostraban que ese crecimiento había descendido desde entonces). Hasta el columnista de Público Ernesto Ekaizer, un desahogado escéptico en tiempos de austeridad, se asombraba de que hubiera tal cantidad de lectores. Él esperaba que hubiera en torno a los 100.000, cantidad suficiente para mantener el diario a flote y consolidar su relevancia en caso de lograr una identidad propia. Le preocupaba que esto no se consiguiera. Sin duda hay muchas cosas que el periódico tiene que mejorar. Su abultada sección de estilo de vida, con el objetivo original de captar a las lectoras jóvenes, se ha reducido desde entonces. Su cobertura internacional puede parecer irrelevante ante las ofertas disponibles en otros sitios, como en El País y en el diario catalán La Vanguardia. En los primeros años del periódico, aunque ahora algo menos, los editoriales consistían en sermones pueriles. El peligro, especialmente para una operación que se autodefine como izquierdista, es que pudieran parecer frívolos. Las llamativas portadas a todo color —un celebrado contrapunto frente a los diarios gratuitos distribuidos en el metro— exasperaban a algunos lectores, que las consideraban chabacanas, tildando al periódico de “panfleto político”. Para los españoles que no han sido devotos lectores de Público, el joven diario tiene aún pendiente un cierto ejercicio de madurez.
La cuestión es si la operación puede mantenerse el tiempo suficiente para lograrlo. Lo primero que dicen los editores de El País respecto a Público es que no va a durar. Otros periodistas, incluidos los de periódicos más conservadores, reconocen la importancia de Público como una insólita alternativa a la izquierda de El País. Sin embargo, pocos creen que Público pueda resistir otro año más. En septiembre tuvo que despedir a una quinta parte de su plantilla de 200 empleados, y Mediapro anunció en enero que el periódico estaba, a todos los efectos, en bancarrota. En una carta abierta a los lectores, publicada el 3 de enero, Jesús Maraña escribía: “la búsqueda de préstamos financieros en los últimos meses […] ha sido infructuosa” debido a “la crisis económica y sus consecuencias en el ámbito de la comunicación”. El periódico seguirá funcionando mientras lucha por encontrar inversores, gracias en parte a una ley de suspensión temporal de pagos de las deudas pendientes.
A diferencia de Público, El País ha sido extraordinariamente lucrativo desde sus comienzos. Según las cifras proporcionadas por el periódico, desde 1979 ha obtenido ganancias todos los años. (No puede decirse lo mismo de la gigantesca pero carente de fondos PRISA, que en los últimos tiempos ha tenido que buscar la inyección de capital por parte del holding americano Liberty Acquisition). El País debe en parte su éxito financiero al prestigio de su cabecera. En los primeros tiempos de la Transición, los experimentos periodísticos y democráticos eran la misma cosa. El éxito de la Transición consolidó esa aureola de prestigio del periódico, al tiempo que su calidad atestiguaba una pacífica progresión hacia la estabilidad democrática.
En sus comienzos, los editores de El País contaban con una cantera de prestigiosos intelectuales de la izquierda y de la derecha ansiosos por resurgir de los escombros del franquismo; el periódico se convirtió en el primer banco de ideas en España que atraía a las figuras públicas de todo el espectro político. Una izquierda y derecha incómodas, partidas en dos por una dictadura polarizada, ensayaban un vacilante diálogo. Una vez establecido el diálogo fomentado por El País, empezaron a cultivar un cierto modelo de pluralismo encaminado a la reconciliación política y cultural. Como señala Enrique González Duro en su reciente libro sobre el fallecido presidente de PRISA, Jesús Polanco, El País se convirtió en “en una lectura obligada para casi todo el establishment”. Su utilidad para una clase política estimulada cultural e intelectualmente logró que el periódico adquiriera importancia y fuera enseguida rentable.
