miércoles, 19 de noviembre de 2025

LOS NIÑOS DEL YUGO EN LA ESPAÑA DEL SILENCIO


LA ASIGNATURA DEL SILENCIO

Nicanor García Ordiz
El maestro sonríe, pero la sonrisa es una lámpara velada: alguien ha soplado dentro y la luz ya no alcanza a todos.
Él enseña lo que ordenan.
Sus sueños —los verdaderos—duermen en un cajón junto a un cuaderno que no abre nunca.
En el muro, el retrato del Caudillo mira sin pestañear, como esos santos de yeso que exigen fe pero solo inspiran miedo.
Los niños repiten oraciones, himnos que suenan a acero, a ritual que no se entiende pero se obedece.
En la escuela, el miedo tiene su propia gramática.
Las niñas llevan trenzas que tiran un poco hacia atrás, como si intentaran corregirles la infancia.
Los niños, alpargatas que arrastran polvo viejo.
Todos iguales, todos dóciles, todos vestidos con el color del silencio.
El maestro habla de patria, pero la palabra le pesa en la boca, como una piedra húmeda.
Habla de orden, y baja la mirada.
Hay palabras que duelen más al pronunciarlas que al callarlas.
En la escuela, el crucifijo y el yugo observan: dos sombras presidiendo
un mundo donde no caben los muertos.
A los padres siempre se les pide fe;
a los hijos, que no hagan preguntas.
En los cuadernos, España aparece sin grietas, sin cicatrices, sin tumbas.
Pero por debajo de la tinta late un mapa distinto, el de las ausencias que cada familia guarda como un secreto tóxico.
Alguno tiene al padre en la cuneta.
Otro al hermano en Francia.
Otro al miedo sentado a la mesa, cada noche.
El maestro sabe los nombres, los lugares, los silencios.
Sabe demasiado, y por eso calla.
A veces les lee versos sin autor ni fecha, poemas encontrados en alguna voz antigua que se negó a desaparecer.
Los niños escuchan sin entender, pero una ráfaga de viento hace temblar las páginas, como si aquello que se calla
quisiera hacerse oír.
En el patio ríen.
Ríen como se ríe cuando se tiene poca vida y demasiada vigilancia.
Los muros guardan cada sonido, como archivadores del miedo.
En la foto de fin de curso todos sonríen: sonrisas idénticas, fabricadas para encajar en la vitrina del régimen.
Pero la alegría también puede ser propaganda.
Y la inocencia, un lujo prohibido.
Sin embargo, entre tanta obediencia,
algo germina: una duda mínima, una chispa desobediente, una palabra nueva que se abre paso como una raíz clandestina.
Porque incluso en las escuelas del miedo, cuando nadie mira, la libertad se acomoda en el resquicio más pequeño y espera.

DdA, XXI/6172

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