Elina Malamoud
Quizá le
resulte una cierta irreverencia, exigente lector, que comience esta nota
contándole un chiste judío, siempre advirtiéndole que los chistes que nos
contamos los judíos unos a otros tienen un humor medio escondido, una ironía
sacrílega, un espíritu autoflagelante que, a veces, solo a nosotros nos hace
gracia.
A un
grupo de, digamos, viejas damas indignas y judías, por calificarlas con el
título de aquella película, quiere unirse, por primera vez, otra dama también
judía, para jugar a la canasta, o al póker, vaya usted a saber, mientras toman
té y comen masas, tortas, sandwichitos de salmón ahumado y arenques marinados
en crema ácida. Prioritaria precaución, le aclaran a la novicia concurrente,
entre un bocado de arenque y otro de torta de miel, los temas de conversación
vedados. Usted imagine mi relato con pronunciación de Europa del Este, mucha
ye entre los dientes, y eses muy fricativas que no se aspiran.
No
hablamos de nuestros hijos --la instruyen-- porque todas tenemos los hijos más
lindos, más inteligentes y mejores profesionales, ni hablamos de viajes porque
todas estuvimos en Nueva York, en Israel, en Londres, en París y en Viena.
Tampoco hablamos de joyyyyas, porque a todas nos florecen anillos de brillantes
y gargantillas de oro. Y tampoco hablamos de sexo porque... lo que foi...
foi...
Lo que
foi, foi. Lo que fue, fue.
Lo que
fue...
Hace más
o menos diez años que, cada mes de abril, vengo a esta página con la
intención de recordar lo que fue, los hechos trágicos ocurridos en un pasado
no muy lejano, durante la Segunda Guerra Mundial, en la ciudad de Varsovia.
Porque lo que fue, fue y, si bien las interpretaciones de los hechos pasados,
sus miserias políticas, los enredos que los envolvieron, las bajezas, los
heroísmos y las intrigas que los eternizaron serán valorados, dichos y
contradichos por la Historia, nunca dejarán de ser realidades acontecidas que
hieren las pupilas, acongojan el corazón, adoloran las entrañas y que, a
diferencia de las damas del té con canasta, me obligo a mantener en la memoria.
Aquella
mi gente humanamente inocente, de quienes hoy se quiere discutir si cargamos
con los genes de Sem, el hijo del Noé del arca que nos hizo semitas, o si somos
los resabios túrquicos del imperio jázaro y, desprejuiciadamente apoderados de
una identidad impropia, nos expandimos por Europa --otro día le explico,
atosigado lector, por qué ahora me quieren llamar jázara-- aquellas personas,
digo, desposeídas unas de lo que tenían y otras de lo que no, acorraladas en
los ghettos a la espera de una nada mendaz y desconocida, en medio del
destrato, de la violencia, la tisis o la muerte por un disparo antojadizo o por
la flacura del hambre o por la ingeniería científica que controlaba
matemáticamente el tiempo necesario entre la ducha de gas y la incineración del
cadáver, amontonados en un lager administrado por la banalidad del
mal que ejercía la humillación, el sufrimiento, la ausencia de Dios y el
exterminio, con el objetivo de limpiar las amplias praderas del Este de más
allá de su mundo occidental para convertirlas en jardines donde florecieran los
girasoles arios, aquellos hombres y mujeres, repito, imbuidos de una inusitada
mezcla de desesperación y mesianismo, levantaron su puño guerrero, en el ghetto
de Varsovia, en aras de elegir, ellos propios, su manera de morir.
Y con
estos dichos quiero desdecir la apropiación extemporánea de los versos del
poeta Bialik que en algún momento acusó a los judíos amasijados en
el pogrom de Kíshinov de 1903, de dejarse degollar como mansos
corderos. En varias oportunidades y en estas mismas páginas, aporté información
de las tantas rebeliones que se atrevieron a enfrentar a la tropelía nazi, como
los sublevados del campo de exterminio de Sobibor, los que rascaron con sus
uñas el túnel por el que escaparon del ghetto de Novogrúdok, los que se
escondieron en el bosque protegidos por los hermanos Bielski, para salvar sus
vidas unos, para colaborar con los partisanos soviéticos otros, y tantas más
historias que cuando usted quiera, lector, se las vuelvo a contar.
