Félix Población
La actitud del ministro Bono de dar por zanjado y visto para la anécdota la agresión, zarandeo o maltrato oral del pasado sábado en la manifestación de Madrid, honra a don José, pero tal proceder debería haberlo asumido antes de reaccionar con humana vehemencia a la insidiosa afrenta. Sobre todo porque su irritada declaración en vivo iba a ser, como fue, argumento capital de titulares y estela de sucesivas y enconadas declaraciones.
¿Que estaba en su derecho ante la violenta actitud de semejante panda de energúmenos? Nadie lo duda. Pero como bien sabe un político de su sagacidad, pese a que se alistara como personal de tropa con espontánea y acaso imprudente convicción a una manifestación en solidaridad con las víctimas de ETA, entre los dos grandes partidos mayoritarios se está ventilando precisamente ahora cómo ponerse de acuerdo para enfrentarse al terrorismo y a otros problemas estatutarios de no poca enjundia afectos al País Vasco.
En esa coyuntura, y tras el puntual y reciente entendimiento con el Partido Popular en tan delicada materia, toda declaración que dé pie a portadas amarillas, gruesos protagonismos y carnaza mediática a los secuaces de la algarada, no contribuye a la unión de ese frente común de perentoria necesidad contra el único enemigo que hace de la muerte su bandera.
Igual reproche cabe esgrimir -con más y sobradas razones- ante la actitud con que la dirección madrileña del Partido Popular encajó la provisional detención de un par de sus militantes con cargo, supuestamente implicados en la fechoría. Resulta excesivamente provocador y totalmente desproporcionado acusar de Estado policial al que trata de defender a quienes nos gobiernan de los fanáticos de la violencia. ¿No era por las víctimas de la violencia por lo que se habían congregado los manifestantes? ¿Qué pintaban esos desalmados en una representación de solidaridad? Por si el PP no pudiera o supiera corregir los desmanes de quienes se amparan en el carné del partido para la tropelía, es obligación del Estado proceder a su represión inmediata. Sobre todo cuando pudiera haber indicios de que desde el Partido Popular se instó a la manifestación del pasado día 22 con intenciones desestabilizadoras.
Resulta deplorable para todo ciudadano bienandante que de la convocatoria de ese sábado sólo quede como más noticiosa cabecera en las hemerotecas el agresivo comportamiento de unos cuantos y fehacientes fascistas, equiparables en su incivil conducta a los gamberros callejeros del País Vasco. El ulterior gesto de buena voluntad del ministro Bono, tratando de subsanar el incidente con la categoría de anécdota, no debería ser excusa para que el PP olvide o diluya la obligación que le compete de sancionar severamente a quienes desde puestos de confianza pueden y están consiguiendo denigrarlo hasta extremos de peligroso riesgo.
Esa intención, aunque llegó a ser manifiestamente expresa entre los directivos del partido de la oposición, quedó devaluada ante las razones de parvulario que la acompañaron. No se puede estar siempre a la greña, desde una oposición que acoge los votos de diez millones de ciudadanos, con futilidades tales como el pertinaz recuento de agravios comparativos a toro pasado. Máxime cuando está en juego la solidaridad y el apoyo a las víctimas del terror y la configuración de un Estado que debe erradicarlo definitivamente de su más próximo porvenir.
Si no son capaces de zanjar diferencias partidistas quienes -por respeto a la vida y al diálogo democrático para el que han sido elegidos- deben apostar por la tolerancia frente a todo abuso fanático, el futuro de este país como sociedad civilizada está en entredicho. De momento es de muy mal agüero que los centenares de familiares y amigos de las víctimas de la violencia, repartidos a lo largo y ancho de España, tiendan a la cerrazón contumaz de los grupúsculos ideológicos antes que a la expansión común y ejemplar de sus derechos y humano testimonio.
Si ellos, que lo llevan sentimentalmente en la memoria, no se unen para preservar su tragedia de la indiferencia o la omisión, mal podemos reclamar a nuestros políticos que hagan lo propio para que la intolerancia y la barbarie no sigan repartiendo inquina y resentimiento bajo la alargada y tantas veces aciaga sombra de Caín.
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