viernes, 17 de octubre de 2025

LAS CARTAS A SALAMANCA DE VALENTÍN MARTÍN

Con prólogo de Félix Maraña y para saldar acaso una deuda sentimental y memoriosa que el autor tiene y que suele acometernos a los mayores con nuestra tierra original, de la que se fue Valentín en su mocedad temprana, nos llegan estas cartas del autor a Salamanca, cuya lectura será grata en fondo y forma, de seguro, a quienes valoramos la escritura literaria con la dignidad y recreo intelectual y estético que merece, máxime en estos tiempos de Planetas degradados y degradantes. Va como aperitivo este fragmento de una de las misivas, a la espera su disfrute integral:




Valentín Martín

Cuando Beni murió dejó dicho que quemaran su cuerpo y echasen con dulzura las cenizas al río. Fue el primero en quedarse a vivir en el agua después de muerto. Y a nadie extrañó. La vida de todos estaba en el río que por las noches sonaba en las ventanas de los niños que vivían junto a los huertecitos de lirios. El río se hacía más grande en cuaresma, cuando el cura prohibía el baile y grandes y chicos bajaban a pasar el puente y a pasear la carretera de las huertas y las norias. El puente tardó mucho en construirse por culpa del duque, propietario del negocio de barcazas que transportaba gente, animales, ultramarinos, todo lo que debía pasar de un lado a otro del río en uno y otro sentido desde varios pueblos cercanos a la Villa, donde él era también el dueño del castillo. Cada vez que un gobierno decidía construir el puente, el duque decía no. Y ya se sabe que los gobiernos se arrodillan ante los duques.

Cuando Beni dejó dicho que quería quedarse en el río después de muerto, nadie se extrañó. Pero no porque él frecuentase al río por la molienda en el molino de tío Jiche o la aceña de tío Baltasar, sino porque Beni era ateo. Otra cosa se entendería si Beni, como el resto del pueblo, fuera católico, apostólico y romano.

Ateo, republicano y de izquierdas fue siempre el boticario don Bernardino que tenía la casa y la botica pared con pared con el cuartel de la guardia civil. Los guardias civiles del pueblo no es que tuviesen de plomo las calaveras, es que sabían que de todo el pueblo el único imprescindible era el boticario. Si eliminas al boticario, te puedes morir de la tos. Y eso de por Dios, por la Patria y el Rey no vale para nada después de muerto. A veces el silencio es tan rentable como el negocio de barcazas del duque. Para los guardias civiles del pueblo la misión consistía en vender a escondidas bacalao, y a mirar con arrrobo las lilas que colgaban en las tapias de enfrente. Así pasaba la vida.

DdA, XXI/6136

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