A diferencia de las páginas de opinión del New York Times o del Washington Post, a donde suelen acudir los gobernantes para intentar que sus programas políticos parezcan aceptables, las páginas de opinión del joven diario El País se parecían más a un think tank (laboratorio de ideas) en desarrollo cuyos participantes eran, en su mayor parte, quienes tomaban las decisiones. Sobre los años de formación del periódico, el periodista alemán e hispanófilo Walter Aubrich señalaba que “los partidos en el gobierno habían sacado la mayor parte de sus programas políticos de las páginas de opinión de El País”. El diario pronto se convirtió en la “conciencia moral del país”, como lo describió Luis Prados, uno de sus redactores jefe. Un editorial de El País —por ejemplo el que trataba sobre la entrada del país en la OTAN— tenía un peso casi inconmensurable; aparecer en su célebre sección de cultura podía lanzar la carrera de un artista. Hubo una época, decía el profesor de periodismo Pedro Sorela, antiguo columnista de la sección de cultura, en que las figuras internacionales que visitaban España solo querían hablar con El País. Sorela recordó la conversación que mantuvo durante horas con Susan Sontag, que dejó de atender las entrevistas que tenía programadas con otros periódicos para aprovechar al máximo su tiempo con él.
El primer director que tuvo el periódico, el periodista Juan Luis Cebrián, que contaba entonces 32 años, se encargó de que la estatura del periódico creciera paralelamente al experimento democrático de la nación. Fue de gran ayuda que el indefinido pero muy invocado “progresismo” del joven director coincidiera con el punto de vista de un socialista en alza llamado Felipe González. Los dos hablaban de superar “toda la ideología acumulada” del franquismo, como dijo González en 1978. Esta abstención postideológica estuvo marcada por un clima cultural que se caracterizaba por dos tendencias opuestas: el ejercicio de discreción y las maniobras para la reconciliación por un lado, y la apasionante promesa de cambio y renovación por el otro. González y Cebrián contrapusieron estas dos posturas con mucho tacto, y sus valores profesionales y personales fueron en aumento. Cuando invocaban el eslogan del progresismo, ambos estaban pregonando, en realidad, sus credenciales antifranquistas y apostando por la democracia. La promesa pudo ser poco clara, pero el simbolismo era inconfundible. Era una retórica para un tiempo en que, valiéndonos de las palabras del juez estadounidense Louis Brandeis, el cambio era “la única cosa perdurable”. En 1977 Cebrián afirmaba: “nuestro periódico tiene un talante progresista”.
La voluntad de cuarto poder del periódico era menos evidente, ya que esto significa mantener una actitud escéptica y hasta de confrontación respecto al poder estatal. Una de las razones de su cautela se debe a que El País obtuvo su prestigio apuntalando el estado democrático en lugar de investigarlo. Véase la cobertura que dio el periódico a un desconcertante intento de golpe de Estado en 1981, que a día de hoy sigue siendo su momento más decisivo. Cuando los guardias civiles irrumpieron con armas en el Congreso la tarde del 23 de febrero en un intento coordinado de hacerse con el control del gobierno, El País imprimió y distribuyó una edición especial esa misma noche. Su portada proclamaba: “Golpe de Estado. El País, con la Constitución”. Una ampliación de la página cuelga del vestíbulo de las oficinas de El País en la calle de Miguel Yuste de Madrid. Algunos ejemplares fueron enviados al rey Juan Carlos horas antes de que condenara el golpe en la televisión nacional. Se sabe que otro ejemplar llegó a las Cortes, donde los guardias civiles rebeldes tenían a los diputados como rehenes. Como el periodista Harold Evans escribiría más tarde sorprendido, los golpistas estaban leyendo sus propios obituarios políticos. Fue un éxito periodístico igual de trascendente que la revelación del caso Watergate o la publicación de los papeles del Pentágono, aunque con una importante diferencia. La intervención del periódico tenía por objetivo salvar el Estado, en vez de desenmascararlo. Y acabaría siendo emblemático. El País defendió el país antes de que el país pudiera defenderse por sí mismo.
