Remedios Palomo
Estoy empezando a leer una novela que en sus primeros capítulos describe las últimas sensaciones de un hombre y una mujer torturados, arrojados después a una sima del monte por los fascistas, y con las sensaciones de estar en la antesala de la muerte, inertes. En los capítulos leídos hasta ahora se describe el transcurrir de la vida normal y corriente en el pueblo al que pertenecieron y del que huyeron para salvar la vida. Los supervivientes conviven con estas ausencias violentas con normalidad. ¿Cómo ha podido un país entero, el nuestro, en cada uno de sus pueblos, los nuestros, convivir con completa naturalidad durante cada uno de los días de su vida con fosas repletas de tantas personas decentes?
A Antonio, que estaba preso en el calabozo del ayuntamiento, una madrugada se lo llevaron en camión a unos bancales, le pegaron cuatro tiros y lo dejaron tirado en el mismo camino a la vista de todos hasta que no sé quién se atrevió a enterrarlo, porque hasta eso les daba miedo.
Que tú, hoy, vas de paseo por un camino rodeado de vistas espectaculares y ahí al ladito está Antonio con sus balas metidas en el cuerpo desde hace 89 años como si fuera tan normal, como si su grito, la angustia de su agonía, la sorpresa de identificar a quien le estaba matando, confiando quizá en que su muerte tendría sentido, con la esperanza de un poco de amor, con la vaga promesa de ser al menos un recuerdo, tuvieran eco en la posteridad. Tal vez Antonio obtuvo consuelo pensando que en algún tiempo posterior de probada calidad moral, su bárbaro asesinato movería conciencias y serviría para mejorar la humanidad. Nadie te recuerda, Antonio.
Cómo habéis podido acostumbraros a pasar por allí, a pasear a su lado sin sentir siquiera un pellizco de angustia en el corazón. Porque yo desde que lo sé no puedo.
Qué duro este capítulo.
DdA, XXI/6153
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