El antiguo teatro, ornamentado, estaba escandalosamente vacío; un relicario dorado de glorias pasadas susurraba: “Érase una vez”. En las primeras filas, cuatro señoras mayores, fieles a los milagros de la laca, mantenían la compostura. Sus estolas, colocadas con desidia sobre el respaldo, cual invitadas reacias a la fiesta de la nostalgia. A un par de metros, algunas parejas bien vestidas jugueteaban con el móvil mientras organizaban la cena con la urgencia del que huye del “plato principal”. Y luego estaba él: el soltero. Canoso, chaqueta arrugada, aislado en su propia fila. Sentado como un centinela, custodiando la ilusión de un público que nunca llegaría. Una audiencia de uno, quizá de medio. Yo ya estaba preparado para verle carraspear y aplaudir en nombre de toda la provincia.
Los acomodadores, conscientes del desastre inminente (o al menos de la foto catastrófica que se avecinaba), empezaron a sugerir discretamente que todos se sentaran más cerca del escenario, supuestamente por recomendación del técnico de sonido, que alegaba “acústica” y “ambiente”. Sí, claro. En realidad, era puro atrezo: juntar a los pocos para que parecieran muchos. Taxidermia de público. Total, aquello era el plato fuerte del viernes dentro del macrofestival de 650.000 euros sufragado por la Junta de Extremadura para traer a Cáceres la VI Bienal de Novela Mario Vargas Llosa. Fuegos artificiales culturales con mecha glocal. Y con sillas vacías, amigo, no hay departamento de prensa que las maquille.
Lo curioso es que esta no es una bienal cualquiera. La Bienal Mario Vargas Llosa es el brazo visible de una operación cultural mucho más amplia: una red internacional de fundaciones, universidades privadas y editoriales que orbitan en torno de la Fundación Internacional para la Libertad (FIL), creada y presidida por el propio escritor. 
Desde hace años, la FIL se presenta como un espacio de “defensa de la democracia y la libertad”, pero en la práctica actúa como un think tank de la derecha neoliberal iberoamericana, con presencia de figuras vinculadas a gobiernos conservadores en América Latina, así como a la derecha política española. En sus patronatos se sientan empresarios del IBEX, dirigentes del Partido Popular, expresidentes latinoamericanos y las mismas editoriales que marcan la agenda literaria comercial. 
Miré alrededor buscando a los políticos que días antes habían jurado que estos eventos serían el músculo de la candidatura de Cáceres a Capital Europea de la Cultura. Ni rastro. La Bienal se ha convertido así en una plataforma itinerante de legitimación cultural: una ceremonia de prestigio literario que recorre ciudades –de Lima a Guadalajara– y que ahora desembarca en una provincia española con la promesa de situarla “en el mapa de la cultura global”. Lo que no suele mencionarse es el precio: 650.000 euros de dinero público en una región que apenas invierte en cultura de base, en bibliotecas o en proyectos locales.
El mensaje, disfrazado de promoción cultural, es político: la literatura como escaparate de un modelo ideológico, una especie de Davos de las letras que consagra la hegemonía del pensamiento “liberal”, esa palabra elástica que en España se traduce como derecha con barniz cosmopolita.
La élite cultural de la región también había tomado posición: boicot silencioso. Los escritores y culturetas de la zona, hartos de que los ignoren salvo para hacer bulto, decidieron no servir esta vez de ficus decorativo detrás de las vacas sagradas importadas. No es que simplemente faltaran, es que retiraron su presencia. Sus sillas, vacías. Sus aplausos, en huelga. 
Muchos escritores, libreros y gestores culturales extremeños denunciaron la falta de participación y el ninguneo institucional. Ni se les consultó ni se los invitó a formar parte del programa. Para ellos, la Bienal era el último episodio de una larga historia de desdén: cultura de escaparate frente a cultura real, selfies institucionales frente a apoyo efectivo al tejido cultural.
Subieron los ponentes: cuatro sumos sacerdotes de las páginas de opinión –Jorge Bustos (El Mundo), Máriam Martínez-Bascuñán (El País) y Diego Garrocho (ABC), bajo la moderación del profesor y tertuliano Teodoro León Gross–, todos como dos generaciones más jóvenes que el público. La imagen habría sido cómica incluso sin sonido, sobre todo por los zapatos. Ni una suela de cuero. Solo zapatillas de deporte blancas, impolutas, las que no se compran para correr, sino para parecer “informales” en televisión. El calzado lo decía todo: frescos, modernos, dinámicos… pero sin intención alguna de pisar tierra. Solo Máriam Martínez-Bascuñán rompía el hechizo, vestida para la ocasión, cuaderno en mano, como alguien que aún cree que pensar implica verbos, tinta y papel. Ella tomaba notas de verdad. Los demás ejercían de atletas del palabreo automático.