Era de esperar que Cebrián cultivara en sus ensayos y sus primeros escritos una cierta hostilidad hacia el periodismo de investigación. En El tamaño del elefante (1993), asocia el trabajo de investigación con las frívolas y a menudo triviales cruzadas por parte de periodistas mediocres con delirios de grandeza tratando de emular a Woodward y Bernstein, los hombres que destaparon el escándalo Watergate. A día de hoy, España no cuenta con una ley de transparencia del gobierno que proteja la capacidad de los periodistas para exigirle información al Estado; sólo cuatro países en Europa carecen de dicha ley y España es uno de ellos. Emilio Arrojo, de la agencia EFE, me explicó que esta falta de transparencia podría ser un vestigio de los años de la Transición, cuando la excelencia periodística llegó a ser definida en los términos más amplios de “periodismo de interpretación”. Más que el periodismo original, lo que importaba eran las declaraciones de autoridad sobre la dirección que tomaban la política o las artes.
Durante este periodo, las firmas más representativas de El País correspondían a intelectuales en lugar de a periodistas. Resulta especialmente llamativa la posibilidad que se concedía a estos colaboradores para influir en la opinión pública, muchos de los cuales eran plenamente conscientes de la sensibilidad social que cultivaban a través de El País. Los filósofos Julián Marías y José Luis Aranguren narraban esta realidad en sus columnas a finales de los 70. Como observa el crítico Luis Negró Acedo en El diario El País y la cultura de las elites durante la Transición (2006), estos columnistas escribían abiertamente sobre su papel como intelectuales públicos, para que una naciente clase de lectores pudiera confiar de nuevo en la intelectualidad del país. El intelectual, según Aranguren, “estaba relativamente dentro del sistema, con un pie dentro y otro fuera de él, desde la base, apoyándose en ella”. Esta era la postura del intelectual: un digno y, hasta cierto punto, escéptico comprometido.
Lo que el intelectual era para el sistema, fue El País para el Gobierno socialista de González durante sus catorce años en el poder: aparentemente crítico, pero en el fondo convencido de que no había una “alternativa razonable”. Esto se puso de manifiesto cuando en octubre de 1987 el periódico Diario 16, y después El Mundo —no El País— publicó la historia de la sangrienta ofensiva contra el grupo terrorista vasco ETA. El Gobierno de González había autorizado, a principios de 1983, una “guerra sucia” en la cual escuadrones de la muerte policiales secuestraban, torturaban y mataban a los que eran sospechosos terroristas vascos en el norte de España y el sur de Francia; fue extraño —y significativo— que el periódico de referencia del país no asumiera la iniciativa de informar de un escándalo de tales dimensiones. En cuanto a la corrupción del Gobierno de González (que propició el ataque de los medios conservadores y llevó a la derrota de los socialistas en las urnas en 1996), El País parecía de nuevo que mostraba ciertas reticencias a cubrir estos asuntos. Con el tiempo, empezó a resaltar fallos y carencias en algunos miembros del Ejecutivo socialista, pero evitó mostrar su desaprobación hacia González.
Desde entonces, dos reproches han perseguido a El País: que es prosocialista, y que los intereses empresariales de PRISA afectan a la cobertura política y cultural del periódico. El Gobierno de González había garantizado a PRISA importantes contratos durante su expansión a la radio y la televisión en la década de los 80. Los críticos sostienen que, en consecuencia, el tratamiento editorial que el periódico daba a los socialistas era cada vez más sumiso, e incluso de apoyo con algunas reservas. El problema más persistente era la aparente convergencia de los intereses empresariales y periodísticos. En algunos momentos el periódico parecía utilizar su plataforma periodística para ajustar cuentas empresariales, como en enero de 1985, cuando publicó un editorial demostrando los terribles apuros económicos de los periódicos rivales. En aquella época, PRISA había desatado la ira de estos periódicos tras consolidar definitivamente su hegemonía con la adquisición de una importante emisora de radio; el editorial de El País arremetía contra los críticos con PRISA, que protestaban por el favoritismo del Gobierno.
