Recordando el reciente fallo del Tribunal Supremo que condenó al Fiscal General del Estado y cuya sentencia aún desconocemos, diez días después del 20N en que dio a conocer el fallo, considera Monterrubio que hoy nos topamos, para sorpresa de nadie, con la regularización de abominaciones filosóficas tales como que los efectos preceden a las causas. Eso es publicar una rigurosa condena y que pasen días y días sin que se puedan consultar los argumentos legales que la justifican. Una máxima transmitida de una generación a la siguiente afirma que se dice el pecado, pero no el pecador. Ahora se ha transformado por arte de birlibirloque en «se dice el castigo, pero no la falta». La seguridad jurídica es un elemento crucial del armazón del estado de derecho y de la vida democrática. Cuando en esa pared comienzan a aparecer grietas, el edificio entero amenaza ruina.
Antonio Monterrubio
El primer paso esencial en el camino hacia la dominación total consiste en matar en el hombre a la personalidad jurídica (Hannah Arendt: Los orígenes del totalitarismo).
Últimamente hemos podido ver una patética escena acaecida en el Reino Unido, pero superponible a muchas otras similares en localizaciones diversas. Varios policías se emplean a fondo para llevarse en volandas a un anciano que canta pacíficamente, a capella, sobre las masacres de Palestina, con la melodía de la tradicional canción de resistencia We shall overcome. Las imágenes nos retrotraen a los tiempos de las protestas contra la guerra de Vietnam y la consiguiente represión. Sigue siendo cierto que conviene no mentar según qué cosas si se quiere conservar la tranquilidad. Por lo visto, la tan cacareada libertad de expresión conoce acepción de personas y colectivos. Se reserva el derecho de admisión.
Día a día observamos un agravamiento de la intolerancia respecto a opiniones y manifestaciones que cuestionan las ideas dominantes y convalidadas por las autoridades, por más que se realicen de forma pacífica. Mientras tanto proliferan a sus anchas, cada vez con mayor desfachatez y menores molestias, el odio, el insulto y la incitación a la violencia verbal y física pregonados por grupos de extrema derecha. Esta asimetría está tan normalizada socialmente que ha dejado de chocar. Al igual que sus equivalentes foráneos, nuestra lugareña ley mordaza, que se diría construida en inexpugnable acero templado, dirige su artillería a blancos específicos, contestatarios del desorden establecido.
Este pronunciado aumento de la presión, a través de fuerzas de seguridad y órganos jurisdiccionales jaleados por un cuarto poder complaciente, tiene la misión de reducir el volumen de la protesta. Es la ley de Boyle-Mariotte aplicada a los campos social y político. Tan desmesurada respuesta se atribuye con frecuencia a la incurable paranoia del Tinglado hegemónico. Sin embargo, el Poder es perfectamente consciente de que esas acciones no hacen peligrar en lo más mínimo su incontestada dominación. Pero quiere dejar clara su divisa, la misma que figura en la puerta del Infierno en la Divina Comedia de Dante: «Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate».
La nueva etapa de acumulación capitalista y la correspondiente agudización de las desigualdades sociales van a requerir mano de hierro. Y el guante ya no parece de terciopelo. Está pasando a forrarse con tejidos cada vez más bastos, y no es descartable, ni mucho menos, que más temprano que tarde llegue a ser de acero valyrio. Para hacer aceptable un sistema-mundo asentado en el desequilibrio entre una capacidad de producción-consumo gigantesca y una acentuada desigualdad, se echa mano no solo de los aparatos ideológicos, sino de los coercitivos. Sobre todo si la precariedad, la miseria, el hambre y las enfermedades empiezan a dejar de ser patrimonio del tercer mundo.
En esa tesitura, asegurarse un nivel suficiente de servidumbre voluntaria exige la desarticulación de todas las lógicas económicas, sociales y políticas, pero también de la lógica pura y simple. Hoy nos topamos, para sorpresa de nadie, con la regularización de abominaciones filosóficas tales como que los efectos preceden a las causas. Por ejemplo, hacer publicar una rigurosa condena y que pasen días y días sin que se puedan consultar los argumentos legales que la justifican. Una máxima transmitida de una generación a la siguiente afirma que se dice el pecado, pero no el pecador. Ahora se ha transformado por arte de birlibirloque en «se dice el castigo, pero no la falta».
La seguridad jurídica es un elemento crucial del armazón del estado de derecho y de la vida democrática. Cuando en esa pared comienzan a aparecer grietas, el edificio entero amenaza ruina. «Alguien debía de haber hablado mal de Josef K. puesto que, sin haber hecho nada malo, una mañana lo arrestaron» (Kafka: El Proceso).
DdA, XXI/6184


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