domingo, 10 de abril de 2005

Niños gordos, viejos centenarios

Félix Población

Me cuenta mi hija, inserta por edad en periodo de chuches, que pocos de sus compañeros acuden al cole provistos del simple bocata casero. Nada digamos si como acompañamiento añaden una fruta al tentempié de la larga jornada matinal. Lo habitual entre ellos es hacer uso de la confitura envasada o la bolsita de golosinas en su más variopinta y multicolor gama de gusanitos. Hay colegios, incluso, que disponen en sus pasillos interiores de máquinas expendedoras de todo ese tipo de productos.

Ahora Sanidad ha tomado cartas en el asunto con un retraso evidente. Lo prueba el alarmante crecimiento del sobrepeso y la obesidad entre los niños menores de 12 años que nos sitúa por encima de la media europea. El incremento en los últimos años ha pasado de un 5 a un 16 por ciento, lo que traducido en gasto sanitario supone algo más de dos mil millones de euros anuales.

Es normal que las magnitudes económicas sean un baremo digno de la máxima estima por parte de los gobiernos. Que ante los gastos acumulados en exceso se primen directrices capaces de reducirlos. Ha ocurrido con las graves consecuencias sociales del consumo de tabaco y parece que en esa misma línea se orienta una estricta vigilancia de la alimentación infantil. Lo que no se entiende es la desatención que se ha tenido hasta la fecha con tan esencial aspecto del desarrollo de nuestros más jóvenes ciudadanos, llamados a sucedernos en el porvenir. Basarse en el gasto que comporta su mala alimentación no debería ser el acicate a posteriori para enmendarla. El incentivo en origen de un Estado que se dice de bienestar sería haber evitado esa lamentable deficiencia.

Es claro que para ello se deberían haber arbitrado antes las medidas que ahora se van a imponer con un cierto ánimo de rigor. Una reducción en la proporción de ácidos grasos saturados y azúcares en los productos infantiles, un seguimiento estricto de los menús escolares y el fomento del deporte parecen requisitos teóricos indispensables para evitar el sobrepeso infantil.

Sin embargo, como en todo proyecto que tenga por destino la niñez, de muy poco servirán las pautas que dicte la administración si desde la familia no se erradican ciertos hábitos de consumo y conducta muy arraigados en los últimos años. Entre los primeros no falta la diaria ingestión de chucherías atiborradas de aditivos y colorantes de dudosa identidad. A los segundos pertenece el hipnótico quehacer sedentario de la tele, los juegos de consola y demás videopatologías conducentes al aislamiento y la indiferencia social.

Recientemente se ha reunido en Cuba el llamado Club de los 120 años, una convocatoria que reivindica el altruista y por el momento lejano horizonte de llegar a esa avanzada edad con buena calidad de vida. La celebración de un seminario de esas características es sin duda singular en un mundo que tan de lado se muestra con la ancianidad, antaño maestra de las viejas culturas.

Pues bien, en ese querido país caribeño, obligado por circunstancias geopolíticas al más duro y largo bloqueo económico que haya sufrido nunca un pueblo, el número de centenarios en una población de 11 millones alcanza los 2.500 (al Club pertenece un total de 5.000 en todo el mundo). Varios de los cubanos han explicado las posibles razones de su longevidad alegando diversos motivos. Uno decía haber bebido mucha leche, otro se había hartado de tocino y tasajo y otro de tomate. Todos, sin embargo, coincidían en su gusto por la fiesta y el baile, y la única mujer iba más allá, mucho más allá de esa melódica afición tan arraigada en los naturales de la isla: Me gusta el baile, el baile con armonía, el danzón y son, y sobre todo me gusta que me quieran.

La señora se llama Caridad León, tiene 101 años y es tan seguro que no nada en la riqueza como que no ha probado una chuche en su dilatada existencia. Su criterio vital choca con el de nuestro mundo porque evoca, ante todo, el tiempo más preciado del que posiblemente más faltos y necesitados andamos en nuestra abundancia. Es el tiempo del bolero Amar y vivir. Lo mismo vale para buscar la palabra del amigo que para preparar el bocata del pequeño:

Se vive solamente una vez,
hay que aprender a querer
y a vivir.

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