La competencia conservadora alegaba que El País era un “periódico socialista”, pero no era tanto un ataque ideológico sino más bien una acusación de tráfico de influencias sistemático desde los años socialistas de la Transición hasta la actualidad. Mientras el paisaje mediático tomaba forma, y el poder político cambiaba discretamente de manos, en el sector de los medios surgieron nuevas oportunidades de negocio; los empresarios jóvenes peleaban por aprovecharlas, ansiosos por ganar dinero gracias a la liberalización del mercado y la privatización de los viejos monopolios de la televisión y la radio. Como es natural, esto dio lugar a que hubiera ganadores y perdedores, así como a profundos resentimientos y sospechas de que algunos fueran a seguir disfrutando de privilegios intocables. Según Alfonso Armada, director de la revista digital FronteraD, “las trayectorias de El País y de los socialistas ascendieron, y cayeron, en vías paralelas”. Podría ser, como me dijo el periodista de El País Juan Cruz, que los rivales hubieran “atacado insistentemente a El País basándose únicamente en mentiras e insinuaciones”. Pero El País sigue aferrado a un concepto de legítimo derecho que es fruto de los años de González.
La convulsa relación del periódico con el recientemente desbancado Zapatero es un buen ejemplo de ello. El presidente socialista fue visto desde el principio como una afrenta al “felipismo” de antaño. Cuando en el año 2000 asumió el control del Partido Socialista, al que llevaría a la victoria en las elecciones generales de 2004 y 2008, una reunión clandestina entre Zapatero y los ejecutivos de PRISA y El País se malogró cuando el presidente insinuó que su vieja influencia sobre el establishment de centro izquierda se estaba debilitando. Por otra parte, los partidarios de PRISA sostienen que Zapatero mostró su rechazo cuando supo que no tendría el apoyo incondicional del grupo. Al margen de lo que sucediera en la reunión del año 2000, y los relatos varían, la tensión ha sido innegable desde entonces. (Dada la atribulada relación de Zapatero con PRISA, algunos de sus asesores empezaron a animarle, tras convertirse en presidente del Gobierno, a considerar los beneficios de tener un grupo mediático propio fuera de la órbita de PRISA. Zapatero y sus partidarios tenían grandes expectativas respecto a Mediapro, sin embargo, a principios de su segundo mandato como presidente, Público se contaba, también, entre sus críticos).
La expansión de las propiedades de PRISA a lo largo de los años ha traído otras complicaciones, como me dijo un periodista de El País que desea conservar su anonimato. El País tuvo que andarse con cuidado, por ejemplo, en su cobertura de América Latina, donde PRISA tiene lucrativos contratos de venta de equipos médicos y libros de texto con varios gobiernos. En España estas críticas no son nuevas. Sin embargo, debido al prestigio de El País, este continúa teniendo un estatus privilegiado dentro del mercado. Los datos de octubre sitúan su circulación por encima de los 350.000 lectores, con una ventaja de más de 100.000 ejemplares sobre su principal competidor, El Mundo.
A pesar de todos los cambios producidos desde la muerte de Franco —la creación de un código electoral, la creciente autonomía regional, una nueva Constitución, un sistema judicial independiente— la vida española contemporánea sigue moldeada por la discreción y la perspectiva gradual de la clase política que creó las instituciones democráticas durante la Transición. Una prueba es la deferencia hacia la monarquía, observada en figuras tan distintas como el comunista Santiago Carrillo y el antiguo franquista Manuel Fraga. Estos dos hombres desempeñaron papeles clave durante la Transición, y los dos atribuyeron al rey Juan Carlos el mérito de ser, como dice Carrillo, “la persona que abrió la puerta desde dentro” al reformismo que llamaba desde el exterior.
El País rara vez informa de manera crítica con la monarquía, lo que sin duda refleja viejas lealtades al Rey. Pero siguen existiendo grandes interrogantes respecto a la institución. En mayo, los indignados exigían una mayor transparencia sobre las cuentas de la monarquía; afirmaban que la opacidad en un presupuesto financiado con dinero público, especialmente en tiempos de crisis, difícilmente se corresponde con una democracia sana. (En diciembre, para minimizar las repercusiones de un escándalo de corrupción que afecta a su yerno, el Rey dio a conocer su presupuesto anual). En los últimos años el único periódico dispuesto a enjuiciar la monarquía ha sido Público. El 26 de noviembre de 2008 publicó un breve artículo citando fuentes no identificadas próximas al Gobierno de Zapatero sobre la venta del 30 por ciento de la petrolera española Repsol a Lukoil, de propiedad rusa. Según el artículo, firmado en Madrid y Moscú, el rey Juan Carlos habría recibido varias llamadas del primer ministro ruso Vladimir Putin acerca de la venta, y llamó “seis veces” por teléfono a Zapatero para interceder en nombre de Lukoil. Este tipo de reportaje no tenía precedentes: revelaba cómo el Rey seguía ejerciendo su influencia en los asuntos de Estado.
