jueves, 20 de enero de 2005

El Papa y Casaldáliga

El Papa y Casaldáliga
Félix Población

Cuenta la leyenda que desde hace mil años, en vísperas de la muerte del pontífice de Roma, la tumba del Papa francés Silvestre II exuda una especie de humedad que apercibe al mundo de la inmediatez del óbito. No hay constancia hasta ahora de que ese mirífico percance haya ocurrido con Juan Pablo II. La prueba es que ahí sigue Wojtyla, anciano y enfermo, pese al largo tránsito de dolor y lento acabamiento a que le somete su maltrecha salud.

Se quiere sostener, desde las instancias más afines a la bien evidente doctrina conservadora del Vaticano, que la permanencia de Juan Pablo II al frente de la Iglesia, con una presencia pública cada vez más lastimosa, obedece a la voluntad personal de sacrificio y pundonor que guía al Papa polaco. Sin embargo, por muy estimable que pueda ser esa consideración entre los creyentes más adictos a viejas concepciones de inmoladora ejemplaridad, otros criterios más humanitarios deberían primar ante el creciente y ostensible deterioro físico del pontífice.

En esa línea, a favor de una eventual dimisión, se han manifestado claramente muchas comunidades católicas de base y varios cardenales. Aducen éstos que si Wojtyla tuviera conciencia de su incapacidad para dirigir la Iglesia lo reconocería tomando de inmediato esa decisión. Lo que no comentan los purpurados es lo que se puede esconder tras la frase alegada desde la curia vaticana para zanjar la posibilidad de un relevo: Juan Pablo II seguirá adelante mientras Dios quiera. Acaso hasta que el espíritu santo otorgue luz a la más conveniente de las líneas sucesorias.

No le ocurrirá lo mismo a Pere Casaldáliga, el obispo español que desde hace más de treinta años ha estado al frente de la prelatura de San Félix de Araguaia, en el Mato Grosso brasileño. Le ha llegado la jubilación por razones de edad y sus superiores en Roma han decidido excluirle de proseguir al lado de sus feligreses ante la venida de un sustituto, del que se desconoce hasta el momento nombre y opinión. Por la manera que se están haciendo las cosas -ha dicho Casaldáliga ante su predecible destierro- imagino que no va a ser de nuestras ideas.

Las del misionero claretiano son unas ideas muy claras, defendidas con el ejercicio de su cabal interpretación del mensaje evangélico y los principios de la teología de la liberación. Eso le valió el enfrentamiento con la dictadura militar, con la oscura y poderosa mafia de los latifundistas brasileños y hasta con el propio Vaticano. Algunos de sus colaboradores fueron asesinados por su lucha en pro de los más desfavorecidos y él mismo fue amenazado de muerte en varias ocasiones. En compensación con su compromiso, Roma lo convocó para un juicio doctrinal, en lugar de auparlo a un cardenalato que él posiblemente desestimaría a pesar de su ejemplar trayectoria.

Enfermo de Parkinson, como el Papa, Pere Casaldáliga sólo aspira a servir de ayuda al nuevo prelado en cuanto tome posesión de su cargo y cumplir así su deseo de morir de pie, como los árboles, al lado de quienes como conciudadanos han dado sentido a su biografía y a su apostolado. Si no se le permite vivir entre los suyos como sencillo sacerdote los últimos años de su avanzada existencia, habrá que convenir que la pretensión de Roma es una expulsión en toda regla y no un relevo cristiano.

Puede que el relevo del pontífice sea impensable y que su permanencia al frente del Vaticano sólo esté en las azarosas manos de Dios hasta que los intensivos tratamientos médicos sean inútiles. Su caso recuerda el de aquellos regímenes autárquicos aferrados al agónico papel representativo de sus líderes ante la incertidumbre del porvenir, algo que como principio político de conducta no concuerda sin duda con el de la más elemental caridad cristiana.

El de Casaldáliga, en el Mato Grosso brasileño, afincado en la tierra y en la comunidad que le dio destino, no. El contenido de su mensaje se inscribe en la mejor trayectoria renovadora que el concilio Vaticano II quiso para una Iglesia en coherencia con su doctrina fundacional. Por eso el misionero catalán quiere morir de pie como los árboles allí donde plantó y fructificó la raíz de su ideario: el de un cristiano rebelde en su fe. El anciano obispo teme que con su expulsión se pretenda erradicar, como en otros lugares, el proceso de liberación cristiana del que fue guía y valedor.

Ante la resistencia a un relevo por el que clama la humana misericordia y la obligación de otro que comporta desalojar de su diócesis al propulsor de un surco esperanza entre los humildes, cabe preguntarse qué pintan dos iglesias tan distintas bajo una misma institución.

(120205)

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