lunes, 23 de enero de 2012

LOS "NIÑOS ROBADOS" DE ISRAEL

Carmen Rengel

Moshe no sabe si su padre es su padre ni si su madre es su madre. Ahora rumia todos los comentarios que ha escuchado desde pequeño. “¡Qué pelo más negro con una madre tan rubia! ¡Pero si parece un árabe!”, le decían mientras le revolvían con la mano el cabello rizado esas gentes cariñosas de San Francisco, amigos y vecinos de su familia Appelbaum. Nunca le dio importancia. No se sentía extraño entre las pecas pelirrojas de su padre Ernest y la blancura güera de su madre Dalia. Se crió feliz y a los 19 años se hizo cargo de la librería de viejo de la saga. Hijo único y querido. Con sus padres ya muertos, Moshe recibió una llamada desde la Asociación Judía Yemenita de EEUU. Querían hacerle unas preguntas. ¿Por qué? “Puede que usted sea un niño robado en Israel, dado en adopción en EEUU, y que su familia real lo esté buscando“.

Eso fue hace casi un año, y aún no ha logrado aclarar su historia. No hay prueba alguna que afirme ni que niegue esa hipótesis, pero la sospecha ya se ha apoderado de su vida. Atesora cada recuerdo de amor de sus padres y se niega a creer que fueron parte de esa trama que, en la década de los 50, acudió a Israel en busca de niños judíos, los que ellos no podían tener. “No, si me adoptaron debió ser por un cauce legal. Eran personas íntegras y nobles“, repite. Cansado, amenaza con abandonar la investigación y aferrarse a la historia conocida, pero sabe que, según el día, la duda puede en su ánimo.

Moshe Appelbaum posa en la librería heredada de sus padres en San Francisco. / Archivo familiar

Moshe Appelbaum posa en la librería heredada de sus padres en San Francisco. / Archivo familiar

La asociación se puso en contacto con él porque el nombre de su padre aparecía en una serie de facturas pertenecientes al doctor Bernard Bergman, de Nueva York, investigado por sus conexiones con la mafia, por abusos en hogares de ancianos gestionados por sus empresas y, también, por vender niños provenientes de Israel a familias estadounidenses que no podían tener descendencia. El precio medio era de 5.000 dólares, según la investigación finalizada en 1996 por el rabino Avigdor HaCohen y por el periodista Shalom Cohen, después de que el primero descubriera en 1974 el caso de un niño “posiblemente de origen yemení” adoptado por unos judíos neoyorquinos pagando a Bergman; ellos confirmaron que el procedimiento no era nuevo y lo empleaban aquellas familias ashkenazies -judíos blancos, sobre todo originarios de Europa central-, “con estabilidad financiera”, que querían un hijo. “Era un hecho bien conocido, quien quería un niño judío acudía a él, sólo había que pagar la cuota necesaria”, testificó HaCohen ante el Gobierno de Israel, un hecho documentado por un equipo de investigación de The New York Times.

El suyo es el caso más reciente de cuantos se investigan en Israel y fuera de sus fronteras, una historia negra y soterrada en el país, la del robo y desaparición de niños, en su mayoría de origen yemení, pero también iraquíes, iraníes, libios, tunecinos, belgas y españoles, según el máximo investigador de la materia, Yechiel A. Mann. Todo ocurrió entre 1949 y 1960, los años en los que comenzaron a llegar grandes grupos de judíos para residir en el Estado de Israel, recién creado en 1948. En el caso de los yemeníes o teimanim, más de 45.000 entraron gracias a la operación Alfombra Mágica, una travesía por el desierto que no todos superaron, un viaje en aviones británicos y estadounidenses con asientos de madera y, al fin, un alojamiento en campamentos con tiendas de campaña, primera morada en su “hogar nacional judío”. Era en estos campamentos donde habitualmente desaparecían los pequeños. Si estaban enfermos, pasaban al pabellón de infancia, alejados de sus padres y, a la mañana siguiente, se les notificaba su fallecimiento. En muchos casos no hubo explicaciones de por qué una diarrea se convirtió en mortal, ni partida de defunción, ni cuerpo. Nada. Ni una explicación. Como en España. “Muchos fueron llevados a centros de internamiento o a kibbutzim, donde se cambiaron sus datos y números de identificación, lo que imposibilitaba el rastreo. De ahí, salían fuera”, denuncia Anat Levy, de la asociación cultural Ahavat Israel.