Asimismo, el legado más esquivo de la Transición fue el empeño colectivo en dejar atrás las viejas enemistades del pasado y un elevado sentido cívico que dio prioridad a las lealtades y alianzas que marcaron el inicio de la democracia. En septiembre pasado, el Parlamento aprobó una enmienda constitucional con una cláusula de reducción del déficit para calmar los temores del mercado. La votación se llevó a cabo de forma sorprendentemente rápida a finales de verano y fue aprobada por una mayoría de socialistas y conservadores, aunque los votos no anduvieron sobrados. Vista a través del prisma de la crisis del euro, la enmienda parecía estrictamente una mera formalidad. Alemania había aprobado una medida similar unos años antes, y Francia estaba a punto de hacer lo mismo. Pero el caso español era único. La Constitución no se había tocado desde que fue redactada en 1978, una prueba irrefutable de la aureola de santidad de los pactos forjados durante la Transición. Durante años, se han intentado reformar algunos de los evidentes desaciertos de la Constitución, pero siempre fracasaron. El consenso fue siempre demasiado precario.
Los colaboradores de El País han tratado con frecuencia el asunto de la reforma constitucional, y de hecho sigue siendo uno de los temas primordiales de la actualidad. El rechazo a la enmienda de reducción del déficit se basaba en que no había tenido suficiente consenso como para legitimar una reforma tan importante. Más allá de esa circunstancia, sin embargo, El País parecía resignado a la necesidad de la enmienda. Público, en cambio, fue un defensor más activo de la reforma constitucional. Criticó la enmienda de reducción del déficit, exigiendo un referéndum popular, quejándose abiertamente de que los políticos hubieran aprobado a hurtadillas la medida en los últimos días del verano. El 6 de diciembre de 2008, trigésimo aniversario de la ratificación de la Constitución, había llevado a su portada una fotografía del sagrado texto, y junto a él las palabras: “¡No es la Biblia!”. Si El País se ha convertido en garante y encarnación de la solidez democrática, Público intenta hacer hincapié en los conflictos no resueltos de la Transición.
Pero las diferencias entre los dos periódicos son aún mayores en el ámbito de la memoria histórica. El 18 de julio, 75º aniversario del estallido de la guerra civil, ambos periódicos publicaron suplementos conmemorativos. En la portada de El País aparecía una foto de dos nonagenarios caminando cogidos del brazo, cada uno apoyándose en un bastón. El título decía: “Pasaron 75 años: Tres cuartos de siglo después de la sublevación del 18 de julio, los testigos de aquel día narran cómo vivieron ese momento histórico. Y dos soldados de ambos bandos sellan su encuentro con un abrazo”. La portada de Público tenía un matiz diferente: incluía una imagen de las tropas franquistas apresando a unos soldados republicanos en la batalla de Somosierra. Había cadáveres republicanos esparcidos en primer plano y, en el centro de la foto, dos soldados con los brazos en alto en señal de rendición mientras las tropas franquistas avanzaban hacia ellos con fusiles en las manos. El texto que lo acompañaba decía: “Un exterminio planificado”.
Estas imágenes de la guerra civil tienen más que ver con la Transición que con el derrocamiento de la Segunda República. El País persigue la reconciliación con una solemne imagen del abrazo eterno; Público, el irreverente advenedizo, polemiza sin reparos. En este sentido, la retórica de civismo forjada durante la Transición no resulta muy diferente del inamovible “bipartidismo” en el contexto estadounidense: es como una espina clavada en la izquierda, que entiende ese discurso como un código para la capitulación ante las tendencias inevitablemente conservadoras de la sociedad española. En los años previos a su nacimiento, se decía que El País podía prosperar porque “estaba libre del pecado del franquismo”. Público, por su parte, podría estar libre del pecado de la Transición, lo cual es significativo en un momento en que el legado de la Transición ejerce más presión que nunca sobre el presente. En mayo, junio y octubre los indignados gritaron en las calles que el frágil consenso que sostiene al Gobierno se había roto de manera irreparable. Sus quejas eran el creciente mar de fondo de lo que muy bien podría considerarse una Segunda Transición Española. La primera creó las instituciones democráticas y una sociedad civil estable, mientras que la segunda expresa sus dudas sobre su legitimidad. El conflicto de una transición dando paso a otra crea el campo sesgado en el que los dos periódicos, tambaleándose en tiempos de dificultades económicas, luchan por las narrativas del pasado y del presente.
