Lo que estamos viendo estos días, a juicio de la autora del artículo -que elude citar el libro para no contribuir a su propaganda-, es cómo una editorial y un escritor tratan de obtener notoriedad y beneficio económico convirtiéndose en portavoces y cómplices de un asesino machista que perpetró un crimen mediático. En lugar de explicar el asesinato en los términos que el feminismo emplea para enmarcar la violencia que sufrimos las mujeres, el autor escoge tratarlo como un acontecimiento de la página de sucesos, individualizándolo, despolitizándolo y descontextualizándolo. El Caso fue un semanario de sucesos de gran circulación en España. "No veo aquí ni arte, ni literatura, ni periodismo, ni divulgación útil, escribe Adriana T: solo es un espectáculo sensacionalista, soez y revictimizante. Y creo que indica cosas terribles sobre la sociedad en la que vivimos que haya tanta gente empeñada en participar en él". Efectivamente.
Adriana T.
Vivimos en un Estado de Derecho que asegura las libertades de expresión y prensa. Nuestras leyes también garantizan que los peores criminales que uno pueda imaginar tengan juicios justos cuando cometen un crimen, y que sus condenas se cumplan en el marco del respeto a los derechos humanos. Soy una firme defensora de que todo eso se mantenga así. No me van a escuchar pidiendo penas más duras, censura y secuestro de publicaciones o apaleamiento de presos en las cárceles. Nada de lo anteriormente expuesto implica, sin embargo, que me guste que me tomen el pelo.
En octubre de 2011, la sociedad española sufrió una conmoción terrible tras un caso muy mediático y especialmente cruel de violencia vicaria. Un maltratador terminó con la vida de dos niños muy pequeños, sus hijos, completamente indefensos. A continuación, se afanó por hacer desaparecer cualquier rastro de sus cadáveres. Quería borrar cualquier vestigio de sus existencias de la faz de la tierra. No lo consiguió. A aquel hombre los niños le daban igual. El verdadero objetivo era dañar a la madre de los críos. Dañarla para siempre, de manera irreversible. Dañarla de tal modo que ella tuviera que pasar sufriendo el resto de los días de su vida. Estuvo a punto de salirse con la suya, pero la presencia de algunos restos humanos en su finca terminó por delatarlo y lo llevó a una larga, larga condena de cárcel. Al asesino se le prohibió, además, y esto es importante, comunicarse con la madre de los niños de por vida. Y ella pudo tener el pequeño consuelo de recuperar algunos de aquellos restos y darles un entierro digno.
Me provoca mucho repelús la gente que, fingiendo un interés erudito –que a duras penas logra ocultar una curiosidad morbosa muy pueril, o quizá una especie de fascinada admiración–, vienen a preguntarse, poniendo carita solemne, qué demonios habrá en la mente de esos asesinos malvados. Como si el asunto fuera un misterio de todo punto incognoscible y ellos se dispusieran, revestidos de sacerdotes literarios, a revelarlo ante nosotros, los profanos. Como si hablar con criminales les provocara el mismo placer maravillado que echar una ojeada al cielo nocturno y preguntarse por las estrellas que titilan a lo lejos. Como si el gusto por lo escabroso denotara una intelectualidad elevada, un grado de sofisticación fuera del alcance del público menos refinado.
El movimiento feminista lleva décadas contándonos lo que se cuece en esas cabezas: celos enfermizos, un sistema patriarcal que anima a los hombres a comportarse como si fueran nuestros dueños, tiparracos narcisistas que se atribuyen a sí mismos la facultad de extinguir nuestras vidas en el momento exacto en el que ellos lo decidan. A veces de manera directa (en España hubo 47 asesinatos de mujeres en 2024), a veces por caminos más insidiosos. Esas historias se han relatado muchas veces. Maltrato físico y psicológico. Control económico de la víctima. Aislamiento social. Violencia sexual y reproductiva. Boicot y sabotaje continuados de todas sus oportunidades académicas y laborales, a veces a través de artimañas muy bien elaboradas. Y también, por supuesto, violencia vicaria, en la que se daña a los hijos de una mujer para dañarla indirectamente a ella. Así que, si uno de verdad busca una explicación o una aproximación al fenómeno, ya sea desde su vertiente social y política o desde su vertiente más individual o psicológica –me parece perfectamente lícito preguntarse por qué algunos hombres escogen dar el salto al crimen mientras que otros pasan sus miserables vidas escondiéndose tras aviesos ardides muy difíciles de probar por sus víctimas–, la recomendación más obvia sería acudir a las mujeres que se ocupan de estos asuntos, que realizan estudios de género, que han tratado con miles de víctimas y reconstruido el perfil de sus maltratadores, que filosofan, explican, analizan y discuten estas cuestiones, y que pueden proporcionar múltiples detalles, tanto de tipo técnico como de tipo más ilustrativo o anecdótico. Las mujeres sabemos cosas. Y sabemos cómo contarlas.
