Quizá este excelente artículo, publicado en un modesto medio de información arraigado desde hace unos cuantos años en aquella abrupta geografía, no llegue a los gabinetes de prensa de los departamentos correspondientes del gobierno de la Junta de Castilla y León. Y si llegara, es probable que tampoco tuviera consecuencias. Hablamos de gobiernos que llevan cuarenta años sin hacer frente a los problemas que se plantean en el siguiente texto, publicado en Diario de Valderrueda. Al contrario, la despoblación prosigue en aquellos municipios porque este parque regional parece como si estuviera condenado a convertirse en un museo de sí mismo. A diferencia de otros en este país y en Europa, este parque se le administra desde fuera, como si quienes lo habitan fueran figurantes sin voz. La administración debe estar -escribe con criterio incuestionable el articulista- donde está la vida. Un parque regional sin habitantes no es un Parque, es un decorado, una suerte de vistoso escaparate para turistas, una postal para redes sociales, una excusa para nuevas obras como ese puente sobre el embalse riañés. Un territorio sin alma. Mientras en otros parques europeos la ganadería es vista como columna vertebral del sistema, aquí es tratada como una molestia administrativa. Como primera gran incoherencia de este Parque Regional de la Montaña de Mampodre y Riaño está decir que se protege la naturaleza mientras se asfixia al agente ecológico más importante del territorio. Muy cierto.
Alberto Díez
La última vez que escuché a un
cargo público hablar del Parque Regional Montaña de Riaño y Mampodre lo hizo
con la solemnidad de quien presenta algo grande, importante, casi heroico.
Mostraba imágenes de un nuevo puente
turístico erguido sobre el embalse riañés, como si esa estructura
fuese la llave maestra capaz de abrir un futuro brillante en esta comarca que
se ha ido apagando década tras década.
Lo curioso es que, mientras
hablaba, yo no veía un puente: veía una grieta. Una
grieta entre lo que se promete y lo que realmente se vive aquí. El
puente, la pasarela, la obra vistosa… no importa la forma. Importa el fondo: la
desconexión profunda entre la Junta de Castilla y León y la realidad cotidiana
de quienes habitamos estas montañas.
Y esa desconexión es la que
convierte cada anuncio institucional en una pieza de propaganda hueca, porque
aquí, a pie de suelo, cada invierno más largo, cada casa apagada, cada
explotación que cierra, cada consulta médica que se cancela, confirma lo que la
administración se obstina en no ver: este Parque se queda sin
habitantes.
No es una metáfora. Es estadística
pura. Según los padrones consolidados elaborados a partir de los datos del
Instituto Nacional de Estadística (INE), esta zona perdió más de 240 habitantes
solo en el último año. En varios municipios la densidad cae por debajo de los
cuatro habitantes por kilómetro cuadrado, un valor que en la clasificación
europea equivale a despoblación extrema. La provincia de León, por su parte,
perdió 1.388 personas en 2023; y las proyecciones oficiales estiman una caída
superior a los 17.000 habitantes en los próximos 15 años. Son cifras que cualquier
administración mínimamente responsable tendría tatuadas en su frente. Y, sin
embargo, aquí seguimos, con anuncios de obras turísticas que no sostienen
población. Con discursos que ignoran lo esencial: un Parque sin habitantes está condenado a convertirse en un museo
de sí mismo.
Lo que más sorprende es que la
Junta actúe como si todo esto fuera una especie de malestar local, como si la
despoblación fuese una emoción, una sensación, un prejuicio. Pero aquí no se
trata de sensaciones. Se trata de números que se pueden trazar en un gráfico. Y
se trata, sobre todo, de vidas que se marchan porque la administración ha
decidido que la palabra “protección” significa “preservar el decorado, no a las
personas”.
Lo más doloroso de esta deriva es
la gran impostura sobre la que se construye la narrativa oficial del Parque:
ese paisaje que tanto se fotografía, que tanto se imprime en folletos, que
tanto se sugiere como naturaleza impoluta, no existe sin quienes lo han
trabajado durante generaciones. Es el resultado de siglos de manejo humano:
pastoreo extensivo, siega, desbroce, apertura de pasos, mantenimiento de
majadas y caminos. Ese paisaje no es virgen; es cultura. Y la cultura necesita
personas. Aquí, la Junta parece querer el paisaje, pero no a los habitantes.
La ganadería extensiva — la misma
que Europa reconoce como generadora de servicios ecosistémicos de primer orden
— sobrevive en estas montañas no gracias a las políticas del Parque, sino a
pesar de ellas. Las exigencias burocráticas, la falta de infraestructuras
adecuadas, la tardanza en las compensaciones por daños y las trabas a mejoras
básicas convierten la vida de los ganaderos en un ejercicio constante de
resistencia.
Mientras tanto, parques como
Somiedo o Redes son capaces de integrar a los pastores en la gestión, reconocer
su función y convertirlos en aliados. En los Alpes, la compensación económica
por mantener pastos abiertos, por prevenir incendios de forma natural, por
sostener corredores ecológicos, no es un concepto teórico; es una realidad
consolidada. Aquí, en cambio, quien mantiene la montaña abierta trabaja gratis
para toda la comunidad.
