sábado, 5 de abril de 2008

LA RISA DE VIVIR (Relato)


Félix Población
A mi padre. (In memoriam).

Y yo pensaba que la calidad moral de los hombres puede medirse, con relación a su edad, por la mayor o menor cantidad de años que se quitan de encima cuando sonríen.
Antonio Machado

Preludio

Ocurrió cuando tú empezabas a ser la que eres, una niña crecida de la risa de su risa y la nuestra.
Acababas de entrar en el ciclo de la vida. Incluso tenías ya un corazón que empezaba a latir como un caballo desbocado en el vientre de tu madre.
Aquel galope, transmitido a través de una revisión ecográfica, fue para nosotros como el contrapunto de nuestro pulso mientras te esperábamos. Su tañido de sangre virgen repercutía en cada uno de nuestros actos y se asomaba al fondo de nuestros sueños como si de su escucha dependiera toda la realidad de tu forma cuando llegaras a respirar la luz de nuestros ojos.
Fue entonces cuando el abuelo José, tu abuelo, al saberte tan próxima, nos dijo:
- ¡Qué pena! ¡Unos añicos antes... !

Él ya se sentía muy enfermo. Lo habían internado en el hospital hacía sólo unos días, después de que los médicos diagnosticasen la gravedad del caso, y todos pensábamos que iba a ser muy difícil que llegara a conocerte.
Aun así, cuando se enteró de la noticia de tu llegada aquel día de últimos de junio, algo que él posiblemente nunca hubiera podido imaginar en tan adversas circunstancias, el abuelo sonrió:
- Será una nietina - dijo como si te viera con el deseo de un amanecer inédito tras una larga noche de dolorosa zozobra, y se guardó las lágrimas por debajo de aquel rictus candoroso que siempre tuvo a flor de labios.

La risa, Isabel, aquella risa generosa, honrada e inocente, es lo mejor que dejó tu abuelo en mi memoria. Cierro los ojos y la estoy viendo ahora, como creo que lo seguiré haciendo mientras la persiga en tu boca, dibujada en su rostro como un brote inmarchitable de benevolencia.

Nada pudo contra esa risa que se le desgranaba como un destello de crédula confianza en la vida por encima de su perfecta y limpia dentadura, tan vigorosa y firme aún en su vejez.
Ahora que trato de rescatarla para traértela entera y precisa desde el fondo del recuerdo, me pregunto -como me lo pregunté tantas veces de muchacho, cuando empecé a saber cosas de su vida- qué secreta energía pudo mantener la pulcra e ingenua integridad de aquella risa que atravesó las hoscas sombras de una guerra. Qué la hizo sobrevivir sin merma más allá del ultraje que para toda una juventud, emprendedora de la libertad de hacerse a su destino, implicó superar la agresión de tanto resentimiento como comporta una contienda fratricida.

Tu abuelo José llegó a los brazos desalmados de esa guerra antes que a los de su primera novia, adolescente y rubia. Acababa de conocer a tu abuela Mariana, que todavía vestía calcetines blancos, peinaba largas trenzas y jugaba a la comba en las praderas de las romerías, cuando lo llamaron al frente. Desde allí le escribió como soldado los versos de un poeta campesino llamado Miguel cuya voz escuchó en las treguas del combate:

Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.

A tu abuelo José la muerte le pasó rozando la piel como una crepitante y alevosa uña afilada de lumbre.
- Mira la cicatriz - me decía ladeando la cabeza y señalándose unas marquitas en el cuello que a mí, pese a su insignificancia, me causaban un turbador escalofrío -. La metralla de una bomba casi me corta la carótida en la batalla de Teruel.
El estremecimiento de mi rostro infantil ante aquella aciaga posibilidad lo despejaba tu abuelo con su sonrisa, aquella sonrisa abierta de niño grande que me aliviaba de inmediato de toda pesadumbre.
- Habría sido una faena que por sólo unos milímetros no nos hubiéramos podido conocer, ¡mecachis! - añadía quitándole importancia a una certeza que a mí se me antojaba tan funesta como inconcebible.

Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes, tristes.

También el abuelo José conoció las heridas del hambre que dejan todas las guerras cuando llega la paz sobre los vencidos.
- ¿Y cómo duele el hambre? - le preguntaba yo tratando de suponer lo que sería, durante días y días, un vacío en el vientre similar al que me desasosegaba antes de cada almuerzo y me dejaba triste y alicaído, proclive a gimotear por cualquier cosa.
- ¿Que cómo duele? - me contestaba tratando de rehacerse a una idea extraviada con un largo silencio -. Más que doler, arde, te seca por dentro. En los países donde hay hambre, los cuerpos de los hombres se parecen a esos árboles muertos a los que chupó la furia de un rayo.

A mí me parecía casi sobrenatural que, pese al lúgubre asedio de la guerra y el hambre, a tu abuelo José se le hubiera quedado para siempre aquella risa llena de confiada generosidad en la boca.

Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes, tristes.

Continuará.
Del libro
La risa de vivir y otros cuentos sin cuento
Bibliosonda Ed.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Me has dejado con las ganas de seguir leyendo, Félix, esa historia prmete...

Anónimo dijo...

Me ha gustado. Esperaré lo que sigue con ganas.

SBP dijo...

Qué lindo... Me ha hecho sonreír.

Anónimo dijo...

Menos política y más literatura si es así. No sobra, mucho menos en internet. ¿Dónde puedo encontrar ese libro?

Anónimo dijo...

A mí me ha hecho llorar...

Anónimo dijo...

alguien que quieres dijo: Me gusta mucho el primer párrafo de la risa de vivir y la foto que le has puesto a este artículo deberías seguir escribiendo, para mi gusto historietas cortas ingeniosas y divertidas de esas que tu haces y que te salen tan bien, hay mucha gente que admira tu buena literatura entre otras, yo.Un dato sobre este anónimo es que sabe que este libro identifica las 4 estaciones.

Publicar un comentario