viernes, 4 de febrero de 2005

Teoría del gargajo

Félix Población

Cuentan quienes la vivieron con todos las insuficiencias propias de las circunstancias que aquel recipiente era indispensable entre el mobiliario de uso de los locales públicos. Me refiero a las escupideras de la inclemente posguerra, cuando entre otras admoniciones de obligado cumplimiento en los rótulos adscritos a las paredes de esos espacios figuraba la de no escupir en el suelo.

Tal prohibición era indicio sin duda de que tan sucio y viciado proceder no estaba ni mucho menos desterrado de la malas costumbres de esos desventurados años, sino muy a tono con aquellos bacines de loza ubicados discretamente en las esquinas para paliar en lo posible la exhibición palmaria de semejantes evacuaciones.

A lo largo de mi no corto itinerario por los países de la comunidad europea, llámense Italia, Alemania, Hungría o Portugal, por incluir en la relación al más próximo e hipotéticamente más afín con nuestra idiosincrasia, no tengo constancia de haber observado tanto escupidor suelto como aún abunda en esta vieja y cara nación. Puede que la memoria de mi perspicacia me engañe, pero estoy por asegurar que brillan por su ausencia detalles de ese tenor en mis cuadernos de viajero.

Si hoy me paro a notificar este apunte es porque acabo de tenerla con uno de esos ciudadanos guarros y malcriados que hacen ostentación del gargajo sin reparar en el prójimo. No satisfechos con su generosa contribución personal al desprecio de su imagen pública, estos tipejos –como es el caso- son asimismo una amenaza de físico contacto con sus miasmas para quienes nos vemos sorprendidos al paso por su inverecundia. Allí donde les surge el moco, allí lo vierten, por transitada que sea la vía o abigarrada la apretura de transeúntes.

Soy de los que piensa, a la vista y frecuencia de ese incívico proceder todavía vigente en las nacionalidades y regiones de nuestro solar hispano, que mientras subsista el mismo pervivirán en este querido país otras lacras no menos inciviles, tan añejas o más que la censurada.

La lista podría extenderse sobre muchos aspectos de la vida nacional, a más de los estrictamente relacionados con los hábitos de urbanidad, limpieza, amabilidad y pulcritud en el trato y la convivencia públicos, cada vez más depreciados. Entrarían en ella, por poner sólo algunos ejemplos de puntual actualidad, las rancias concepciones morales de algunos señores obispos y la desgraciada coña mariñeira de don Manuel el de Palomares sobre la homosexualidad y el preservativo, los brotes de racismo propalados por vocingleros sectores de fanáticos en los campos de fútbol, el reconcomio de la ultraderecha pepera engolfada en un complejo redivivo de cruzada y ciertas teorías nacionalistas extremas e insertas en la doctrina decimonónica de un credo xenófobo.

Pero, por centrarnos en los que más competiría al perdurable vicio del gargajo entre nosotros, vinculado sobre todo con la contravención a las más mínimas normas de higiene y respeto a los demás, la relación más directa y a juego con esa tara del esputo público y notorio acabamos de encontrarla en el puesto que España ocupa como nación más desconsiderada hacia el medio ambiente.

Estamos en cabeza. Lo certifica la Dirección General de Medio Ambiente de la Comisión Europea, por si la denuncia constante y tenaz de Ecologistas en Acción no fuera suficiente. El número de procedimientos abiertos contra nuestro país por infracción o incumplimiento de la normativa ambiental comunitaria, 85, superó a mediados del año pasado casi en el doble y hasta bastante más los de Italia e Irlanda, naciones que nos siguen en ese bochornoso liderazgo.

Parece en cierto modo lógico que dándose en una sociedad esos nauseabundos tipos tan familiarizados con la desvergüenza de excretar sus flemas a ojos vista, el tratamiento de las aguas residuales, la eliminación de residuos y la conservación y protección de nuestro hábitat nos sitúen a la cabeza de la desidia y el desprecio por nuestro entorno.

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