miércoles, 24 de septiembre de 2025

NO MIRAR HACIA OTRO LADO CUANDO LA DESHUMANIZACIÓN SE VUELVE RUTINA

Condenar el sufrimiento de Gaza, según el articulista, significa no mirar hacia otro lado cuando la deshumanización se vuelve rutina. Si un grupo de personas interrumpe un acto deportivo –la Vuelta ciclista a España, por ejemplo– no se trata de una excentricidad. Tal vez deberíamos pensar que, ante el desgobierno que emana desde los órganos públicos, serán los ciudadanos quienes planten cara a la barbarie. Porque si los parlamentos se enredan en cálculos, si los gobiernos miran hacia otro lado, la conciencia acaba buscando grietas donde hacerse visible, aunque sea en medio del asfalto de una carretera.


Eduardo González

No hay nada más fácil que poner una etiqueta. Basta con que alguien pronuncie la palabra genocidio para que lo llamen pro-palestino y, en consecuencia, terrorista. Basta con que alguien denuncie la crueldad para que, enseguida, se le acuse de antisemita. Así, el debate se ahoga en bandos y lo que debería estar en el centro del asunto –la vida que se apaga bajo los escombros– queda sepultado bajo la sospecha. 

Yo no escribo desde una bandera. No me mueven consignas ni geopolíticas. Me mueve, sencillamente, la certeza de que ninguna causa justifica el hambre impuesto, la muerte de niñas y niños, la demolición de hogares. Llamar a eso crueldad no me convierte –no debería– en enemigo de nadie.

La trampa de todo este asunto –y de tantos– consiste en reducir toda crítica que se haga al gobierno del Estado de Israel en un odio contra el pueblo judío. Esa confusión, tantas veces repetida, se alimenta del recuerdo real y doloroso del antisemitismo histórico. Pero no es lo mismo denunciar el pasado de persecución que legitimar el presente de violencia. Tampoco es justo callar por miedo a ser confundido. Si el silencio protege a los verdugos, la palabra, aunque incómoda, defiende a las víctimas.

De igual modo, condenar el sufrimiento de Gaza no significa blanquear a Hamás ni justificar el terrorismo. Significa reconocer que una población entera está atrapada en un castigo colectivo, donde la vida cotidiana se ha reducido a la huida, a la sed y a la intemperie. Significa, sobre todo, no mirar hacia otro lado cuando la deshumanización se vuelve rutina.

Y quizá haya que aprender de ciertos gestos que irrumpen en la normalidad. Si un grupo de personas interrumpe un acto deportivo –la Vuelta ciclista a España, por ejemplo– no se trata de una excentricidad. Tal vez deberíamos pensar que, ante el desgobierno que emana desde los órganos públicos, serán los ciudadanos quienes planten cara a la barbarie. Porque si los parlamentos se enredan en cálculos, si los gobiernos miran hacia otro lado, la conciencia acaba buscando grietas donde hacerse visible, aunque sea en medio del asfalto de una carretera.

Las calles también han hablado: en capitales europeas, en ciudades latinoamericanas, en plazas donde las pancartas se multiplican con la misma urgencia que la rabia. Jóvenes que no conocieron guerras propias pero que se niegan a aceptar la indiferencia; ancianos que reconocen en esas imágenes el eco de otras guerras que marcaron su juventud. Cada marcha ciudadana es una forma de recordarle a los poderes que hay un límite que la dignidad no permite cruzar.

También las universidades, con su viejo papel de conciencia crítica, han sido escenario de protestas, recordando que no es normal lo que se quiere hacer pasar por normalidad. En sus pasillos resuena la idea de que el conocimiento no puede ser neutral frente a la barbarie. Algunas instituciones culturales han cancelado colaboraciones oficiales; artistas, escritores y músicos han levantado la voz, asumiendo el riesgo de ser señalados o silenciados. También ahí se abren grietas: la cultura como resistencia contra la deshumanización. Y, por supuesto, a todos ellos se les etiquetará de inmediato con la primera palabra que se tenga a mano.

Dirán que estas palabras aquí escritas son pro-palestinas. Y lo acepto si con ello se quiere decir que no soy indiferente a los cuerpos enterrados bajo ruinas, a los hospitales sin medicinas, a las madres que crían en medio del polvo. Acepto la etiqueta si significa que estoy contra la crueldad, aunque esa palabra incomode.

Porque, al final, no se trata de elegir un bando, sino de no renunciar a la compasión. Nombrar la matanza es el primer paso para impedir que la indiferencia se convierta en cómplice. Y si eso me hace pro-palestino, lo acepto: prefiero la sospecha a la cobardía del silencio.

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