En su artículo de esta semana en Nortes, el profesor Enrique del Teso sostiene que en la confusión y la urgencia, nos desprendemos de los demás y nos ocupamos solo de nosotros. Es el estado en el que el activismo de las derechas, con sus canales y medios, nos quiere, el estado en el que el bien común sea una lista de obligaciones ñoñas de curas y el gamberrismo y el mal parezca liberador y fresco. Ahora, según el profesor, no cala en la percepción, valoración y conducta de sectores amplísimos de población nada que no supere el ruido ambiental recalentado por las mañas y sinrazones en que están ya todas las derechas. Es la forma en que la ultraderecha y sus amos quieren alcanzar el poder político: que masas enteras de gente voten contra sus derechos y su nivel de vida para satisfacer odios y enconos con más sensación de urgencia que sus propios intereses.
Enrique del Teso
Una vez me pregunté cómo tendría que dar las clases, si todos
los alumnos se juntaran cada día en el vestíbulo, los profesores tuviéramos que
hablar a aulas vacías y ellos fueran metiendo la cabeza y se quedaran en el
aula en que oyeran algo que les llamase la atención. Y si encima yo cobrara
según los alumnos que lograra tener cada día. Yo tendría apenas unos segundos
para retener la atención del alumno que en ese momento metiera la cabeza en mi
aula. Como no podría saber en qué momento estaría curioseando alguien mi aula,
tendría que estar diciendo en todo momento algo
llamativo. Mis clases tendrían que ser un conjunto de fogonazos rápidos, entre
frases ingeniosas y estridencias escénicas. Por supuesto, pasarían a mejor vida
la ciencia y la cultura, que son de natural lento y paciente y para público
rumiante dado a re–digerir y procesar lo que ya se había ingerido. Las clases
serían un pequeño circo de banalidades. En España empezó
a haber televisiones privadas en 1990. Hasta entonces teníamos dos canales y
una fantasía habitual era imaginar cómo sería eso de coger el mando de la tele
en EEUU y
zapear entre docenas de canales. Llegaron tres canales privados y luego
llegarían más. Y el zapeo se pareció a mi reflexión distópica sobre cómo serían
mis clases. Cada canal intentaba que parases el zapeo justo al pasar por él y
fue dominando el estrépito y el mal gusto. Luego llegaron más cosas y ya no se
zapea. Dudo que las nuevas generaciones conozcan el anglicismo.
Y así está la vida pública desde que las oligarquías lo quisieron todo,
soltaron a sus perros de ultraderecha y el laboratorio de Steve
Bannon empezó a trabajar a tres turnos. Buscaron al
personaje excesivo, el símbolo potente (la gorra roja de Trump,
la motosierra de Milei), la frase violenta,
provocadora y vacía de contenido (no pedimos permiso, actuamos; recuperaremos
lo que es nuestro; nuestras calles son un baño de sangre por la inseguridad;
las mujeres negras no tienen capacidad intelectual para ser tomadas en serio),
apelaron a Dios y la patria para que cualquier reparo a sus diatribas fuera
blasfemia (un insulto en la cara de Dios) o traición a la nación; la
provocación al límite (Los Ángeles Times: «Trump pide usar las ciudades de EEUU
como campo
de entrenamiento para el ejército», para enfrentarse a la
invasión desde dentro; «No quiero ser un gracioso ni un listillo, pero la
Riviera de Oriente Medio … esto podría ser maravilloso»), bulos disparatados
continuos (nos toca ahora la patología inventada del síndrome post aborto,
soltada por Vox, repetida por el PP y jaleada por la precursora del lenguaje
del odio: la Iglesia, no lo olvidemos).
La imagen que soporta un relato que confirma emociones intensas se lleva por delante los hechos, por palmarios que sean, y cualquier razonamiento, por lúcido que sea. Decía una columna de The New York Times que los demócratas, con folios en un atril y largos razonamientos pretenden desmontar la imagen de Trump, serio, desafiante, ávido de acción, indeformable. El retrato de Trump para la galería de la Casa Blanca se basó en la foto policial de su ficha cuando fue juzgado: el cinismo llevado más allá de cualquier límite concentra toda la atención.
