miércoles, 2 de abril de 2025

EL FASCISMO ES LE PEN: SU HOJA DE RUTA ES AMASAR FORTUNAS


Ningún dirigente fascista, ni de ayer ni de hoy, escapa de esa teoría económica que dice que, si usted no es el más inteligente ni tampoco el tipo más ético de su generación, sí que puede ser el más rico si agita correctamente una bandera repleta de odio. Viktor Orbán, presidente húngaro desde 2010, es un tipo tan generoso que, entre leyes anti LGTBi, odio al migrante y movimientos para controlar la justicia, ha sacado tiempo para colocar a su yerno y a su mejor amigo de la infancia en el ranking de las personas más acaudaladas de Hungría

Gerardo Tecé

Hay dos formas de liderar movimientos fascistas. La primera es ser millonario y la segunda es querer serlo. En el caso de Marine Le Pen, heredera de los al menos dos millones de euros que su padre escondía en cuentas en Suiza y condenada por haber desviado unos cuatro millones de euros, encontramos ambas virtudes. No por casualidad una se convierte en la máxima referencia europea para quienes agitan banderas con ánimo recaudatorio. Si Santiago Abascal, titular y único administrador de la cuenta bancaria de la Fundación Disenso, con más de nueve millones de euros, un tipo españolísimo, aplaudía entusiasmado las propuestas políticas de la Le Pen que prometía vetar los productos del campo español, es porque lo que separa a los patriotas es anecdótico en comparación con lo que realmente les une. El fascismo fue así desde su fundación. Nunca hubo más hoja de ruta que amasar fortunas mediante el complejo método de usar las banderas como máquinas expendedoras. Ya en su época, Mussolini, padre de esta ciencia económica, amasó varios millones de liras italianas –lo que equivaldría a decenas de millones de euros hoy– que tristemente se le cayeron de los bolsillos cuando desafió las leyes de la gravedad colgando boca abajo en la Piazzale Loreto de Milán. Aquí tuvimos a Franco, que como por España lo que hiciese falta, acumuló un patrimonio tal que sus muchísimos bisnietos podrían confirmarnos que no hay mejor negocio ni antídoto para madrugar que el fascismo bien gestionado.

Ningún dirigente fascista, ni de ayer ni de hoy, escapa de esa teoría económica que dice que, si usted no es el más inteligente ni tampoco el tipo más ético de su generación, sí que puede ser el más rico si agita correctamente una bandera repleta de odio. Viktor Orbán, presidente húngaro desde 2010, es un tipo tan generoso que, entre leyes anti LGTBi, odio al migrante y movimientos para controlar la justicia, ha sacado tiempo para colocar a su yerno y a su mejor amigo de la infancia en el ranking de las personas más acaudaladas de Hungría. Con una fortuna de unos 2.000 millones de euros repartidos entre familia y amigos cercanos, es comprensible que Abascal dijera de él que se trataba de todo un referente. Piropo que mereció una propina de 9,2 millones de euros a Vox por parte de un banco húngaro controlado por Orbán. A Mateo Salvini, líder de la ultraderechista Liga italiana y fan de Mussolini, porque a los emprendedores hay que admirarlos aunque a veces los negocios acaben cuesta abajo, le encantaría centrarse exclusivamente en la persecución contra inmigrantes, gitanos y homosexuales, pero el mal del millonario también le persigue y la justicia italiana sigue preguntándole dónde fueron a parar esos 49 millones de euros que su partido defraudó a la Hacienda de su país. Quién sabe. Seguro que los robó algún gitano, responde Salvini con sonrisilla picarona y lombarda.

Como el dinero llama al dinero, a la ultraderecha alemana de la AfD le hizo la campaña electoral el hombre más rico del mundo, Elon Musk, al que no le importó que Alice Weidel, lideresa de este partido homófobo y antiinmigración, fuese una lesbiana casada con una inmigrante demostrando, una vez más, que el odio es anecdótico y cambiante y que lo único permanente y central es el negocio. No hay banderas ni fronteras cuando el dinero manda, así que Geert Wilders, líder de la ultraderecha holandesa, aceptó encantado que su partido nacionalista holandés se financiase gracias a capital extranjero procedente del multimillonario estadounidense Robert Shillman, al que los negocios le fueron muy bien. Tanto como al multimillonario checo Andrej Babis, cuya fortuna de 4.000 millones de dólares le abrió las puertas de la presidencia del ultraderechista partido ANO. Desde allí este millonario defiende los intereses de los checos de a pie, hartos de tanta delincuencia, al tiempo que capea acusaciones judiciales por graves delitos económicos. Herbert Kickl, exitoso líder de la ultraderechista austriaca FPO y sucesor del hijo de militantes nazis y millonario Jorg Haider –con una fortuna estimada de 12 millones de euros–, asegura que su modelo es el húngaro Orbán, que con sus 2.000 millones de euros repartidos en su entorno cercano es, junto a Le Pen, el lógico ejemplo para cada nuevo cachorrillo dispuesto a hacer fortuna en la lucrativa industria del fascismo. Sucede desde Suecia hasta Portugal pasando por Bélgica. No hay líder europeo –de los Mileis y sus cryptopelotazos ni hablamos– que no haya entendido a la perfección en qué consiste el negocio. Incluso Alvise, que no destaca por su brillantez intelectual, a juzgar por esos audios en los que se autodeclaró culpable de un delito de cobro de 100.000 euros en negro, entendió de qué va la ultraderecha moderna nada más ocupar un cargo público: tú me das dinero a mí y yo le daré dinero público a tu empresa. Para ser la nueva ultraderecha, se hace realmente complicado diferenciarla de la de siempre.

CTXT

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