Ante lacras como xenofobias, racismos, clasismos, machismos, homofobias y negacionismos de todo lo razonable, la neutralidad y la equidistancia son repugnantes, escribe Antonio Monterrubio. En un mundo donde la infantilización de la ciudadanía desborda las previsiones más pesimistas, el blanqueamiento del fascismo es mucho peor que el matrimonio de la injuria y el insulto: es un crimen que, en multitud de ocasiones, se practica con premeditación, alevosía y ensañamiento. Cuando las semillas del mal producen sus frutos podridos, quienes regaron con insidias los surcos no pueden declararse inocentes. Así fue en el siglo XX y así es hoy.
Antonio Monterrubio*
La fascinación ejercida por el mal es uno de esos secretos a voces que la voluntaria ceguera social se niega a admitir. A ojos de muchos, encarna una manifestación de soberanía del individuo ante la cual cualquier escrúpulo moral debe deponer las armas. No hay que ceder a la tentación de creer que lo que cautiva son las metas, poder, dinero o placeres, corriendo un tupido velo sobre los senderos transitados. No, lo que subyuga no son solo los fines, sino los medios, en concreto pisar pies y moler espaldas sin vacilación. El egoísmo intransigente y la afición a atropellar a los demás, a engañar y traicionar al prójimo, son considerados cualidades del hombre superior. Esto lleva a justificar toda clase de conductas malvadas. Sujetos carentes de conciencia satisfacen un deseo latente de omnipotencia infantil en un público que, cautivado por su serenidad, arrogancia, aplomo y dominio, se le somete sin condiciones. Así se llega a lo más profundo de la abyección, que fácilmente se cronifica. El hechizo del mal hace al mundo inmundo, desprovisto de límites e identidad, listo para ser moldeado al gusto y capricho de los malvados. La ambición sin barreras arrastra a su paso una cola de devota admiración. No detenerse ante nada y dejar tras de sí un reguero de cabezas cortadas despierta simpatías incluso entre las propias víctimas. El cinismo, en su acepción de desvergüenza al practicar o defender acciones o doctrinas vituperables, es un mal altamente contagioso.
Si la madurez individual es un horizonte al que se tiende sin nunca alcanzarlo, la colectiva representa un reto aún mayor. Fantasmas y lisonjas tienen un atractivo aparente más poderoso que verdad y libertad. Los que asaltaban el Capitolio imbuidos de su bazofia machista, supremacista y fascista se creían sin duda los auténticos constitucionalistas, ya que, según ellos, los que no aceptaban la falacia delirante de la victoria electoral de Trump eran traidores a la patria. A pesar del ruido hipócrita de algunos, esos tipos son de la misma especie que quienes, en España, son avalados por medios tradicionales, políticos cegatos y grandes cadenas de radio y televisión como honrados ciudadanos de centroderecha. Esto es lo que hay. Es cierto que no puede considerarse el fascismo actual un remake del de los años 30 del siglo XX. Pero sí que se trata de un reboot, el relanzamiento de una serie que, sin seguir forzosamente la historia previa, conserva los elementos más importantes o funcionales.
Lo que movía a la horda involucrada en esa especie de Putsch en Washington es la convicción de que «We the people…» solo reza si son varones blancos, cristianos y nativos –qué ironía–. Aparte de esas tres palabras, lo único que conocen de su Constitución es la segunda enmienda, o sea, un hombre, uno o varios fusiles de asalto. En alguna encuesta se mostraron artículos de su Carta Magna, y una proporción nada desdeñable de los consultados las tomaron por proclamas subversivas y hasta comunistas. Pero ya sabemos que allá y acá, cuando la ultraderecha brama «Libertad», está reivindicando la perpetuación de las desigualdades sociales y defendiendo a mordiscos sus privilegios, o lo que imagina tales. Son destitucionalistas, sujetos más pasivos de lo que ellos piensan de un proceso destituyente. La meta de las turbas fascistas y sus manipuladores ha sido y es destruir todo atisbo de discrepancia, liquidar por los métodos que sean a la izquierda, los sindicatos, la sociedad civil o la intelectualidad disidente. Y en eso están. Quizás algunos republicanos empiecen ahora a reaccionar. Esa gente a la que han estado criando con mimo no solo odia a los progresistas o los liberales. Los conservadores tibios son ahorrados exclusivamente mientras les sean útiles en la persecución de su objetivo, pero ni un segundo más.
Muchos siguen sin ver el monstruo que ha salido de sus laboratorios de (malas) ideas. Más vale que espabilen, porque «una civilización que no es capaz de resolver los problemas que ella misma ha creado es una civilización en decadencia», como advirtió el escritor martiniqués Aimé Césaire. Una sociedad está enferma cuando un sector sociopolítico dedica toda su energía a atacar encarnizadamente y sin descanso a rivales trocados, por cálculo electoral, en enemigos a eliminar. Es una estrategia destinada a encubrir la carencia de cualquier género de programa, pero también a escamotear la discusión sobre los verdaderos problemas y sus orígenes. Si ciertas sectas políticas milenaristas son responsables de su irresponsabilidad, mayor aún es la de los grandes medios de comunicación que los jalean y azuzan. Albert Camus afirmó que «un país vale lo que vale su prensa». Visto el comportamiento de los gacetilleros nacionales, hay motivos para echarse las manos a la cabeza.
Ante lacras como xenofobias, racismos, clasismos, machismos, homofobias y negacionismos de todo lo razonable, la neutralidad y la equidistancia son repugnantes. En un mundo donde la infantilización de la ciudadanía desborda las previsiones más pesimistas, el blanqueamiento del fascismo es mucho peor que el matrimonio de la injuria y el insulto: es un crimen que, en multitud de ocasiones, se practica con premeditación, alevosía y ensañamiento. Cuando las semillas del mal producen sus frutos podridos, quienes regaron con insidias los surcos no pueden declararse inocentes. Tan culpables de la devastación son los bárbaros y sus cómplices como los miserables y bocazas que les allanan el camino. Así fue en el siglo XX y así es hoy.
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