El 5 de junio apareció en Público un artículo titulado “21 ideas inspiradas en el 15-M”. Era la primera consideración seria de las demandas de Democracia Real Ya, y analizaba la viabilidad de las ideas de los manifestantes como reformas políticas. El movimiento no había formulado sus reivindicaciones de una forma tan específica, aunque habían publicado una lista de exigencias en su web. Una de las ideas debatidas por Público fue una ley de transparencia “que obligue a las administraciones a divulgar toda la información que tengan” a petición de los ciudadanos. Otras pedían la reforma de una batería de problemas: un código electoral obsoleto, candidaturas plagadas de corruptos, un opaco protocolo de acceso a los gastos de los partidos, un deficiente sistema de primarias en los partidos y la inaccesibilidad al presupuesto anual asignado a la monarquía. Ese artículo dio inmediatamente mucho que hablar en los círculos izquierdistas.
El País había estado cubriendo las protestas, y luchaba por encontrar un ángulo periodístico para la dinámica genérica y espontánea de Democracia Real Ya. “Nuestro tratamiento del movimiento —me dijo Pablo Guimón, redactor jefe de Madrid de El País— fue indiscutiblemente un tratamiento serio sobre su causa”. La víspera de las elecciones municipales, la llamada “jornada de reflexión”, durante el cual se suspende la campaña, El País publicó un artículo de portada con el título “La república de Sol reflexiona”. El texto iba acompañado por una conmovedora foto de los indignados con cinta adhesiva en la boca, una irónica muestra de respeto hacia la ley que prohíbe la organización de actos políticos el día antes de las elecciones. Las cinco columnas dedicadas al movimiento en la edición de aquel día no tenían precedentes en el periódico, me dijo Guimón, lo que suponía otorgar una importancia capital a este fenómeno. Pero a su vez, a El País le resultó difícil seguir dedicando portadas al movimiento. Público, me recordó Guimón, no tiene una sección para Madrid, y El País sí. A medida que las protestas iniciales dieron paso a una organización más local, los artículos sobre el movimiento se mudaron a esta sección. Un artículo principal en la sección de Madrid es a menudo más largo que un artículo destacado en Nacional, pero debido a la cantidad de páginas que hay antes de llegar a esa sección, estos artículos no alcanzan demasiada relevancia.
Cuando le pregunté a Guimón acerca de las propuestas del movimiento de protesta, su respuesta fue reveladora. Opina que a nivel táctico, Democracia Real Ya cometió un error cuando empezó a formular demandas concretas y a celebrar asambleas para formalizarlas. “Las protestas fueron, y son, legítimas y necesarias como expresión de la indignación”, dijo. Pero una vez que los manifestantes empezaron a hablar de la necesidad de publicar los sueldos de los políticos, explicaba, demostraron que no estaban tan bien informados, puesto que esos salarios ya estaban a disposición del público.
A pesar de todo, estaba claro que tras la publicación de las “21 ideas” El País estaba afanándose en recuperar el terreno perdido a favor de Público. A mediados de junio, El País publicó “Los debates que abrió el 15-M”, una serie de más de una docena de artículos esclarecedores sobre las implicaciones de las exigencias de los que protestaban. La serie fue un enfoque más largo y probablemente más pulido sobre Democracia Real Ya que el artículo de junio de Público. Lo que la serie de El País ganó en profundidad y amplitud, no compensaba en cambio su falta de inmediatez. Por ejemplo, un artículo sin firma del 28 de junio repasaba los experimentos internacionales con la democracia directa, poniendo el ejemplo de Suiza y California como casos de estudio en cuanto a la pesadez y lentitud de los referendos populares. En la breve introducción se colaba un tibio reproche: “la democracia directa apuntada por los indignados no es la panacea”. Tras un mes de protestas, parecía una interpretación demasiado literal y comprimida de las exigencias de los indignados. Las demandas de una democracia directa pudieron parecer quijotescas, pero eran fruto de una obvia preocupación por la legitimidad democrática. El desafío para los manifestantes consistía en evaluar el panorama completo de la corrupción política y la falta de respuestas, tanto a nivel municipal como de la Unión Europea, y articular una crítica a escala nacional concreta y práctica. El País pasó por alto este drama durante mucho tiempo. Al cabo de algunos artículos de la serie, el periódico pareció haber perdido interés en las reclamaciones de los indignados.