No es casualidad que, mientras en
otros parques europeos la ganadería es vista como columna vertebral del
sistema, aquí es tratada como una molestia administrativa. Esa es la primera gran incoherencia de este Parque Regional: decir que protege la naturaleza mientras asfixia al agente
ecológico más importante del territorio.

La segunda incoherencia es
sanitaria. En los informes del Ministerio de Sanidad se refleja un hecho
preocupante: la ratio de profesionales en la atención primaria rural de
Castilla y León es insuficiente para un territorio tan disperso. Las listas de
espera — publicadas por la propia Junta y citadas en los análisis provinciales
recientes — revelan retrasos que, en la vida cotidiana, se traducen en algo
crudo: si enfermas aquí, esperas. Y si nieva, puede que esperes más de la
cuenta. Cualquiera que viva en un pueblo lo sabe: a veces la medicina depende
más del cielo que del sistema. Y nadie fija población donde la salud depende de
un golpe de buena suerte.
El panorama educativo no es mejor:
las aulas se sostienen en equilibrio inestable, las matriculaciones se
tambalean, y cada cierre de escuela supone una sentencia adicional para la vida
de un pueblo. En cuanto a vivienda, la política fiscal autonómica presume de
deducciones para rehabilitar inmuebles en municipios pequeños, pero sin
vivienda accesible, sin servicios estables, sin tejido productivo y sin una
estrategia real de asentamiento, esos incentivos se quedan en papel mojado. La
fiscalidad no fija población si no se acompaña de vida.
El tejido productivo de la comarca
— o lo que queda de él — es otro frente abandonado. Hay ganadería, recursos
forestales, producciones alimentarias artesanales, pero falta lo que hace
sólida una economía local: centros de transformación, cooperativas territoriales,
logística compartida, marca comarcal reconocible, redes agroalimentarias
robustas. Todo aquello que parques como Aigüestortes o diversas Reservas de la
Biosfera han integrado de forma natural en sus estrategias. La nuestra, en
cambio, parece una economía dispersa condenada a defenderse sola, pieza por
pieza.
La montaña, sin embargo, aporta
mucho más de lo que recibe. Los servicios ecosistémicos — captura de carbono,
regulación hídrica, prevención de incendios, mantenimiento de hábitats — son
esenciales no solo para el Parque, sino para regiones enteras. Pero aquí no
existe ni un programa de compensación ni una política de reconocimiento. Mientras Europa avanza hacia modelos donde quien cuida del
territorio recibe un retorno, nosotros seguimos tratando ese cuidado como un
deber silencioso de los de siempre.
Y luego está el punto que resume
mejor que ningún otro la falta de respeto de la administración hacia este
territorio: la sede central del Parque no está en el Parque.
Está a kilómetros, en despachos urbanos donde es imposible percibir la
temperatura social de las montañas, su latido, su precariedad, sus urgencias.
Es quizá la imagen más descarnada de esta gestión: un Parque administrado desde fuera, como si los habitantes fuéramos
figurantes sin voz.
Es difícil entender cómo una
institución que pretende conservar un territorio no es capaz de tener su centro
de decisiones en ese mismo territorio. Por eso lo digo sin rodeos: exigimos que
la sede del Parque esté aquí, y no en León ni en Valladolid. Es un acto mínimo
de coherencia, de dignidad y de responsabilidad institucional.
Otras regiones lo tienen claro. El
Parque Nacional de Aigüestortes tiene su sede en el territorio. Ordesa,
también. En los Alpes, las oficinas centrales no se ubican en capitales, sino
en los pueblos que forman parte de la montaña. La
administración está donde está la vida. Aquí, no. Y esa distancia es política
antes que geográfica.
Lo que resulta más frustrante de
todo esto es que no estamos pidiendo nada que no exista ya en otros lugares. No
reclamamos privilegios ni excepciones. Pedimos políticas que funcionen,
estrategias que ya han demostrado ser eficaces, estructuras que pueden
replicarse. Pedimos una fiscalidad realista que atraiga familias, un sistema
sanitario accesible, datos públicos y actualizados, centros de transformación
productiva, una red agroalimentaria territorial, programas de pagos por
servicios ecosistémicos, Casas del Parque que actúen como centros de gestión y
no como museos y, por encima de todo, una administración presente, cercana y
responsable. Porque lo que más se ha roto en
estos años no es la demografía ni la economía, sino la confianza. Hay una creciente sensación de abandono, de
distancia institucional, de decisiones tomadas sin escuchar a quienes aún viven
aquí. Y esa distancia es letal. La población no solo se hunde: empieza a
descreer.
Quisiera terminar esta carta
abierta con una idea que puede sonar simple, pero que encierra la raíz de todo
este conflicto: un Parque sin habitantes no es un Parque, es
un decorado. Un escaparate para turistas, una postal para redes sociales, una
excusa para nuevas obras. Un territorio sin alma. Pero esta montaña aún tiene alma. Y
quienes vivimos aquí queremos seguir teniéndola. Queremos un Parque vivo, con
Casas del Parque que sirvan para algo, con caminos transitables, con médicos
que lleguen, con aulas que se mantengan, con familias que se queden y no que
huyan. Queremos una sede aquí, donde la montaña empieza, no donde termina la
burocracia. Yo seguiré aquí, como muchos otros. Pero no sé por cuánto tiempo más si la gestión continúa mirando a la montaña
desde lejos.
Diario de Valderrueda DdA, XXI/6186