sábado, 4 de octubre de 2025

QUE LAS MASAS VOTEN CONTRA SUS DERECHOS PARA SATISFACER ODIOS Y ENCONOS

En su artículo de esta semana en Nortes, el profesor Enrique del Teso sostiene que en la confusión y la urgencia, nos desprendemos de los demás y nos ocupamos solo de nosotros. Es el estado en el que el activismo de las derechas, con sus canales y medios, nos quiere, el estado en el que el bien común sea una lista de obligaciones ñoñas de curas y el gamberrismo y el mal parezca liberador y fresco. Ahora, según el profesor, no cala en la percepción, valoración y conducta de sectores amplísimos de población nada que no supere el ruido ambiental recalentado por las mañas y sinrazones en que están ya todas las derechas. Es la forma en que la ultraderecha y sus amos quieren alcanzar el poder político: que masas enteras de gente voten contra sus derechos y su nivel de vida para satisfacer odios y enconos con más sensación de urgencia que sus propios intereses.


Enrique del Teso

Una vez me pregunté cómo tendría que dar las clases, si todos los alumnos se juntaran cada día en el vestíbulo, los profesores tuviéramos que hablar a aulas vacías y ellos fueran metiendo la cabeza y se quedaran en el aula en que oyeran algo que les llamase la atención. Y si encima yo cobrara según los alumnos que lograra tener cada día. Yo tendría apenas unos segundos para retener la atención del alumno que en ese momento metiera la cabeza en mi aula. Como no podría saber en qué momento estaría curioseando alguien mi aula, tendría que estar diciendo en todo momento algo llamativo. Mis clases tendrían que ser un conjunto de fogonazos rápidos, entre frases ingeniosas y estridencias escénicas. Por supuesto, pasarían a mejor vida la ciencia y la cultura, que son de natural lento y paciente y para público rumiante dado a re–digerir y procesar lo que ya se había ingerido. Las clases serían un pequeño circo de banalidades. En España empezó a haber televisiones privadas en 1990. Hasta entonces teníamos dos canales y una fantasía habitual era imaginar cómo sería eso de coger el mando de la tele en EEUU y zapear entre docenas de canales. Llegaron tres canales privados y luego llegarían más. Y el zapeo se pareció a mi reflexión distópica sobre cómo serían mis clases. Cada canal intentaba que parases el zapeo justo al pasar por él y fue dominando el estrépito y el mal gusto. Luego llegaron más cosas y ya no se zapea. Dudo que las nuevas generaciones conozcan el anglicismo.

 Y así está la vida pública desde que las oligarquías lo quisieron todo, soltaron a sus perros de ultraderecha y el laboratorio de Steve Bannon empezó a trabajar a tres turnos. Buscaron al personaje excesivo, el símbolo potente (la gorra roja de Trump, la motosierra de Milei), la frase violenta, provocadora y vacía de contenido (no pedimos permiso, actuamos; recuperaremos lo que es nuestro; nuestras calles son un baño de sangre por la inseguridad; las mujeres negras no tienen capacidad intelectual para ser tomadas en serio), apelaron a Dios y la patria para que cualquier reparo a sus diatribas fuera blasfemia (un insulto en la cara de Dios) o traición a la nación; la provocación al límite (Los Ángeles Times: «Trump pide usar las ciudades de EEUU como campo de entrenamiento para el ejército», para enfrentarse a la invasión desde dentro; «No quiero ser un gracioso ni un listillo, pero la Riviera de Oriente Medio … esto podría ser maravilloso»), bulos disparatados continuos (nos toca ahora la patología inventada del síndrome post aborto, soltada por Vox, repetida por el PP y jaleada por la precursora del lenguaje del odio: la Iglesia, no lo olvidemos).

La imagen que soporta un relato que confirma emociones intensas se lleva por delante los hechos, por palmarios que sean, y cualquier razonamiento, por lúcido que sea. Decía una columna de The New York Times que los demócratas, con folios en un atril y largos razonamientos pretenden desmontar la imagen de Trump, serio, desafiante, ávido de acción, indeformable. El retrato de Trump para la galería de la Casa Blanca se basó en la foto policial de su ficha cuando fue juzgado: el cinismo llevado más allá de cualquier límite concentra toda la atención.