No obstante, la serie ratificaba El País de siempre, dispuesto a proporcionar contexto internacional a un espinoso fenómeno local. Llevar España al mundo, llevándole el mundo a los lectores españoles, es un viejo mantra en el periódico. También se percibía ese aire familiar de autoridad: la originalidad de la serie era tal vez menos importante que el hecho de que El País derramara tinta sobre las exigencias de los indignados. Quizá lo más emblemático, sin embargo, fue el entusiasmo editorial por convertir un fenómeno callejero en una serie de “debates” donde El País actuara de moderador.
En cuanto al tratamiento que dio Público al movimiento, Guimón no fue el único en tildarlo de “oportunista”. Ciertamente lo fue, y sin miramientos. Para bien o para mal, Público desempeña gustosamente el papel de activista, de igual manera que El País asume el cometido de la conciencia y la reflexión. En el torbellino de desafección del movimiento, los directores de Público encontraron una ratificación de su misión principal. Esto suponía considerar el 15-M como una invitación a alinear un movimiento disidente amorfo con la visión más amplia del periódico. Este pasado verano, Vicenç Navarro aparecía regularmente en las páginas de opinión de Público para identificar “las causas políticas de la crisis”. Las más destacadas, según él, eran los perjudiciales efectos de la dictadura de Franco sobre la vida política en general así como “los costes de la inmodélica transición”. El 28 de julio escribió: “Hay una conexión entre tener miedo a corregir la historia y no haber corregido el enorme déficit social en España”.
Nadie encarna hoy mejor la delicada postura de El País que Juan Luis Cebrián. En 1976 era el primer director del periódico; ahora, con 67 años, es su presidente, y siempre ha tenido un agudo sentido para los finales. Cuando El País llegó por primera vez a los kioscos, él estuvo ahí para marcar el inicio de una era de transición democrática, sobre todo a base de insistir, con una certeza insólita para la época, que ya había pasado la vieja era del franquismo. Tras la caída del Muro de Berlín, Cebrián pronunció un discurso titulado “Europa, el fin de un siglo”. Empleando palabras que recordaban a su postura progresista y post-partidista de mediados de los 70, habló de “estar al borde de la desaparición de las ideologías y las estructuras políticas que han venido gobernando el mundo […] desde los albores del siglo”.
Hombre de transiciones, y de currículo abrillantado por el éxito de El País, Cebrián ha aprendido a comercializar su propia marca de futurólogo. Anunciar el fin de una era supone como es natural pronosticar el futuro. Es una fórmula ganadora para el periodismo de opinión: crear la demanda para las conjeturas, y más tarde llegarán los beneficios. Fiel a su estilo, Cebrián se cuida muy mucho de hacer declaraciones que supongan una suerte de constricción. En su lugar, dice cosas como: “el futuro del mundo, una vez más, se jugará en el futuro de Europa”. Este era el núcleo de su discurso sobre la caída del Muro; los ejemplos concretos nunca llegaron, y nunca hizo falta. Sus augurios son similares a los de un impasible Jano.
