Con esta obra consuma el autor su ciclo, demostrando que la auténtica patria no se habita con los pies, sino con la palabra que la nombra, la ama y la redime. Salamanca sigue teniendo quien le escriba. Y lo hace con la elocuencia de quien ha convertido su vida en un puente, y su escritura, en la orilla final donde memoria y presente confluyen en un manantial perenne del que brota, clara y profunda, el agua primera.
Pilar Álvarez
En el silencio meditabundo que precede a la palabra, en ese territorio interior donde la memoria deja de ser recuerdo y se convierte en sustancia, habita la escritura última de Valentín Martín. Su obra más reciente, Nueve Cartas a Salamanca, es un verdadero acto de consagración. Un ritual íntimo y público a la vez donde el autor, navegante perpetuo entre las aguas de la pérdida y las de la pertenencia, funde definitivamente sus dos mundos en un solo latido de tinta y alma. Aquí, el cronista, el poeta, el hombre desarraigado por la fuerza de un pantano y por la vorágine de Madrid, ejecuta su movimiento más esencial, el regreso que no es vuelta atrás, sino trascendencia.
Decía Félix Maraña en el prólogo a esta joya epistolar que: «Valentín salió de su pueblo para no volver jamás, y que, siendo cierto, no es verdad. En esta aparente paradoja se cifra el misterio central de la obra y del hombre…, Nueve Cartas a Salamanca es la prueba definitiva de que lo esencial no se abandona; se transforma en la sangre de la creación». Cada carta es un poema en prosa, una confidencia dirigida a la ciudad–amada, a la ciudad–matriz, pero también a los espectros y las luces que la pueblan: la piedra de Villamayor que sangra oro al atardecer, el eco de Unamuno en sus soportales, la tuna que rasga la noche con su melancolía festiva, la Plaza Mayor como cosmos ordenado.
Martín no describe; evoca, convoca. Su prosa, de una precisión periodística templada al fuego de un lirismo contenido y poderoso, construye un espacio espiritual. Salamanca, a través de su pluma magistral pasa a convertirse en un estado de gracia, en un templo de la memoria, donde el tiempo pasado y el presente se funden en un ahora eterno y contemplativo. Este enfoque es profundamente filosófico, pues aborda la pregunta por la identidad: ¿somos el lugar del que partimos, el que habitamos o el que llevamos dentro? Martín responde que somos la tensión fecunda entre todos ellos.
Su salida en la infancia de Salvatierra de Tormes no fue un alejamiento, sino el inicio de un largo rodeo necesario para comprender, desde la distancia y el contraste, la esencia de lo que había sido arrebatado. El Madrid periodístico, con su ruido y su urgencia, le dio el instrumento, la palabra ágil, la mirada crítica, el humor seco, para escarbar con mayor profundidad en las capas de su propia historia. Así, estas cartas no son nostálgica sino integradoras. No lloran lo perdido; celebran lo recuperado a través del filtro alquímico de la conciencia y el arte.
Perderse entre las líneas de Nueve Cartas a Salamanca es un ejercicio espiritual de un vaciarse del yo anecdótico para llenarse del yo esencial que dialoga con lo universal. Es un himno a los paisajes interiores que nos salvan del naufragio. Hay en cada página la serenidad del navegante que, tras cruzar océanos, descubre que el puerto siempre viajaba consigo. Es la obra de la plenitud. Escribir a Salamanca es escribir al origen, a la patria del alma. Nueve Cartas a Salamanca es la bitácora del viajero que unificó sus orillas en una voz madura y sabia.
Valentín Martín no regresa a Salamanca; la revela y, al hacerlo, la recrea. Con esta obra consuma su ciclo, demostrando que la auténtica patria no se habita con los pies, sino con la palabra que la nombra, la ama y la redime. Salamanca sigue teniendo quien le escriba. Y lo hace con la elocuencia de quien ha convertido su vida en un puente, y su escritura, en la orilla final donde memoria y presente confluyen en un manantial perenne del que brota, clara y profunda, el agua primera.
DIARIO DE ÁVILA
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