Respecto a la barbarie perpetrada en Gaza, que aún prosigue con bombardeos israelíes que ya no tienen tanto eco mediático porque han quedado disfrazados por un alto el fuego falso, dice Monterrubio que se difunden a escala industrial falacias a sabiendas de que lo son, medias verdades deformadas o maleadas y necedades desconectadas de cualquier realidad. Todo ese conglomerado tóxico coloniza millones de cerebros, incapacitándolos para distinguir no ya entre verdad y mentira, sino entre sensatez y delirio. La socialización de la ignorancia y el laminado de las mentes propician que la inopia atrevida y el dogmatismo intransigente se impongan a los juicios autónomos y ponderados, hasta el extremo de abolirlos o sepultarlos. «Es en el vacío del pensamiento donde nace el mal», escribió Hannah Arendt. El triunfo del mal suele deber más a los tontos y a los perezosos que a los intrínsecamente malvados. Pero sus consecuencias son duraderas y aterradoras.
Antonio Monterrubio
Resulta [prosigue la masacre] desoladora la pasividad con la que el mundo está asistiendo en tiempo real, entre la desidia y la impotencia, a la destrucción de Gaza y el exterminio de su población. La ausencia de respuesta de la comunidad internacional, un electroencefalograma moral plano, revela que la conciencia ética permanece en coma. El pronóstico dista de ser alentador. El gobierno israelí, un conglomerado de extremistas de derecha, ultrarreligiosos y hooligans del Eretz Israel, está ejecutando un plan de tierra quemada y hechos consumados que nada tiene que ver con un legítimo derecho de defensa. La tramposa estrategia de motejar de antisemitismo toda condena de las abominaciones perpetradas por esa capilla de iluminados no puede suspender la obligación de decir verdad. La parálisis de la voluntad y la acción que aqueja a las esferas políticas, institucionales o mediáticas no debe reforzarse con la dimisión del discurso crítico y la evaporación de la exigencia moral.
Centrar el debate en si lo que está ocurriendo ha de ser calificado de genocidio o de masacre del montón es una aberración. A las víctimas las etiquetas les dan exactamente igual. Presenciamos una operación destinada a la eliminación sistemática de las condiciones de posibilidad para una vida digna en el enclave y, por ende, una limpieza étnica, en directo o en diferido, perfectamente orquestada y avalada por la potencia hegemónica.
La estrecha franja de tierra que fue definida en su día como la cárcel más grande del mundo se ha convertido en un matadero al aire libre. Con despiadada precisión, las bombas y la hambruna llevan a cabo su siniestra misión. Una multitud de cadáveres de permiso vagan de un extremo a otro del territorio en búsqueda vana de un refugio seguro. A pesar del dantesco panorama que, aun si es a cuentagotas, cualquiera puede ver, la Unión Europea y la mayoría de gobiernos nacionales logran, con ímprobos y continuados esfuerzos, dirigir su mirada hacia otro lado. Pero lo que allí contemplan es un miserable abismo ético, el naufragio de sus valores y de la dignidad humana. Tapándose ojos, oídos y, sobre todo, la boca, esperan pacientemente a que termine la matanza, sin querer reparar en la evidencia de que tras los leones llegarán las hienas. Las imprescriptibles y espantosas culpas históricas del Viejo continente lo mantienen en estado de apoplejía, incapaz de reaccionar ante tal sucesión de infamias. Europa lleva décadas consintiendo que los palestinos paguen el precio de los abyectos crímenes cometidos por sus propios ciudadanos. Y en un inútil intento de redimir sus pecados, no vacila en poner toda la carne en el asador, siempre que sea la de otros. Se ha autohipnotizado para admitir sin pestañear el sacrificio de inocentes. Ahora bien, esa muestra de inhumanidad solo añade nuevas piedras en el ya pesado fardo de su mala conciencia.
Síntoma de grave déficit ético es la justificación de esta hecatombe como un derecho de respuesta a la atrocidad que no hace sino multiplicarla hasta la náusea. Este es, sin embargo, el único argumento esgrimido por fuerzas reaccionarias –y otras que presumen de no serlo– a lo largo y ancho del planeta. Pero el uso de tan endeble coartada para minimizar la muerte de decenas de miles de no combatientes, ancianos, mujeres y niños incluidos, es intolerable. Más aún cuando todo ese huracán de destrucción parece formar parte de una estrategia deliberada con fines poco confesables. Que el integrismo islámico y el sionismo supremacista se necesitan y retroalimentan no debería ser un secreto para nadie. Mientras tanto, el agujero negro de la barbarie crece sin cesar y no deja salir nada de lo que va atrapando tras su horizonte de sucesos.
