martes, 9 de febrero de 2010

TIRAMOS A LA BASURA EL 30 POR CIENTO DEL PAN DE CADA DÍA


Melibea

Cada cual tiene su historia de niñez con el pan en la mano. La mía es la de una vieja tahona profunda y espaciosa, sita en un parque de castaños frondosos, en la que se respiraba un blanco silencio de harina y la penumbra ambiental estaba salpicada de algunos rayados contraluces. De allí procedía el pan diario de nuestra casa, según rezábamos cada noche bajo las luceras abatidas por la lluvia.

A veces también mi padre traía panes de leña de Castilla cuando regresaba de sus rutas ferroviarias. Eran unas hogazas muy grandes, de miga tierna y corteza dura y curruscante, que conservaban durante varios días su prieta frescura si se guardaban en una bolsa de tela. Sabía muy bien aquel pan castellano, sobre todo si se comía con uvas y queso, a la orilla del mar, mientras pescábamos y mirábamos el humo de los barcos.

Mi niñez queda ya tan lejana que nunca había pan en el cubo de la basura. Habría sido un delito imperdonable desechar como desperdicio un trozo de pan duro y condenarlo a tal destino. Besábamos el pan siempre que se nos caía caía al suelo por descuido, y las abuelas y las madres de la guerra nos repetían de continuo que el pan nunca se tira, pues ellas supieron del acoso del hambre.

Hoy en día en España se producen al año 2.200 millones de kilos de pan, de los cuales 660 millones llegan a los vertederos. Se trata, en efecto, de un 30 por ciento del pan nuestro de cada día. Deberíamos reconsiderar este derroche como la máxima y quizá más esencial y primaria expresión del derroche de nuestra sociedad de consumo y bienestar, al tiempo que leemos la Oda al pan de Pablo Neruda o las noticias que nos llegan de Haití.

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