domingo, 14 de noviembre de 2004

Los niños muertos, los muertos ultrajados

Félix Población

Las estadísticas hablan de los traumáticos efectos que tuvieron las imágenes de la caída de las Torres Gemelas sobre los televidentes en Estados Unidos. No es para menos porque ni el más calenturiento guión cinematográfico habría podido llegar tan lejos para amedrentar al espectador. La filmación del hecho, en vivo y en directo, reduplicó sin duda la incidencia del miedo en la conciencia de los norteamericanos.

Aquello fue tan pavoroso que vino a estimular después, de parte de quienes se han creído sumos protectores del occidente cristiano, la larga oleada de terror que se abate sobre los supuesto territorios del Maligno. En las entrañas de esa tierra yace la energética y sustanciosa razón de la conquista, propalada bajo las añagazas de la democracia y la libertad.

Esa marejada de espanto la describen con su horrísona estela de fuego los aviones artillados AC-130, los potentes cazabombarderos F-16, las ciudades muertas: Bagdad, Tikrit, Mosul, Faluya...También se da con saña en la sórdida intrahistoria del conflicto, de difícil indagación, y de cuyos rigores a veces nos llegan flashes espeluznantes de tortura o de muerte. El cámara Kevis Sites no se consideraba un reportero carroñero. Por eso no buscó la incidencia homicida. Se la encontró al paso de la patrulla de marines en la vieja mezquita arrasada de Faluya. No se remata a los agonizantes como excepción cuando se ostenta tanta rutina apretando el gatillo.

Posiblemente nunca sepamos con exactitud el número de víctimas iraquíes que la invasión anglo-estadounidense ha ocasionado en aquel país. Las cifras de los muertos son en esta guerra materia oculta. Una prestigiosa publicación científica no frecuentada o silenciada por los canales de información al uso, Lancet, calcula que pueden llegar a 100.000, de los que el 95 por ciento han fallecido como consecuencia de los ataques aéreos y el fuego de la artillería. La mayoría de las víctimas -se asegura- son mujeres y niños.

Las mujeres y los niños son el porvenir de las naciones. Eso lo saben muy bien en Palestina. Allí, como consecuencia del ardor beligerante con que la administración estadounidense emprendió su cruzada en contra del terrorismo -o sea, en pos del petróleo iraquí-, el gobierno de Sharon se ha sentido muy motivado este curso para actuar con más virulencia que nunca en su celo represor. Amnistía Internacional recordaba recientemente que 150 niños palestinos han muerto a lo largo del año víctimas de las acciones militares judías. El cómputo resulta tan escalofriante que anonadaría a cualquier comunidad que lo sufriese para vergüenza del mundo que lo permite:

¿Quién vio la sangre niña en mil gotas gritando:
¡crimen, crimen!,
alzada hasta los cielos
como un puñito inmenso clamoroso?
Rostros pequeños, las mejillas, los pechos,
el inocente vientre que respira:
La metralla, la súbita serpiente,
muerte estrellada para su martirio.
Ríos de niños muertos van buscando
un destino final, un mundo alto. *

Por si el dato no moviera todo lo que debe a la indignación, un periódico israelí de gran tirada se permitió desvelar el otro día lo que parecía ser un secreto a voces entre las fuerzas militares de su país: que los soldados judíos ultrajaban con todo tipo de vejaciones los cadáveres de los milicianos palestinos fallecidos en acciones armadas.

La guinda la puso fechas después Collin Powell, en su última visita a los líderes palestinos tras su dimisión como secretario de Estado. Con esos precedentes recién conocidos, les hizo la cínica merced de aconsejarles que evitaran cualquier incitación a la violencia, acaso como hipócrita adelanto de lo que les espera escuchar de labios de su sucesora..

Los niños muertos, los muertos ultrajados, la sangría y el pánico en las ciudades iraquíes y la desesperación y la ira como único sentir en el entorno de los pueblos cautivos no cuentan en nuestros telediarios. Todo eso arraiga y crece en el silencio de la desolación contra los culpables de tanta ignominia. El nombre de ese trauma se llama odio y no suele aplacarse con imposiciones.


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(*) Vicente Aleixandre: Oda a los niños muertos por la metralla. Madrid, otoño de 1936.

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