lunes, 14 de julio de 2025

LOS PÁJAROS MUERTOS DE LA ESTATUA ECUESTRE DE FELIPE III


Félix Población

De los poemas de mi compañero y amigo Javier Villán, con el que recorrí España en los inicios de la transición (sin mayúscula porque no la merece), tratando de dar las primeras informaciones sobre las recobrables culturas de las que constitucionalmente se denominan nacionalidades y regiones, siempre recuerdo un verso que habla de la existencia de pájaros suicidas por los cielos más altos. 

Yo no sé si Villán sigue haciendo versos, pero me gusta recordar este a la hora de comentar el fragmento del libro La ciudad infinita,  del que es autor Sergio C. Fanjul. Se trata de un compendio basado en las 21 excursiones literarias que el autor hizo cuando ejerció como una suerte de Paseador Oficial de la Villa de Madrid, una especie -leo- de ensayo lírico sobre urbanismo, en el que, entre otras anécdotas, cuenta la de la estatua ecuestre del rey Felipe III que se encuentra en la Plaza Mayor. 

Cuenta al respecto Sergio que la boca del caballo estaba abierta y que los gorriones tenían por costumbre volar hacia el interior de la estatua de bronce, a saber si buscando la sombra del interior en la ardorosa canícula matritense, sin sospechar que muchos de ellos encontrarían la muerte después de un agotador y frenético revoloteo en la oscuridad buscando la salida. 

Escribe Fanjul que ha llegado a tener pesadillas con los pajarillos presos de la extenuación en esa cárcel de tinieblas, algo que comprendemos muy bien los ornitófilos. Fue en 1931 cuando, con la instauración de la Segunda República, un atentado contra la estatua del monarca, al explotar una bomba, dejó al descubierto que el interior del caballo contenía centenares de huesos de los gorriones que desde el siglo XVII se colaron por la boca del corcel para perder la vida en la opresiva oscuridad de sus entrañas. 

Bien habrían podido Juan de Boloña, autor del vaciado en bronce, o Pietro Tacca, autor de los remates en 1616, haber dejado la boca del caballo tal como está ahora, cerrada, aunque fuera en contra de la dinámica propia de la estatuaria ecuestre manierista. Quizá no repararon en que los gorriones se iban a sentir tentados a lo largo de tres siglos por la oscuridad a la que se abrían esos belfos y en la que agonizaron tantos, presos de un vuelo ciego y suicida. 

DdA, XXI/6.041

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