Durante décadas, la comunidad yemení ha arrastrado ese dolor y esa duda, ni siquiera las investigaciones oficiales logran acallar. Hasta tres comisiones del Gobierno han revisado el caso sin contentarles. En 1967, sólo dijeron que los niños habían muerto realmente y que no hubo secuestros. En la segunda, en 1994, que “no había evidencia de actividad delictiva”, aunque nadie supo decir qué pasó con los bebés. La última comenzó en 1995 y tardó siete años en cerrar sus conclusiones: no existía un “complot gubernamental” para raptar niños y entregarlos a familias pudientes de Europa y EEUU pero no se podía determinar cuál fue el destino real de los pequeños. Aquella comisión investigó sólo 1.033 casos de desapariciones de los 4.500 que logró documentar el polémico rabino Uzi Meshulam a principios de los 90 y de los 10.000 que realmente se esfumaron, según varias asociaciones de yemeníes como Mizrahi Democratic Rainbow.

Niños judíos llegados de países árabes al campo de Kfar Chabad, en 1960. / Paul Schutler, Archivo Knesset

Niños judíos llegados de países árabes al campo de Kfar Chabad, en 1960. / Paul Schutler, Archivo Knesset

Sobre ese millar largo, se documentó la muerte efectiva de 972 menores y cinco más se hallaron con vida, residiendo con familias que no eran las suyas e incluso fuera de Israel. En los 56 casos restantes no fueron capaces de aclarar lo ocurrido, por lo que afirman como “posible” que fueran dados en adopción por decisiones “individuales” de trabajadores locales (médicos, enfermeros, trabajadores sociales…), nunca por policías o políticos. En mitad de esa última comisión, el juez retirado Yehuda Cohen, que estaba a cargo del equipo de expertos, aconsejó la apertura de fosas. En 1996 el Ministerio de Salud aprobó la exhumación en uno de sus antiguos hospitales, Kiriat Shaul, y el 17 de agosto de 1997 se abrió la tierra. La tumba, perteneciente a cuatro niños, estaban vacías, lo que avalaba supuestamente la tesis de los familiares que insistían en la tesis del robo y la adopción clandestina.

Fue el primero de varios casos idénticos en los que el georradar desveló que no había esqueletos donde supuestamente sí los había. Los portavoces de los centros médicos dieron varias excusas: las fosas estaban realmente más profundas y por eso no aparecían los huesos, o se había producido un movimiento de tierras, los huesos pequeños se podrían haber confundido entre los terrones del firme, los cuerpos podían haberse trasladado a otro lugar sin cumplimentar correctamente los procedimientos de información… Ami Hovav, uno de los investigadores de la comisión, insistía: “Fueron enterrados de seguido, por eso no se les enseñaron a los padres, era un paso para ahorrarles dolor”.

Aaron Cohen, padre de Ruti, una niña que debía estar en aquella primera fosa abierta (los demás eran Ruti Babu, Moshe Mishraki y Reuven Rafaelov), estaba presente cuando cavaron. “¡Mi hija está viva, viva, viva!”, gritó en la comisión cuando explicó aquel momento, según queda registrado en las grabaciones de las asociaciones de familiares (pues muchos de los documentos de las investigaciones parlamentarias no fueron catalogados y son muy complicados de encontrar). En sus manos, tierra de la que fue retirando, intentando buscar los huesos de su pequeña. Su familia llegó en 1951 desde Irak y, una mañana, vieron que la niña tenía tos y fiebre. La llevaron al Hospital Hadassah de Tel Aviv. 20 horas después la dieron por muerta. Nunca lograron verla. No tienen ni un papel que acredite su fallecimiento. “Algún criminal de Europa o de EEUU se la llevó”, lamentaba.

Yemeníes camino de Israel en uno de los aviones de la Operación Alfombra Mágica / Fundación Nacional Judía

Yemeníes camino de Israel en uno de los aviones de la Operación Alfombra Mágica / Fundación Nacional Judía

El revuelo causado por las fosas vacías llevó al Tribunal Supremo de Israel a obligar al Estado a facilitar 400.000 pruebas de ADN para intentar localizar a estos niños. De hecho, una semana más tarde de la búsqueda fallida en Kiriat Shaul, surgió la primera historia contrastada de robo, la de Tsila Levine, residente en California, que resultó ser hija de Margalit Omessi, yemení residente en Petah Tikva. La mujer fue secuestrada cuando tenía un mes en uno de los campamentos de tránsito. El test genético confirmó el vínculo madre-hija, como registró el diario Yediot Aharonot. Desde entonces, Israel cuenta con una fiable base de información génica de cada niño que nace, documentada y cotejada con muestras de los progenitores. En los casos de fosas abiertas en las que sí se hallaron huesos, se hicieron pruebas especiales en laboratorios del Reino Unido. Ninguna de ellas dio resultado, no se pudo confirmar la parentela con las familias israelíes que denunciaban desapariciones. La denuncia automática, nunca probada pero viva en el imaginario de los damnificados, es que los huesos de sus seres queridos habían sido cambiados por los de animales.

+@Periodismo Humano

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