lunes, 17 de noviembre de 2025

EL PAÍS DEL BRAZO ALZADO



Nicanor García Ordiz

No era un saludo.
El brazo subía solo para que la vida no cayera antes que él.
La mujer, vestida de un negro que el país le puso encima, sabía que ese gesto no pertenecía a nadie, ni siquiera a ella: era la forma que encontró el miedo para hablar sin voz.
La mano temblaba.
No por fe.
Por haber sostenido demasiados muertos y demasiados silencios.
En la plaza, un bosque de brazos resecos intentaba parecer firme.
Nadie miraba a nadie: cada cual se cuidaba el temblor como quien guarda una herida bajo el abrigo.
Franco exigía brazos al cielo.
Abajo, aún quedaban brazos enterrados esperando que algún día se nombraran.
A veces ella pensaba en bajarlo, dejar caer la mano igual que caen los días que se cansan de sí mismos.
Pero sabía que un gesto podía costar una vida, y no siempre la propia.
El decreto que anuló el saludo llegó cuando ya no dolía el brazo,
sino el recuerdo.
El miedo, para entonces, se había aprendido de memoria.
En la vieja fotografía, la mujer levanta el brazo como quien sostiene un peso ajeno.
No es obediencia ni culpa: es la marca de un tiempo que pasó por su cuerpo sin pedir permiso.
Y sin embargo, algo en su mirada parece decirnos que todo gesto puede morir alguna vez.
Tal vez por eso, cuando uno observa la imagen con calma, la mano ya no sube: está a punto de caer, como si buscara por primera vez su propia sombra.

DdA, XXI/6170

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