En este magnífico artículo que nos envía a la redacción de DdA mi admirada profesora Margarita Brel, y que se publica hoy en el diario Público, la autora estima que la crítica al imperialismo ruso no puede convertirse en un cheque en blanco para la OTAN, ni mucho menos para la militarización acelerada de la Unión Europea. Defender al pueblo ucraniano no implica legitimar el rearme de Alemania, el gasto militar récord de Francia, o la conversión de la UE en actor geoestratégico armado hasta los dientes. La izquierda europea también debe enfrentarse al imperialismo propio, el que se viste de democracia, de derechos humanos, de seguridad.
Itxaso Domínguez
La soberanía
europea se ha convertido en uno de los lemas más repetidos por una parte de la
izquierda institucional y mediática del continente. Presentada como respuesta
pragmática a la dependencia energética, la subordinación tecnológica o el
declive industrial, esta idea reaparece con fuerza tras décadas de predominio
del discurso globalista liberal. Hoy se invoca como un acto de emancipación:
Europa debe recuperar su capacidad de decisión, su autonomía económica, su
fortaleza estratégica. En tiempos de guerra y crisis múltiples, nos dicen, no
hay alternativa.
Pero este nuevo europeísmo soberanista no es tan nuevo, ni tan emancipador.
Más bien confirma un viejo patrón: frente al colapso de un orden internacional
que ya no garantiza la centralidad europea, incluso sectores progresistas se
reagrupan en torno a un proyecto de defensa del privilegio. Soberanía, en este
contexto, no significa autodeterminación para los pueblos ni democratización
del orden mundial. Significa cerrar filas. Blindar los márgenes de Europa
frente al Sur Global, frente al migrante, frente a la inestabilidad que se
proyecta desde afuera. Significa redefinir la justicia como redistribución
interna de recursos y oportunidades, sin tocar las estructuras de acumulación y
desposesión que siguen beneficiando al continente a escala global.
¿Redistribuir hacia dentro, mantener hacia fuera?
En este relato, Europa es víctima. Dependiente de China, vulnerable frente
a Rusia, manipulada por Estados Unidos, amenazada por el caos global. Pero rara
vez se reconoce el papel que Europa juega en la producción de ese desorden: en
la venta de armas, en el control fronterizo externalizado, en los tratados de
comercio e inversión, en las instituciones financieras internacionales. Tampoco
se interroga lo suficiente el hecho de que esta Europa que hoy se quiere
proteger a sí misma es la misma que consolidó durante siglos un régimen de
extracción planetaria que convirtió en riqueza europea los cuerpos, territorios
y futuros de otros pueblos. La soberanía europea, cuando no se articula desde
una crítica frontal a estas relaciones históricas, corre el riesgo de
convertirse en una coartada sofisticada para una política de conservación:
conservar el acceso privilegiado a recursos, conservar el poder de definir el
valor de la vida, conservar la capacidad de imponer marcos jurídicos y
económicos que benefician estructuralmente a Europa.
Militarización progresista y geopolítica sin horizonte
Esta lógica se ha desplegado con claridad desde la invasión rusa de
Ucrania. Mientras algunos sectores de la izquierda crítica han caído en la
trampa de relativizar -o incluso justificar- la agresión rusa, otros han
abrazado sin reservas la narrativa de una Europa que debe rearmarse para
defender sus valores. Lo que ambas posiciones comparten, aunque en direcciones
opuestas, es una falta de imaginación internacionalista. La crítica al
imperialismo ruso no puede convertirse en un cheque en blanco para la OTAN, ni
mucho menos para la militarización acelerada de la Unión Europea. Defender al
pueblo ucraniano no implica legitimar el rearme de Alemania, el gasto militar
récord de Francia, o la conversión de la UE en actor geoestratégico armado
hasta los dientes.
La izquierda que se dice internacionalista no puede actuar como si la única
amenaza al orden mundial fueran los imperialismos ajenos. También debe
enfrentarse al imperialismo propio, el que se viste de democracia, de derechos
humanos, de seguridad. El que encubre sus intereses detrás del lenguaje del
deber moral y de la estabilidad. De lo contrario, esa izquierda corre el riesgo
de actuar como soporte crítico de un nuevo militarismo europeo, blanqueado bajo
la retórica de la soberanía y la defensa colectiva.
Tecnología soberana, derechos secundarios
Esta lógica también se reproduce en el ámbito digital, donde la soberanía
europea se traduce en inversión masiva en tecnología sin una reflexión
proporcional sobre los impactos sociales, climáticos y económicos de los
modelos que se están consolidando. Se impulsa una Europa ‘digitalmente
soberana’ mientras se normalizan prácticas empresariales basadas en la
extracción sistemática de datos personales, la vigilancia generalizada y la
consolidación de monopolios. Se financian centros de datos sin cuestionar el
coste ecológico de su funcionamiento o los regímenes laborales que los
sostienen. Se habla de independencia tecnológica, pero no de justicia
tecnológica. La soberanía digital europea se convierte, así, en otra expresión
de poder tecnocrático que reproduce desigualdades bajo la retórica de la
innovación y la competitividad.