Los que vivís seguros
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal
Pensad que esto ha sucedido:
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones.
Al estar en casa, al ir por la calle,
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
(Primo Levi: Si esto es un hombre)
El insigne escritor italiano y judío, superviviente de Auschwitz, estampó estos versos al comienzo de su primer libro, donde narra los indecibles horrores que padeció y los que presenció. Si releemos sus palabras pensando en la vida cotidiana en la Gaza de hoy, veremos esbozarse un tenebroso aire de familia. El sufrimiento de los oprimidos, el dolor de los humillados y ofendidos es siempre el mismo en cualquier lugar, en todo tiempo. Cada ser humano lo vive en sus carnes y su conciencia de manera similar, sin acepción de personas, sin distinción de nación, religión, etnia, clase o género. Es idéntico para blancos y negros, para quien tiene el pelo rubio y ojos azules o para quien usa velo. El mal, en versión radical o banal, pero en todo caso pernicioso, permanece también igual a sí mismo, siglo tras siglo. Y en aquellos que pretenden seguir siendo meros espectadores persiste la tentación de desembarazarse de lo inadmisible mediante racionalizaciones espurias. La indiferencia, «esa horrible pasión, o más bien despasión» según Leopardi, funciona a modo de cataplasma curalotodo. Esa trampa psicológica consentida da pie a que los culpables eludan sus responsabilidades. En Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt, alemana y judía, dejó escrito:
La misma inmensidad de los crímenes garantiza que los asesinos que proclaman su inocencia con toda clase de mentiras sean creídos con mayor facilidad que sus víctimas, que dicen la verdad.
Algo tan sencillo de ver y oír, de evaluar, como es el macabro galope de los cuatro jinetes del Apocalipsis –la guerra, el hambre, la peste y la muerte– termina velado y desdibujado por una espesa bruma que casi impide vislumbrar sus siluetas. Un mínimo escalofrío ante alguna mención perdida en la maraña del Telediario basta para calmar las conciencias. Nos hemos acostumbrado no solo a convivir con lo inaceptable, sino a comulgar con ello. Ya en los años noventa, el espantoso genocidio de Ruanda apenas caló en unas audiencias cada vez más seducidas por el Consumo y el Espectáculo. La progresiva y tétrica conversión del Mediterráneo, en cuyas orillas nació y creció la civilización, en un gigantesco cementerio acuático despierta ya escasa conmoción. La catástrofe de Gaza sigue el mismo tortuoso camino que lleva al olvido instrumental. Y sin embargo, el monstruoso mecanismo bélico devorador de vidas humanas ya fue documentado y denunciado hace milenios.
Sobre las arenas de una playa troyana, la Andrómaca creada por Eurípides en Las Troyanas eleva ante el mundo su amargo y eterno planto:
¡Oh niño al que yo solía abrazar, lo más preciado para tu madre! ¡Oh dulce olor de tu piel! Para nada, pues, envuelto en pañales te amamantaba este pecho mío, y en vano me afanaba y consumía en medio de fatigas. Ahora –nunca más otra vez– da el último abrazo a tu madre, agárrateme más fuerte, lía tus brazos alrededor de mi espalda, une tu boca a la mía. […] ¿Por qué matáis a un niño que no tiene culpa alguna?
Cómo no pensar en esas madres gazatíes desesperadamente aferradas a los cadáveres de sus hijos. Y qué decir de las que no pueden con su alma y sostienen a duras penas a sus pequeños, presas de la inanición y destinados a una muerte cierta y precoz. Ese dolor es uno y el mismo a lo largo de una historia universal trufada de atrocidades. Judías o musulmanas, cristianas o paganas, budistas, hinduistas, agnósticas o ateas, todas son una misma pietà. Cada madre doliente y devastada es tu propia madre. No está de más recordar, en estos tiempos de abulia intelectual y pensamiento débil o temeroso, el compromiso de Eurípides contra la guerra y el salvajismo a ella ligado.
