miércoles, 10 de diciembre de 2025

EL PAÍS DEL COÑO DE LA BERNARDA O DE LAS LENTEJAS CON GORGOJO DEL TRIBUNAL SUPREMO


Sigo aquí, entre lentejas rancias, buscando en el mercado dos libras sin gorgojo, aunque sé que basta encender la televisión para que salgan chorizos por la pantalla: tantos y tan variados que ni la mejor cocinera sabría combinarlos sin que el guiso explotara. Y, sin embargo, aquí estamos. En el país donde los ciegos no son los que menos ven, ni los sordos los que menos oyen… sino quienes silban mientras les vacían los bolsillos. Aquí, donde vuelvo sin saber por qué. O quizá sí: porque las lentejas, incluso con gorgojo, siguen siendo nuestro plato nacional.

Paco Arenas

En el país de las lentejas —que ya no son pardinas sino parduzcas, con gorgojos que piden cita previa y se apuntan al cupo— los burros verdes siguen royendo musgo gris como si fuera caviar iraní, mientras sobrevuelan las ciudades soltando nubecillas de tocino neoliberal. Caen sobre los mortales unas migajas de libertad enlatada, no vaya a ser que alguien olvide que aquí el menú siempre fue «lo tomas o lo dejas», sobre todo si debes pagarlo dos veces: una con tus impuestos y otra con tu paciencia.
Al fondo, entre el barro y las crines, los mulos romos alardean de pureza racial, aunque sus padres fueron caballo ofuscado y borrica fatigada que pasaba por allí sin vocación de maternidad. Pero en este reino el pedigrí no se hereda: se compra en sobres y se bendice en tribunales supremos», ubicados en áticos tan luminosos que hasta el novio de la reina de la charca madrileña puede ver desde su terraza cómo se evaporan las listas de espera del Hospital de Torrejón y cómo, entre una cosa y otra, uno acaba ganando cinco o seis milloncetes. Que la vida está muy mal, incluso para Tomás, que sin oficio, beneficio ni vergüenza se llevó trescientos mil euros al bolsillo. Pablo, pobre incauto, fue a parar a la papelera como un kleenex sin usar, para dejar paso a un gallego confundido, movido por hilos de marioneta desde un ático en Chamberí.
Y no es solo Torrejón: allí las listas no aumentan porque no las reduzcan, claro, sino porque su director proclama con entusiasmo que todo va de maravilla, incluso cuando los catéteres —dicen las malas lenguas y las auditorías— han viajado más millas que el rey demérito rumbo a Abu Dabi.
Pérdidas públicas, beneficios privados: la receta secreta de lentejas con denominación de origen madrileña.
Aun así, en este país mágico de legumbres sospechosas, cualquier batracio puede convertirse en príncipe sin beso ni inteligencia: basta con croar en el nenúfar correcto. Los burros y los mulos, verdes, azules, rojos desteñidos o morados arrepentidos, comerán boñigas felices si con ello contentan al rey del cenagal.
Total, con una caña en la mano —que algunos confunden con la Constitución— todo baja mejor, incluso la ignominia.
Y claro, luego pasa lo que pasa: sentencias anunciadas en despachos ajenos, concretamente en el del «Ilustre» Colegio de Abogados de Madrid, que de la noche a la mañana muta en universidad privada regada con cuarenta y cinco millones de euros. Mientras tanto, la Complutense —esa que sí es pública— no puede ni pagar a los profesores ni a las señoras de la limpieza, las últimas guardianas de la dignidad entre pizarras rotas y fluorescentes moribundos.
En este país, donde las lentejas se sirven con gorgojo y propaganda, nadie recuerda ya cuándo eligieron ese menú. Quizá porque estaban, como siempre, de cañas —ese sacramento que sustituye al pensamiento crítico— o porque la pantalla del móvil les absorbía el alma con luces de feria. Da igual: aquí la democracia se ejerce entre ronda y ronda. Y así nadie se sorprende de que les roben la cartera, el pan, la escuela… o la sanidad pública, donde en Andalucía cribaban a las mujeres con criterios que ni el Oráculo de Delfos habría traducido sin recurrir al diccionario de disparates.
Mientras tanto, en el Supremo buscan pruebas contra el fiscal general como quien rebusca gorgojos entre las lentejas frías: a manotazos, veinte días después, como si los expedientes hubieran escapado corriendo con las judías pintas colgadas del brazo.
Y cuando por fin redactan la sentencia, no huele: apesta.
Apesta a cloacas fermentadas, a tuberías de cincuenta años sin desatascar, a esa podredumbre institucional que en esta Ínsula Barataria llamada España se da por costumbre.
Aquí ya todo es posible, menos la lógica.
Ahí tienes al rey demérito, publicando un libro desde su mirador fiscal en Abu Dabi, donde medita sobre España sin pagarle un duro. El único español sin pensión de jubilación… porque ya cobró antes, y de sobra, lo suyo y lo ajeno, en sobres, comisiones, regalos y amistades exóticas.
Mientras él navega en yates de bondadosos amigos, los súbditos se pelean por migas de dignidad en un mercado laboral de saldo.
Si uno mira hacia Levante, la sopa empeora: el pacto de la vergüenza en Valencia burbujea en las cazuelas de El Ventorro, con su presidente celebrando aquello de que es «cojonudo», como quien confunde la política con un chascarrillo de bar, y sus cómplices lo mantienen aforado, con sueldo vitalicio y además con subida de sueldo, por dejar morir a 229 valencianos.
El problema es que el chiste lo pagamos todos, incluidos quienes aún creen que el muladar es un paraíso con vistas al mar.
Sigo aquí, entre lentejas rancias, buscando en el mercado dos libras sin gorgojo, aunque sé que basta encender la televisión para que salgan chorizos por la pantalla: tantos y tan variados que ni la mejor cocinera sabría combinarlos sin que el guiso explotara.
Y, sin embargo, aquí estamos.
En el país donde los ciegos no son los que menos ven, ni los sordos los que menos oyen… sino quienes silban mientras les vacían los bolsillos.
Aquí, donde vuelvo sin saber por qué. O quizá sí: porque las lentejas, incluso con gorgojo, siguen siendo nuestro plato nacional.

DdA, XXI/6193

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