Cebrián refinó su retórica unos diez años más tarde, en una larga conversación con Felipe González publicada como libro, El futuro no es lo que era. El libro era una celebración del pasado, del éxito de la Transición, expresado en términos de futuro. El nuevo siglo puede traer más incertidumbre que antes, pero España lo contempla desde el terreno más abonado de la democracia. Una de las consecuencias menos polémicas de la Transición, de la que se han beneficiado eruditos e intelectuales españoles, ha sido una cierta liberación del yugo localista: ahora todos ellos son libres de opinar sobre el mundo. Y uno de los temas globales de discusión más acuciantes para el periodismo es sin duda la irrupción de la era digital. De manera sorprendente, en cuanto ese debate se ciñe a la muerte –o al precario renacimiento- de los periódicos, también parecen mejorar las expectativas de El País. En realidad plantea nuevas razones para inquietarse. Durante los últimos diez años, Cebrián se ha dedicado a ensayar de qué manera “la eclosión del mundo digital cambiará por completo las visiones clásicas de la política, la economía y las relaciones sociales”. Su libro El pianista en el burdel, una recopilación y ampliación de artículos previamente publicados, vuelve a formular la pregunta. La Transición, Europa en el límite, el cambiante panorama mediático: un camino lleno de inciertos umbrales.
Las incesantes alusiones al cambio inminente son en parte una piedra de toque retórica y en parte un hábito mental. Pero hay una dilema periodístico inherente a las dos cosas. Un periódico que ha perseguido con tanto afán instalarse en la psique pública como el bastión intelectual y la conciencia del país logró también el éxito con meridiana claridad, y se refirió a ello con demasiada autocomplacencia. Un editor me comentó que, en cierto modo, El País había cumplido sus objetivos. Ayudó a conducir a España hacia la democracia, situó a España en el plano internacional y restauró el prestigio arrasado por Franco. Su comentario fue muy elocuente.
El País informa sobre sí mismo con mayor frecuencia que cualquier otro periódico internacional de su categoría. Su historia ayuda a explicar esta predisposición, porque en los primeros años del periódico el ensalzamiento era la única vía para conseguir una legitimidad institucional fundamental. Durante mucho tiempo, no hubo nada parecido al Pulitzer en España para premiar la excelencia periodística. Así que en 1984, El País creó los Premios Ortega y Gasset para honrar a los periodistas de todo el mundo hispanohablante. El glamour del premio ha eclipsado el torpe paternalismo de los miembros del jurado en lo que respecta a los periodistas latinoamericanos, así como el hecho de que El País suela ganar premios creados por él mismo. La identificación de El País con la democracia española ayudaba a que se notaran menos estas tácticas. Sin embargo, un periódico que se convierte a sí mismo en noticia parece tener algún complejo. El verdadero prestigio no necesita ser tan claramente autorreferencial. El País no es lo que era; fue solo una cuestión de tiempo que el futuro dejara de ser proverbial.
En junio, cuatro directores de El País escribieron las columnas de introducción para su suplemento en un especial conmemorativo con motivo de su 35 aniversario. Las anteriores conmemoraciones del periódico habían sido siempre celebraciones de la democracia, pero esta vez, con una democracia sumida en una crisis, parecía que bastaba con una celebración únicamente de El País. La mayoría de los directores narraban la crisis a la vez que celebraban la importancia de El País.
Con una historia tan definida, los directores no podían ofrecer más que los viejos tópicos. En un artículo llamado “La gran plaza”, el antiguo director Jesús Ceberio comparaba el periódico con la Puerta del Sol, la plaza donde los indignados se congregaban en el centro de Madrid; su misión era “facilitar un debate multidireccional”. Por su parte, Cebrián reiteró la visión fundadora del periódico (“un diálogo abierto”, “una sociedad que era más moderna, más cosmopolita, más libre y más justa”). Los españoles habían escuchado casi exactamente el mismo guión en mayo, en los Premios Ortega y Gasset —donde El País se concedió a sí mismo la mitad de los premios—, porque eso, también, servía como celebración de los 35 años del periódico. Aquellos que no asistieron a la gala pudieron leer un resumen en el periódico del día siguiente.
*Jonathan Blitzer es periodista y traductor. Ha colaborado con The New York Times, The Nation, The New Republic, The Wall Street Journal y n+1.Traducción :Verónica Puertollano, revisada por Victoria Fernández-Cuesta. Este artículo, con ligeras variaciones, se publicó en el semanario estadounidense The Nation el pasado 31 de enero de 2012. La revista digital FronteraD lo ha publicado en español en su último número.
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