Respecto de Gaza, como de tantos otros temas, se difunden a escala industrial falacias a sabiendas de que lo son, medias verdades deformadas o maleadas y necedades desconectadas de cualquier realidad. Todo ese conglomerado tóxico acaba colonizando millones de cerebros, incapacitándolos para distinguir no ya entre verdad y mentira, sino entre sensatez y delirio. La socialización de la ignorancia y el laminado de las mentes propician que la inopia atrevida y el dogmatismo intransigente se impongan a los juicios autónomos y ponderados, hasta el extremo de abolirlos o sepultarlos. «Es en el vacío del pensamiento donde nace el mal», escribió Hannah Arendt. El triunfo del mal suele deber más a los tontos y a los perezosos que a los intrínsecamente malvados. Pero sus consecuencias son duraderas y aterradoras.
Un rasgo que contribuye seriamente a oscurecer el dudoso porvenir de una condición humana digna es el crecimiento exponencial de la intolerancia violenta. Hordas de fanáticos no solo amparan, sino que jalean el asesinato alevoso de civiles inocentes por el mero hecho de ser árabes, en su mayoría musulmanes, es decir, por odio étnico y cultural. La fachosfera mundial acoge con desmedido entusiasmo la aniquilación de los gazatíes y las exacciones de los colonos, protegidos por el ejército, en Cisjordania. Asistimos consternados al surgimiento de una nueva especie, una rara y monstruosa quimera: el antisemitismo ultrasionista. Pues no se debe perder de vista que esas legiones de fervorosos seguidores de los desmanes de Netanyahu no han desistido de su olímpico desprecio y su inquina ilimitada hacia la cultura, la historia, la religión o las tradiciones judías. No se trata, como un diagnóstico superficial y apresurado podría concluir, de un caso más de disonancia cognitiva. Ellos saben, mucho mejor que algunos que se las dan de avisados, que una cosa es el judaísmo, y otra muy diferente el gobierno, e incluso el Estado de Israel. Por eso no encuentran contradicción en ser adeptos incondicionales del sionismo expansionista, y a la vez admiradores poco secretos de la pesadilla nazi y sus soluciones finales.
Causa estupor la aquiescencia, cuando no el aplauso, de buena parte de la población israelí –y, lo que es aún más grave, de otros colectivos judíos– ante las decisiones crueles e inhumanas de las autoridades del país. Particularmente deplorable es que estas se arroguen la representación exclusiva y excluyente de una comunidad judía internacional tan diversa, y que esa pretensión exorbitante e ilegítima sea aceptada por doquier sin mayor reparo.
Se alzan no obstante numerosas voces discordantes que se niegan a transitar esa resbaladiza y tenebrosa pendiente. Son ellos quienes defienden realmente el legado cultural judío frente a un gobierno y unos apoyos que lo denigran y ennegrecen. Necesitamos un éxodo del sionismo es el explícito título de un artículo de The Guardian que transcribe el discurso pronunciado por Naomi Klein, canadiense y judía, durante un Seder de solidaridad en 2024, en el que afirmaba, por ejemplo:
Son demasiados los que adoran a un falso ídolo que los tiene embelesados, embriagados y envilecidos. Ese falso ídolo se llama sionismo […] [y] ha traicionado todos los valores del judaísmo. […] usa lo más profundo de nuestros relatos bíblicos sobre justicia y emancipación de la esclavitud –la propia historia de la Pascua– para transformarlos en brutales armas de robo colonial de tierras, en hojas de ruta para el genocidio y la limpieza étnica.
Seder es el primer día de Pessah, que conmemora el legendario éxodo de los hebreos de Egipto. El simbolismo no puede ser más evidente. Dada la condición de la autora, la habitual descalificación de las críticas como antisemitismo no era muy creíble. Pero para esos casos, más comunes de lo que parece, el fanatismo y el interés político guardan otra bala en la recámara de la calumnia: la acusación de ser un judío que se odia a sí mismo.
La muerte de cualquiera me afecta
pues estoy unido a toda la humanidad.
Por eso nunca preguntes
por quién doblan las campanas;
doblan por ti.
(John Donne: Las campanas doblan por ti)
DdA, XXI/6178
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