José Ignacio Fernández del Castro
«-Fantasía no tiene límites...
-Eso no es cierto, ¡mientes!.
-Niño tonto, no sabes nada de la historia de Fantasía. Es el mundo de las Fantasías humanas. Cada parte, cada criatura, pertenecen al mundo de los sueños y esperanzas de la humanidad. Por consiguiente, no existen límites para Fantasía...
-¿Y por qué está muriendo entonces...?
-Porque los humanos están perdiendo sus esperanzas y olvidando a sus sueños. Así es como la Nada se vuelve más fuerte.
-¿Qué es la Nada?.
-Es el vacío que queda, la desolación que destruye este mundo y mi encomienda es ayudar a la Nada.
-¿Por qué?.
-Porque el humano sin esperanzas es fácil de controlar y aquél que tenga el control, tendrá el Poder.» Michael Andreas Helmut ENDE
: Die unendliche Geschichte
(La historia interminable) (1979).
Así es la cosa... Las grandes industrias culturales han ido sustituyendo, con gran éxito, la vida por avatares ceremoniosos que todo lo tratan de convertir en espectáculo, en apariencia, en sombra, hasta consolidar eso que Castoriadis llamaba el ascenso de la insignificancia... Algo cada día más cercano a la Nada, ese desolado vacío, casi metafísico, que queda tras la renuncia a todo anhelo, a todo sueño, a toda expectativa... Una especie de anomia (también de anemia, pero intelectual) que nos hace ver, desde la sumisa inacción, los desafueros con los que los amos del mundo violan cualquier norma, el descaro con el que sus testaferros políticos las cambian al gusto del verdadero poder (económico), la desvergüenza con la que sus voceros mediáticos mienten al servicio de un imaginario colectivo conveniente (como mejor de los mundos posibles o el reino de Fantasía) para los intereses de quienes les pagan… Porque serán precisamente esas grandes industrias culturales, con su poderosa maquinaria publicitaria, las encargadas de decirnos con toda nitidez y una envoltura de ficticia libertad lo que debemos anhelar, lo que podemos soñar, lo que nos cabe esperar… Para que todo “funcione como debe”.
Nos han robado, pues, la capacidad misma de anhelar, soñar y tener expectativas propias, sustituyéndola por la falaz, onerosa y siempre insatisfactoria capacidad para ejercer la libertad de consumo en cualquier mercado (de bienes, de servicios –incluyendo los más básicos- o de marcas políticas) que uno pueda permitirse... Y un pueblo sin expectativas (sobre todo sin expectativas colectivas) es fácilmente controlable... Por quienes manejan las claves del negocio y sus intermediarios. Sustituyendo las pantallas que iluminaban las sombras de nuestra infancia por otras al servicio de consumos que esclavizan (a quienes los producen y a quienes los compran).
DdA, XXI/5.997
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