Luis Felipe Carrasco tenía 58 años y un carrito oxidado de supermercado donde llevaba algo extraño para las calles de Ciudad Juárez: Libros. Libros de todo tipo: novelas viejas, cuentos infantiles, poemas, historietas. Cada mañana, salía con su carrito lleno de páginas usadas, y lo estacionaba en la esquina de un parque. Ponía un cartel escrito a mano, en cartulina gastada: “No es un negocio. Si quieres leer, llévate uno. Cuando termines, devuélvelo o pásalo a alguien más.” No cobraba nada. No anotaba nombres. No pedía datos. Solo confiaba. —“La gente necesita historias más que cosas”—decía Luis Felipe. Había crecido sin libros. De niño, leía los envoltorios de los chicles y los anuncios del periódico. Por eso, cuando empezó a juntar libros donados o encontrados en el tianguis, decidió hacer algo distinto: compartirlos gratis. A veces, alguien tomaba un libro y nunca lo devolvía.
No importaba. —“Quizá se lo quedó porque lo necesitaba”—decía sin enojo. Otros regresaban semanas después con los ojos brillosos: —“Ya lo terminé, don Luis. ¿Tiene otro?” Así, sin saberlo, Luis Felipe Carrasco construyó una biblioteca ambulante sin paredes. Un día, un muchacho subió una foto a redes: El carrito lleno de libros, el cartel escrito a mano y Luis Felipe sonriendo, como si llevar cultura por la calle fuera lo más normal del mundo. La imagen se hizo viral. Miles de personas compartieron el mensaje: “Ojalá todos los barrios tuvieran un Luis Felipe Carrasco, que en vez de vender, regala puertas a otros mundos.” Hoy, en esa esquina del parque, la gente ya sabe: Si quieres leer, busca al hombre del carrito. Si quieres olvidar un rato las noticias tristes, agarra un libro. Y si no tienes dinero, no te preocupes. Luis Felipe siempre dice lo mismo cuando alguien le pregunta cómo puede confiar tanto: —“Porque cuando uno da historias, recibe humanidad.”
DdA, XXI/6054
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