miércoles, 1 de diciembre de 2004

El trato a la vejez en los hospitales

Félix Población

Nunca fui partidario del tuteo indiscriminado que hoy tanto se estila en las relaciones personales. Por más que se haya democratizado la convivencia en los distintos ámbitos de la vida social, siempre me pareció digno de uso y aplicación el tratamiento de usted que se le daba no sólo a las personas adultas con las que no se tenía familiaridad, sino a todas aquéllas que me merecían un cierto respeto por razones de edad y valía profesional.

Yo no sé por qué el desbocado empleo del tuteo ha alcanzado los niveles de abuso que actualmente comporta. Quizá se deba a la desaforada fiebre de juventud que alienta en el esquema mental de nuestra sociedad. Acaso sea una réplica del lenguaje publicitario en su afán obsesivo por hacernos más coloquialmente la rosca del consumo. Puede que así experimentemos la vana presunción de creernos iguales o pretendamos resarcirnos de las rígidas y jerarquizadas costumbres que los viejos libros de urbanidad nos inculcaron en el pasado.

La dignidad del usted está para mí fuera de toda duda al margen de modas y prejuicios. No deberíamos anular esa fórmula de tratamiento por más que las circunstancias jueguen en su contra. La considero elemental y hasta obligada en ámbitos muy concretos, hoy desestabilizados por la generalización del tuteo. El ejemplo que ahora mismo me parece más susceptible de enmienda es el de los hospitales públicos.

Personalmente pienso que está fuera de la natural relación entre personal sanitario y pacientes que aquél trate a éstos de tú a las primeras de cambio. Y si esto me parece forzado cuando la edad podría sugerirlo, mucho más me resulta cuando el enfermo se encuentra ya en el arrabal de senectud, como diría el clásico.

Creo que la sanidad pública debería corregir esa costumbre hecha norma. Aunque podría justificarse en razón a unos deseos de aproximación familiar al enfermo, estoy convencido de que a la mayoría de nuestros ancianos les incomodan esas espontáneas confianzas. Incluso estoy por asegurar que pueden tildarlas de frívolas y hasta ofensivas en algunas de las duras circunstancias por las que puede pasar su internamiento.

Se me ocurren varios argumentos para favorecer el tratamiento de usted con los pacientes de edad avanzada. El primero y elemental se lo da el merecido respeto a sus años. Ellos crecieron en la convicción de que sólo tratándolos así se les considera dignos del mismo. La arbitrariedad del tuteo sin más podrían estimarla, y así suena a veces, como todo lo contrario. Se tiene la sensación al escucharlo de que enfermeras y médicos, obligados a los múltiples y rutinarios menesteres de su profesión, tienden a simplificar y reducen la ancianidad a guardería, con el riesgo implícito de confundir razones con caprichos y atenciones con manías. Es como si en lugar de prestar al tuteo la llaneza que implicaría su uso, el abuso del mismo simplificara las relaciones con los enfermos vaciándolas de humanidad. Puede que entre el personal sanitario se sustente la creencia contraria, pero me temo que esa consideración es totalmente errónea.

A favor del respeto debido a los enfermos más ancianos cuenta también su historia. Quienes ingresan hoy octogenarios en un hospital público, sufragado con el rendimiento de sus muchos años de trabajo, vivieron en su infancia y purgaron en su juventud los rigores de una guerra y las miserias de una posguerra no menos inclemente. En las horas de vigilia que viven en sus habitaciones algunos se preguntan, entre el delirio y la perplejidad, si las atenciones que reciben son gratuitas, como si les costara asumir los derechos que las avalan. En lo más hondo de su memoria aún subsisten los fantasmas del pasado que cercaron de privaciones sus vidas.

Todo esto debería tenerse en cuenta a la hora de abreviar el tratamiento con familiaridades impostadas. Bien está que nos ganemos su confianza con una profesionalidad lo más amable posible, pero no por el falso atajo del tuteo trivial y generalizado, sino desde la naturalidad del usted que enmarca su dignidad y sustenta la respetabilidad de su edad y biografía.

Lo más lamentable es que, en ocasiones como la que acabo de vivir en el Hospital de León, esa forma de trato responda a una sintomatología de males de hospitalidad mucho más graves en la sanidad pública con respecto a los ancianos. Allí he sido testigo de la más extrema frialdad e indiferencia por parte de médicos y enfermeras ante los últimos días de un viejo y querido maestro. A la absoluta falta de información y carencia de la más mínima delicadeza durante las jornadas de internamiento le siguió una actitud humana tan gélida, la misma madrugada de su muerte, que la de la intemperie invernal casi les resultó a sus familiares confortadora.

Contra esa línea de desidia humanitaria cabe reivindicar una vez más el derecho a morir a solas en la habitación de un centro sanitario. Un biombo para preservar la intimidad en esa última hora constituye, más que un lenitivo, un agravio a toda una vida de cotización al sistema sanitario. Si no se es capaz de dispensar esa sola prerrogativa a los ciudadanos que la pagan con su trabajo, mal podemos enmendar otras fallas más complejas para las que no sólo se requiere un poquito de humanidad

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