La ultraderecha necesita la confusión y el ruido, porque necesita la inversión de valores que sustentan las democracias. Necesitan la maldad, para entendernos. El protagonista del relato de Poe Un descenso al Maelström, en el esfuerzo agónico con que intentaba salvarse con su hermano en el hundimiento del barco, ve cómo su hermano intenta quitarle las manos de su agarradero para agarrarse él. «Jamás he sentido pena más grande que cuando lo vi hacer eso, aunque comprendí que su proceder era el de un insano, a quien el terror ha vuelto loco furioso». En la confusión y la urgencia, nos desprendemos de los demás y nos ocupamos solo de nosotros. Es el estado en el que el activismo de las derechas, con sus canales y medios, nos quiere, el estado en el que el bien común sea una lista de obligaciones ñoñas de curas y el gamberrismo y el mal parezca liberador y fresco.

España está partida generacionalmente. Los boomers de sesenta y pico años reaccionan a las amenazas al estado del bienestar en el que se criaron y en el que entienden los méritos y torpezas, la buena y mala suerte, que determinan la vida que llevan. Los jóvenes de menos de veinticinco años, sobre todo los varones, son extraños a esos derechos conquistados que se condensan en el estado de bienestar y no entienden, ni ellos ni nadie, qué méritos o qué tipo de buena suerte les hace falta para llevar una vida estable y desahogada. El choque cultural, sobre todo por el avance en la igualdad de las mujeres, aumenta su desconcierto. La propaganda ultra sabe aprovechar ese terreno abonado. La izquierda está lejos de segmentar su comunicación y estrategia para ser eficiente en esta fractura.

Rufián le dijo al Gobierno en el Congreso que no encontrarán reconocimiento a las subidas del SMI y la recuperación de determinados derechos laborales mientras la gente de 30 años no pueda vivir independiente porque no tiene piso que pueda pagar. Eso oscurece y hace invisible cualquier logro. Pero Rufián se queda corto. En este ambiente de inundación de odios, excesos, estridencias, violencias ultras cada vez más cínicas, no hay nada audible que no suba por encima de los decibelios del estrés político y mediático. Como los canales de televisión cuando se zapeaba, como mis clases imaginadas en que tendría que encadenar desvaríos que retengan la atención de quien pase por allí, ahora no cala en la percepción, valoración y conducta de sectores amplísimos de población nada que no supere el ruido ambiental recalentado por las mañas y sinrazones en que están ya todas las derechas. Es la forma en que la ultraderecha y sus amos quieren alcanzar el poder político: que masas enteras de gente voten contra sus derechos y su nivel de vida para satisfacer odios y enconos con más sensación de urgencia que sus propios intereses.

La justicia social, en abstracto o desgranada en aspectos, encuentra difícil acomodo en el ambiente que lograron las oligarquías soltando a sus perros. La justicia social es como la lectura y el conocimiento: lenta, paciente, de pasos cortos, de titulares de segunda página, diésel y de maratón más que de cien metros lisos. Justo lo que tiende a no oírse, ni movilizar, ni importar en un ambiente de salivazos y bramidos.

Pero la injusticia social está ahí y acabará oyéndose. España es, con EEUUPortugal y Rumanía, el país donde menos probable es que quien nazca en familia humilde llegue a clases acomodadas y donde es casi seguro que quien nazca en familia rica seguirá siendo rico. Evolucionó más rápido la extensión de la educación que la estructura productiva, por lo que el país no ofrece acomodo a las generaciones mejor preparadas que tuvo. La sobrecualificación o la emigración son sus opciones. La propaganda quiere utilizar la visibilidad de ídolos deportivos o ricos célebres para extender la creencia en la meritocracia, es decir, en que cada uno tiene la suerte que corresponde a sus méritos y esfuerzo. Los modelos tóxicos de famosos o de influencers quieren hacer que creer que cualquiera puede llegar a lo más alto: no todos, cualquiera; y quieren que cada uno crea que puede ser ese cualquiera y si no lo es será por su culpa. Pero la injusticia avanza y la desagregación social es ya suficiente para que España se haga más rica y los españoles más pobres. Ruidos, odios y estridencias hacen difícil de oír y percibir este mal y sus responsables. Pero el mal social avanza. Y siempre acaba atronando.

NORTES  DdA, XXI/6123

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