La frontera como consenso: migración y exclusión desde la izquierda
Esto no es una hipótesis. Se confirma cada vez que desde la izquierda se
apoya el rearme europeo con el argumento de que una Europa autónoma debe poder
defender sus intereses estratégicos. Se confirma cada vez que se habla de
reindustrialización sin cuestionar los patrones extractivos que esa industria
requiere. Y se confirma, con especial crudeza, cuando se defiende el control
migratorio desde supuestas posiciones de clase: ‘hay que proteger a los
trabajadores europeos’, se dice, como si el trabajo digno solo pudiera
garantizarse limitando el derecho a moverse libremente. Esta idea de que la
justicia social solo puede existir dentro de fronteras nacionales -o
continentales- revela una noción profundamente excluyente del sujeto político:
el europeo como merecedor de derechos, los demás como amenaza o, en el mejor de
los casos, como recurso a gestionar.
La solidaridad que no incomoda
Esto también se manifiesta en la forma en que se apoyan ciertas causas
internacionales. Palestina es el ejemplo más elocuente. Se defiende la
autodeterminación del pueblo palestino, sí, pero solo dentro de los márgenes de
lo políticamente tolerable. Se condena la violencia del Estado israelí, pero se
evita nombrar su estructura como un régimen de apartheid o de colonialismo de
asentamiento. Se apoya la resistencia, pero solo cuando esta adopta formas que
no incomoden los equilibrios diplomáticos europeos. Esta solidaridad calculada,
que mide sus palabras para no parecer ‘demasiado radical’, revela los límites
de un internacionalismo profundamente condicionado. Un internacionalismo que
acompaña (o al menos eso dice), pero no confronta; que simpatiza, pero no se
compromete con la desestabilización real del orden que produce la violencia.
La izquierda que descoloca
A esta izquierda, que defiende un continente ‘más fuerte’ en nombre de la
justicia, le incomoda la existencia de otra izquierda: la que no cree que
Europa deba salvarse, sino descentrarse. La que no acepta que la soberanía
pueda usarse para excluir. La que no teme articular alianzas entre oprimidos a
ambos lados del Mediterráneo. Esa izquierda verdaderamente internacionalista es
acusada de ingenua, de no tener un programa, de no entender las realidades
geopolíticas. Pero lo que realmente molesta es su horizonte: la posibilidad de
un mundo que no gire en torno a Europa, ni a su seguridad, ni a su bienestar.
Lo que molesta es que esa izquierda no necesita prometer una Europa más grande,
más rica o más competitiva. Porque su horizonte no es Europa, sino la justicia.
A menudo se exige que esta izquierda ‘aterrice’, que proponga medidas
‘realistas’. Pero ¿realista para quién? ¿Desde qué lugar se decide lo posible?
¿Qué significa ‘tener programa’ si el marco dentro del cual ese programa debe
escribirse ya excluye las condiciones materiales y epistémicas de la mayoría
del planeta? Lo que se presenta como realismo muchas veces es resignación
disfrazada de madurez política. Y lo que se denuncia como radicalismo no es más
que la voluntad de no seguir normalizando lo intolerable.
Frente a la restauración del privilegio europeo con rostro de soberanía
progresista, el internacionalismo decolonial (muchas veces sin
auto-denominsarse así) insiste: no hay justicia real sin descolonización. No
hay paz sostenible sin desmilitarización. No hay redistribución válida si no
incluye reparación. No hay humanidad posible si se sigue sacrificando al Sur
Global para proteger los márgenes de bienestar en el Norte. La alternativa no
es salvar Europa. Es construir, desde otros lugares, con otras voces, una
política que no tenga como centro ni como medida lo que Europa considera
aceptable.
El desafío de nuestra época no es hacer de Europa un actor geopolítico más
fuerte. Es dejar de asumir que Europa tiene que ser un actor central en
absoluto.
¿Y si hay otra vía?
Pero incluso dentro de la izquierda hay quien defiende la soberanía europea
no como un fin en sí mismo, sino como una etapa transitoria en dirección a un
orden global más justo. Según esta perspectiva, una Europa fuerte y autónoma
podría estar en mejores condiciones para sostener políticas de redistribución
internacional, resistir la lógica extractivista de otros bloques geopolíticos,
o defender con coherencia derechos globales. No se trataría de cerrar Europa,
sino de asegurar su estabilidad para poder proyectar solidaridad.
Es un argumento que merece atención. Pero también exige claridad. ¿Qué
significa ‘fortalecer Europa’ si no se transforma lo que Europa ha sido
históricamente para el resto del mundo? ¿Hay un itinerario claro entre ese
repliegue táctico y una apertura real hacia la justicia global? ¿O es una forma
más elegante de posponer indefinidamente la redistribución estructural del
poder?
Quizá la metáfora que opera aquí sea la de los aviones: colóquese usted la
mascarilla antes de asistir al de al lado. Pero esa imagen olvida que, en este
caso, el oxígeno ha sido acaparado históricamente por unos y negado
sistemáticamente a otros. Por eso no basta con proclamar buenas intenciones:
hay que explicar cómo se va a hacer ese segundo movimiento. Y, sobre todo,
comprometerse a que no se convierta en excusa para que el primero -fortalecer
Europa- lo absorba todo.
PÚBLICO