domingo, 26 de diciembre de 2004

En honor al honor

Félix Población

Quizá porque las fiestas navideñas, a pesar de la marejadilla rolando a marejada que las consume, aún siguen contando con una menor pero sustanciosa persistencia evocadora, una buena amiga se sirvió de esas circunstancias para rememorarme algunos lances de su pasado. Se remontaban éstos a su pubertad, a principios de los setenta, cuando entre las jóvenes generaciones de scouts se propendía a asimilar la convivencia como asignatura obligada y fermento imprescindible para el desarrollo social. Recordaba mi amiga que en una de sus jornadas de acampada por tierras de Zamora, de donde es natural, se debatió el concepto del honor. El objetivo consistía en definirlo de la manera más clara y convincente, algo que sin duda parecerá en los tiempos corrientes impropio de unas muchachas que aún no llegaban a la adolescencia. El honor –se dijo entonces y mi informante lo recuerda como una clave elemental de su conducta- es la lealtad del hombre libre ante una sociedad responsable. Ahí es nada en un período, aquél, en que la libertad era sólo un proyecto y la sociedad española permanecía aún amordazada para asumirlo.
En las mismas fechas navideñas, un querido médico rural de la aludida provincia, cuya mocedad profesional discurrió por pueblos y aldeas de Castilla en los desolados años de la posguerra, refiriéndose a las duras condiciones en que estudió su carrera, me expuso una modalidad de crédito que obligadamente ha de sorprender en la actualidad. Consistía ésta en un tipo de ayuda económica para sufragar los estudios universitarios, concedida por algunas instituciones financieras con el sólo aval de un catedrático que reconociera los méritos académicos del beneficiario. Con la única firma de aquél, podía éste presentarse en el banco y obtener la cantidad que considerase menester sin más respaldo que sus calificaciones. Se daba por supuesto, desde luego, el compromiso implícito de devolverla en cuanto el estudiante se licenciase y empezara su ejercicio profesional como joven doctor. A tal fórmula se la conocía por una denominación tan estricta como rotunda de contenido: préstamo sobre el honor.
Median entre la generación de la joven scout y la de mi estimado y admirado don José casi cuarenta años, pero en uno y otro caso el honor manda como significado ejemplar y cabal principio de conducta. Un amigo abogado me confesó una vez que si su profesión resulta tan imprescindible y boyante en las presentes calendas es porque se ha perdido el concepto del honor. Hubo un día en que la palabra y las manos estrechaban lo que ahora sólo cabe suscribir en presencia de un profesional de las leyes. La mínima transacción económica requiere hoy esa formalidad para ser fiable. Nada tiene refrendo categórico si no es mediante la concurrencia de un tercero que vive de tutelar la falta de confianza en el prójimo. La misma palabra de honor con que los niños de mi generación certificábamos nuestros pequeños compromisos ha desaparecido del lenguaje convencional. Aún recuerdo la firme entereza y leal responsabilidad que afianzaba su empleo entre dicentes y oyentes cuando las circunstancias lo demandaban.
La sociedad de consumo de la que somos víctimas, con su mercantilismo galopante y el asentamiento del dinero como valor sustantivo de las relaciones humanas –tanto tienes, tanto vales-, ha arrumbado el honor como concepto al desván de la obsolescencia. Su transformación en un arcaísmo sin curso ni legitimidad debería preocuparnos seriamente. Estamos haciendo de la convivencia un cálculo prestamista similar al que los bancos nos conceden por nuestras cuentas corrientes. Corremos el riesgo de convertir el mayor bien que fundamenta nuestro existir –la amistad, la solidaridad, el apoyo mutuo- en un mercadeo de clientelismo y un trasiego constante de intereses.
En honor a los conceptos anotados al principio, cabe esperar que alguna vez recapitulemos y desistamos de comportarnos como agencias financieras. Quizá si diéramos más crédito al honor y menos al capital y a las fiebres de poder y consumo, evitaríamos el riesgo de hipotecar nuestro porvenir cívico.

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