Cuando la
guerra terminó, sobrevinieron las reflexiones. La filosofía de Emmanuel Levinas
se preguntó qué significaba un hombre para un otro hombre, los intransigentes
defeccionaron del ídish porque era la lengua del pueblo de los perdedores, la
llamada comunidad internacional consideró que los colonos de los kibutzim
asentados en las tierras que el Imperio Otomano de la Primera Guerra había
dejado en manos de ingleses y franceses, colonos alentados por ideologías que
fluctuaban desde la derecha de Jabotinsky al sionismo marxista de Ber Borojov,
eran un pueblo con derecho a su propio Estado Nación, sin apenas tener en
cuenta las alertas que, en su Orientalismo, avanzaba el intelectual
palestino Edward Said, ni los versos acuñados en el aroma a madera de los
olivos milenarios que musitó el poeta Mahmud Darwish, y recostados en las
declaraciones políticas del secretario del Foreign Office, Arthur
Balfour. Llegaron algunos a insinuar que el nuevo Estado era el único lugar
donde un judío se constituía en judío. Tu opción era mudar tu vida a Israel o
dejar de ser judío... Mirá vos.
Recorro,
con mis ojos viejos, las imágenes que Jürgen Stroop, el general alemán que
irrumpió en el ghetto de Varsovia cuando empezaba la cena de Peisaj,
durante la celebración de la Pascua judía. Son fotos orgullosas que guardó y
encuadernó para presentarle al Reichsführer de
las Schutzstaffel, Heinrich Himmler, en su tiempo de jerarca nazi.
Detengo la mirada en esos amontonamientos en blanco y negro, de hombres,
mujeres y niños, que avanzan en sus abrigos cotidianos, cargando bagallitos
míseros, valijitas apuradas, en un traslado avieso, hacia un destino que nunca
antes, ningún corazón humano se habría atrevido a imaginar. Me detengo en los
escombros de lo que fueron las casas del ghetto y las piedras bombardeadas de
la gran sinagoga de Varsovia con las que Stroop puso el moño al final decisivo
de aquella rebelión en que los jóvenes judíos del ghetto atacaron desde sus
bunkers, sus terrazas, sus túneles, sus corridas por las acequias y las
cloacas, con sus pistolas, arcabuces y bombas de fabricación casera.
Como
judía humanista que soy, se me desvía la mirada atorada para llenarse de
escenas parecidas que me interpelan en los días de hoy: las mujeres ataviadas
con sus jijab, los hombres de rulos oscuros y los niños descalzos que
caminan con pedazos de algo que alcanzaron a arrancar de sus casas y de la
historia de sus vidas, desplazados de norte a sur y de sur a norte, para ir a
donde no tienen nada y volver a donde solo quedan los escombros de sus
viviendas y los alaridos de sus muertos, restringidas o denegadas las ayudas
humanitarias que pretenden aliviar su hambre y su sed, recalando sus heridas en
hospitales que ya no son, su cultura en cineastas documentalistas con destino
de prisión, constreñidos en ese campo de concentración, de aniquilación moral y
de exterminio que es su tierra, Gaza, justo en especiales días, que son los
tiempos del Ramadán.
Qué les
pasó a esos judíos mutantes que emergieron de los socavones de Polonia y hoy
reniegan de su prójimo, con la intención de desaparecerlo para echarse al sol
en su patria vaciada. Con qué muecas payasescas, si no cínicas, en el rostro,
propiciarán el mismo acto recordatorio en honor de los rebeldes de abril y mayo
de 1943, que yo le estoy proponiendo, acongojado lector, en este escrito.
Aunque mi
vida de judía no esté relacionada con el Estado y la gente de Israel, lo que
fue, fue, pero, en esta, mi condición de judía, heredera de Baruch Spinoza y de
Levinas, de Simone Weil, de Primo Levi y de Walter Benjamin, coetánea de Noam
Chomsky, de Eric Hobsbawm y, por qué no, del tano Enzo Traverso, no lo puedo
desprender de lo que hoy es.
Chateando
como si nada pasara con un amigo palestino, me dijo él, exactamente, desde
allá, en el castellano que yo le enseñé: Igual no sé qué pienso. Lo que antes
pensábamos que era muy barbárico, era nada...
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