La ultraderecha necesita la confusión y el ruido, porque necesita la inversión de valores que sustentan las democracias. Necesitan la maldad, para entendernos. El protagonista del relato de Poe Un descenso al Maelström, en el esfuerzo agónico con que intentaba salvarse con su hermano en el hundimiento del barco, ve cómo su hermano intenta quitarle las manos de su agarradero para agarrarse él. «Jamás he sentido pena más grande que cuando lo vi hacer eso, aunque comprendí que su proceder era el de un insano, a quien el terror ha vuelto loco furioso». En la confusión y la urgencia, nos desprendemos de los demás y nos ocupamos solo de nosotros. Es el estado en el que el activismo de las derechas, con sus canales y medios, nos quiere, el estado en el que el bien común sea una lista de obligaciones ñoñas de curas y el gamberrismo y el mal parezca liberador y fresco.
España está partida generacionalmente. Los boomers de sesenta y pico años reaccionan a las amenazas al estado del bienestar en el que se criaron y en el que entienden los méritos y torpezas, la buena y mala suerte, que determinan la vida que llevan. Los jóvenes de menos de veinticinco años, sobre todo los varones, son extraños a esos derechos conquistados que se condensan en el estado de bienestar y no entienden, ni ellos ni nadie, qué méritos o qué tipo de buena suerte les hace falta para llevar una vida estable y desahogada. El choque cultural, sobre todo por el avance en la igualdad de las mujeres, aumenta su desconcierto. La propaganda ultra sabe aprovechar ese terreno abonado. La izquierda está lejos de segmentar su comunicación y estrategia para ser eficiente en esta fractura.
Rufián le dijo al Gobierno en el Congreso que no encontrarán reconocimiento a
las subidas del SMI y la recuperación de determinados derechos laborales
mientras la gente de 30 años no pueda vivir independiente porque no tiene piso
que pueda pagar. Eso oscurece y hace invisible cualquier logro. Pero Rufián se
queda corto. En este ambiente de inundación de odios, excesos, estridencias,
violencias ultras cada vez más cínicas, no hay nada audible que no suba por
encima de los decibelios del estrés político y mediático. Como los canales de
televisión cuando se zapeaba, como mis clases imaginadas en que tendría que
encadenar desvaríos que retengan la atención de quien pase por allí, ahora no
cala en la percepción, valoración y conducta de sectores amplísimos de población
nada que no supere el ruido ambiental recalentado por las mañas y sinrazones en
que están ya todas las derechas. Es la forma en que la ultraderecha y sus amos
quieren alcanzar el poder político: que masas enteras de gente voten contra sus
derechos y su nivel de vida para satisfacer odios y enconos con más sensación
de urgencia que sus propios intereses.
La justicia social, en abstracto o desgranada en aspectos, encuentra difícil
acomodo en el ambiente que lograron las oligarquías soltando a sus perros. La
justicia social es como la lectura y el conocimiento: lenta, paciente, de pasos
cortos, de titulares de segunda página, diésel y de maratón más que de cien
metros lisos. Justo lo que tiende a no oírse, ni movilizar, ni importar en un
ambiente de salivazos y bramidos.
Pero la injusticia social está ahí y acabará oyéndose. España es,
con EEUU, Portugal y Rumanía,
el país donde menos probable es que quien nazca en familia humilde llegue a
clases acomodadas y donde es casi seguro que quien nazca en familia rica
seguirá siendo rico. Evolucionó más rápido la extensión de la educación que la
estructura productiva, por lo que el país no ofrece acomodo a las generaciones
mejor preparadas que tuvo. La sobrecualificación o la emigración son sus
opciones. La propaganda quiere utilizar la visibilidad de ídolos deportivos o
ricos célebres para extender la creencia en la meritocracia, es decir, en que
cada uno tiene la suerte que corresponde a sus méritos y esfuerzo. Los modelos
tóxicos de famosos o de influencers quieren
hacer que creer que cualquiera puede llegar a lo más alto: no todos,
cualquiera; y quieren que cada uno crea que puede ser ese cualquiera y si no lo
es será por su culpa. Pero la injusticia avanza y la desagregación social es ya
suficiente para que España se haga más rica y los españoles más pobres. Ruidos,
odios y estridencias hacen difícil de oír y percibir este mal y sus
responsables. Pero el mal social avanza. Y siempre acaba atronando.
NORTES DdA, XXI/6123
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