Y ahí comenzó. Primero flojo, luego creciendo, hasta invadirlo todo: el tufo. Un pestazo mental. Antes de darnos cuenta, Trump había entrado en la sala, literalmente; cual perfume malo que se cuela en un ascensor. El Fantasma Naranja, el Poltergeist Azafrán, el César Cheeto del Apocalipsis Occidental. Se apoderó del escenario como si fuera humo industrial; se infiltró en las metáforas, empapó los discursos, cegó cualquier intento de hablar de otra cosa. 
La charla –supuestamente sobre ensayo político, periodismo y responsabilidad pública– quedó atrapada en una rotonda fantasmal. Fake news, sí. Mentiras, claro. Amenazas a la democracia, por supuesto. Pero siempre lejos. Siempre “allí”. En América. En Trumpistán. En ese circo ajeno, cómodo y exótico.
Era alucinante. Cuatro exjefes de Opinión –gente que ha decidido portadas, fabricado relatos, inflado escándalos y amortajado otros tantos– y el único villano que se atrevían a invocar era extranjero, fluorescente y perfectamente ridículo. Ni una mención a nuestros propios carniceros de la verdad. Ni un amago de admitir que aquí, en Iberia, la realidad alternativa sale como las setas. Y desde luego, ni una sola referencia a que los mismos medios donde ellos han trabajado (o trabajan) no siempre han sido espectadores inocentes en este carnaval de espejos.
Condenaban el veneno de las mentiras… pero eran alérgicos a su espejo.
Fake news, sí. Realidad alternativa, sí. Pero con guantes. Y a miles de kilómetros. Había un pacto tácito, un acuerdo de caballeros firmado entre el camerino y el maquillaje: condenemos la plaga, pero solo la de fuera. Las mentiras serían americanas, las paranoias brasileñas, las manipulaciones rusas, inglesas, marcianas… cualquiera menos las nuestras. El aire apestaba a ese pacto. Olía a precaución ambientada con desodorante de limón.
Porque hablar de España –de nuestras épicas prefabricadas, nuestros periódicos obedientes, nuestras burbujas patrias a demanda– habría pinchado el globo principal: que aquel teatro vacío, aquel fiestón de 650.000 euros, iba a ser contado después como un triunfo histórico. Una cumbre. Un exitazo. Un rayo de genio europeo sobre la estepa extremeña.
Mejor, pues, hablar de las mentiras de los forasteros.
Mejor tratar la distorsión como plaga de importación.
Mejor mantener el debate limpito, global y heroico. 
Porque si ellos reconocieran lo que todos estábamos viendo –que ese propio evento sería luego empaquetado y vendido como lo que no fue– entonces la magia se caería, se vería el truco, la cuerda, y entonces el teatro entero –acomodadores, políticos ausentes, escritores fugados, sillas vacías y público fantasma– pasarían a formar parte de la misma mentira grotesca.
Así que el fantasma de la evasión sonreía sobre el escenario, con dientes perfectos.
Ellos seguían hablando. Con cuidado. Con elegancia. Pero siempre sobre otro país.
Cuando por fin encendieron las luces, el aplauso fue un pajarito: breve, flacucho, obligatorio. Los acomodadores sonreían con la sonrisa obligatoria. Los fotógrafos se contorsionaban como francotiradores, evitando a toda costa la inmensa geografía de butacas vacías. Los dignatarios huyeron primero. Las parejas retomaron sus reservas de cena. El soltero se levantó, se colocó la chaqueta con dignidad de tenor viudo y se perdió en la noche cacereña.
La semana que viene saldrá el comunicado: “Aforo completo. Éxito rotundo. Una ciudad volcada con la cultura. El Gran Teatro vibró con el debate.” Se imprimirá. Se compartirá. Se archivará. Y el mito, repetido lo suficiente, acabará convertido en verdad cívica. “La gente vino”, dirán. “La ciudad brilló”, dirán. “El evento importó”, dirán.
Y quizá, con el tiempo, hasta nosotros lo creamos. Porque en esta época de triunfos de cartón y villanos de importación, siempre es más fácil aplaudir el relato que mirar las butacas vacías. Y ahora, ya pueden los ponentes escribir el titular de mañana. 
“Fake news”, nos advirtieron.
Y acto seguido, con una sonrisa impecable, fabricaron la suya