lunes, 6 de octubre de 2025

El IMPERIO DE LA FALSA REALIDAD Y LAS SOCIEDADES ANESTESIADAS, SOMETIDAS A SU CAPRICHO

En este interesante artículo publicado en su día en El Cuaderno, el autor subraya que en el espacio y en el tiempo  proliferan las más espantosas imágenes de inhumanidad, sin que sociedades anestesiadas por la desidia y la cobardía perezcan tener nada de que decir. Una de las causas, según Monterrubio, y muy relevante, es el imperio de la falsa realidad sin matices ni alternativa, esa simulación auspiciada por las élites y sus aparatos ideológicos que se cuela en las mentes y las somete a sus caprichos. Las masas creen en ella, se han convertido en devotos feligreses de esos ídolos de la tribu que no admiten competencia. Ante nosotros se produce esa metamorfosis maligna que, en un abrir y cerrar de ojos, puede transformar al pueblo en populacho.


Antonio Monterrubio

Por doquier encontramos estampas de ruina y sufrimiento. Una catástrofe general golpea de un modo u otro, con mayor o menor intensidad, a casi todos y en todas partes. La infelicidad está aumentando hasta alcanzar dimensiones insospechadas. Vemos cadáveres rodeados de muros calcinados y restos hediondos, niños sin consuelo con el hambre, la enfermedad y la muerte marcados en sus rostros, multitudes ateridas por el frío terrible amontonadas en vertederos inmundos. La maldad y la violencia, la soberbia y la mezquindad patean despiadadamente a los pobres, los humillados, los desdichados, los ofendidos, los débiles y los indefensos. Las más espantosas imágenes de la inhumanidad proliferan en el espacio y el tiempo sin que sociedades anestesiadas por la desidia y la cobardía parezcan tener nada que decir.

Las voces que se alzan contra la ignominia pasan desapercibidas. Sin duda, la causa tiene múltiples aristas, es superpoliédrica. Y una muy relevante —decisiva, diríamos— es el imperio de la falsa realidad sin matices ni alternativa, esa simulación auspiciada por las élites y sus aparatos ideológicos que se cuela en las mentes y las somete a sus caprichos. Las masas creen en ella, se han convertido en devotos feligreses de esos ídolos de la tribu que no admiten competencia. Ante nosotros se produce esa metamorfosis maligna que, en un abrir y cerrar de ojos, puede transformar al pueblo en populacho..

En El príncipe, Maquiavelo afirma que «el fin que persigue el pueblo es más honesto que el de los grandes, pues estos quieren aplastar y aquel no ser aplastado». El caso del populacho es muy diferente. Una de sus motivaciones básicas es esperar pacientemente su turno para golpear el cuerpo de los últimos, los maltratados por todos, los parias de la tierra. Comparar la firmeza de las creencias de los nuevos zombis ideológicos con las de las religiones tradicionales es quedarse lastimosamente corto. Esta fe adquiere tintes de superstición, de magia. Diríase que sus fieles deambulan por la vida en un estado alterado de conciencia, un letargo continuado, como si se movieran día y noche bajo el influjo y el hechizo de un potente narcótico. No quita, sin embargo, para que compartan la fe verdadera de los más rigurosos monoteísmos. Y eso supone automáticamente la sumisión sin reparos a una autoridad poderosa, situada muy por encima de uno mismo y de todo mortal, a la cual se debe una obediencia absoluta que llega hasta el sacrificio propio o —preferentemente— de los demás. «Lo que vuelve loco no es la duda, sino la certeza» (NietzscheEcce Homo).

Hubo un tiempo, en la década prodigiosa del siglo pasado, en el que pudo decirse con plena justicia que, en los países desarrollados, la garantía de no morir de hambre se pagaba con la certeza de morir de aburrimiento. Hoy, a pesar del Consumo y el Espectáculo, de los fuegos artificiales que pretenden deslumbrar a la concurrencia, la segunda parte de la frase sigue siendo cierta. La primera cada vez se nos antoja menos sólida. La precariedad laboral, social y vital, la catástrofe medioambiental y climática, el resurgimiento de fantasmas que se creían desaparecidos, incluidos los bélicos o epidémicos, determinan las coordenadas de un tenebroso mundo nuevo. Uno que, desde luego, poco tiene que ver con aquel brave new world que Miranda avizoraba en La Tempestad shakespeariana. El desmoronamiento del Estado de bienestar, la ruina ecológica, la demolición de los derechos y libertades y el aumento de todas las incertidumbres no dan mucha seguridad al común de los mortales. No se sabe si los correspondientes sellos se han abierto, pero diríase que los cuatro jinetes del Apocalipsis —el hambre, la guerra, la peste y la muerte— vuelven a cabalgar juntos.

Riders on the storm
There’s a killer on the road
his brain is squirmin’ like a toad.

(Doors: Riders on the storm)

Desde tiempos antiguos, las élites saben que el arma definitiva para perpetuar su dominio es el juego nosotros/ellos. En las épocas gloriosas del Estado-nación, tal dinámica era de lo más sencilla. Nosotros éramos los que descendíamos de unos tan esforzados como ficticios antepasados, y ellos los seres extraños y malvados que habitaban las tierras aledañas, al otro lado de la montaña o del río. El país de cada cual era Lothlórien, mientras el resto del mundo estaba constituido por sucursales de Mordor. Ahora, en cambio, cuando las fronteras nacionales ya no son ese Muro mayestático defendido por la Guardia de la Noche contra los Otros —esas entidades malignas dotadas de poderes sobrenaturales—, nosotros ha pasado a designar a los hombres blancos heterosexuales acomodados. Por supuesto, no pocos de los que cumplen las condiciones para ser admitidos en tan selecta compañía no se sienten a gusto en ella. En la estela de Groucho Marx, opinan que nunca serían miembros de un club que los aceptara como socios. Su defección es sobradamente compensada por el sostén que esa sociedad de amigos del crimen recibe de multitudes que no encajan en el perfil, pero tienen una vocación invencible de servidumbre voluntaria. Esto no evita que, al igual que en Esparta los homoi, reconozcan a estos ilotas contentos de su suerte únicamente en calidad de esclavos felices.

DdA, XXI/6124

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