La pasada Navidad en Palestina, en la tierra de Gaza, como todos los días desde hacía más de un año, los cielos se iluminaron una y otra vez por las bombas de Sión. No hubo estrella de Belén que las desviara, ni túnica sagrada que cobijara esta tierra. Su resplandor no trajo buenas nuevas como las que el arcángel Gabriel llevó a María, sino destrucción, dolor, muerte y venganza desmedida.
Los verdugos no tuvieron misericordia con los niños y niñas palestinos, como no la tuvo el rey Herodes I el Grande con los infantes varones de Belén, a los que mandó matar por temor a perder el trono, pues los Magos de Oriente le habían anunciado que en Belén había nacido el rey de los judíos.
A los niños y niñas palestinos no se les adjudicó realeza, ni se pensó que pudieran ser santos inocentes como los que mató Herodes. Para justificar la masacre bastó que sus verdugos les pusieran el sambenito de terroristas, o de “animales”, como a sus padres, siguiendo prejuicios genealógicos ancestrales que siempre avivan el odio y el narcisismo de los que se creen únicos. Dejaron de ser humanos, de ser inocentes, de ser niños, como ocurrió con los que exterminaron los nazis, la mayoría judíos, o aquellos, muchos de ellos gitanos, con los que experimentó el doctor Mengele, maldito ángel de la muerte.
Terminada la pasada Navidad, la masacre de los menores palestinos siguió en Gaza. A los que sobrevivían a las bombas les iban viendo morir de hambre, de frío, de enfermedades, de dolor y de tristeza. Los verdugos que custodiaban las puertas de ese infierno no se apiadaron de ellos. La mayoría de los que no morían se convertían en sombra de lo que eran y en zombis sin rumbo deambulando por los mares de ruinas que les circundaban o por los campamentos.
Tras dos años de atroz asedio, cuando la humanidad no podía digerir más crueldad y destrucción en Gaza, los mandamases de la guerra, liderados por el emperador triunfante, escenificaron un sonado alto al fuego, que se televisó por el mundo. El edicto imperial sigue vigente en el discurso oficial, pero la paz real duró poco. La máquina de guerra sionista volvió a las andadas, y el rosario de mutilados y asesinados palestinos siguió sumando incontables víctimas.
Lamentablemente en el mundo no son tantos los que se están enterando, porque así pasa con las grandes mentiras, que siempre se esconden entre las medias verdades. Además, muchas personas se van sintiendo extenuadas de ver todos los días la desgracia ajena, y prefieren huir de tanto horror o de su mala conciencia.
No hace mucho cayeron lluvias torrenciales y los campamentos se fueron anegando por el agua, que se convertía en barro cuando tocaba la tierra. Y allí siguen los niños de Gaza, con sus padres, abuelos y hermanos no muertos, si les quedan, lidiando con la artillería enemiga, las balas, la lluvia, el frío, las enfermedades, el hambre, la miseria, el miedo, la falta de higiene y de esperanza.
De nuevo va a llegar la Navidad al mundo y a Palestina, y todo hace pensar que los niños gazatíes seguirán siendo carne de cañón, pues el herodes sionista y sus secuaces no superan el miedo y el asco que les profesan. Quieren borrarlos de la faz de su propia tierra y, si pudieran, de la Tierra entera. Décadas llevan extendiendo ese miedo atávico por el mundo. En ello les acompaña el emperador triunfante que anhela engordar su imperio y jugar a los dados con las vidas ajenas. Ambos se creen mesías, ambos se piensan tocados por Dios ejecutando su misión, mientras se nutren del odio al otro y desde sus bocas lo flamean. ¡Madre mía, cómo andan los corazones y las cabezas de muchos de los que nuestro mundo malgobiernan!
En Gaza las madres y las vírgenes no pueden lavar pañales, ni tienen romeros donde tenderlos, ni los pajarillos cantan, ni los peces beben por ver a Dios nacer, pues mueren bebiendo agua podrida.
Tampoco Dios quiere nacer en Belén por Navidad desde hace años, porque no hay un portal en el que su vida no corra peligro, los Magos de Oriente han perdido su estrella y la Virgen no quiere ser madre entre tanto odio y hastío.
Llegan noticias de que este año el alcalde de Belén quiere celebrar la Navidad, dice que lo hace para invocar la esperanza que, según las escrituras, proclama el Himno de gloria que cantaron los ángeles al niño Jesús, para desear la paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. No será fácil en Palestina. Tampoco lo será en Sudán, en la República Democrática del Congo, en Ucrania ni en otros lugares donde la guerra y el odio han echado raíces.
Más nos valdría a los hombres y mujeres de buena voluntad, que seguro somos muchos repartidos por el mundo, levantar las voces y reunir el coraje necesario para herir de muerte al corazón de las tinieblas que anda suelto por la tierra.
CTXT DdA, XXI/6205

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