Estos días hemos conocido que un escritor madrileño ha publicado un libro, cuya distribución iba a comenzar en los próximos días, en el que se convierte en portavoz del asesino del que hablábamos al principio. Si bien la distribución del libro ha sido temporalmente paralizada por la justicia a petición de la madre de los niños, se ha brindado ya algún adelanto en un medio de comunicación. Hemos podido leer cómo el escritor, excusándose en su necesidad de entender la motivación del crimen, se limita a transcribir las declaraciones del asesino que, como buen manipulador, aprovecha la oportunidad para culpar de todo a la madre de los niños y lanzarle unos cuantos dardos venenosos expresamente ideados para mantenerla muchas noches en vela. Es justo lo que la orden de alejamiento e incomunicación pretendía evitar: que el asesino pudiera seguir revictimizando a esa mujer.
Al erigirse como portavoz del agresor –cuyas nauseabundas palabras no se molesta en tamizar, reescribir o simplemente obviar, como haría cualquiera con un mínimo de ética personal y profesional–, el escritor y la editorial que publican la obra escogen convertirse en cómplices necesarios para que el agresor machista pueda seguir perpetrando el maltrato psicológico hacia su víctima. Tal vez esté arrepentido y merezca la oportunidad de pedir perdón, se dice cínicamente el autor, para a continuación recoger una ristra de declaraciones en las que el asesino se jacta de sus crímenes, los detalla, mancilla la memoria de dos criaturas cuya madre todavía vive, y además se dirige directamente a ella con todo descaro, responsabilizándola del crimen. Incluso intenta dar a entender en numerosas ocasiones que la víctima real de la historia es él, buscando la complicidad del lector.
Lo último que necesitamos es seguir escuchando las opiniones, excusas y justificaciones de los maltratadores. ¡Como si no las oyéramos todos los días! ¡Como si no viviéramos en un sistema que a menudo los premia por sus acciones! No hay nada profundo ni interesante en la maldad. No hay nada sofisticado en la vileza de ser un maltratador. No hay abismos intransitables que el criminal pueda ayudarnos a cruzar con el relato de lo que sucede en su atribulada mente. No hay agudeza ni astucia en las divagaciones torticeras de un manipulador. Me parece muy necio sentirse cautivado por algo así.
Y sobre todo: es absolutamente chapucero tratar de trasladar y reducir el debate a una mera cuestión de ejercicio de la libertad de expresión y publicación. Aquí me gustaría incidir en una obviedad que se está pasando por alto: las mujeres somos las primeras interesadas en que se hable sobre la violencia que sufrimos y en que se divulgue sobre la conducta de los maltratadores para que todas podamos detectar las señales de alerta tempranas.
Pero lo que estamos viendo estos días es cómo una editorial y un escritor tratan de obtener notoriedad y beneficio económico convirtiéndose en portavoces y cómplices de un asesino machista que protagonizó un crimen especialmente mediático hace catorce años. Absolutamente nada más. En lugar de explicar el asesinato en los términos que el feminismo emplea para enmarcar la violencia que sufrimos las mujeres, el autor escoge tratarlo como un acontecimiento de la página de sucesos, individualizándolo, despolitizándolo y descontextualizándolo. La misoginia es cualquier cosa menos un fenómeno aislado o un asunto pasional. Lo que hizo aquel asesino no es muy diferente de lo que hacen miles de hombres a diario, su sadismo no es mayor que el de muchos tipos aparentemente normales con los que convivimos. Solo fue más osado y más torpe de lo habitual. El autor lo sabría bien si escuchara a las mujeres alguna vez.
Señalado todo esto, diré que no me interesa nada el debate legal –el libro se publicará o no, pero aunque este texto no salga, el problema no terminará ahí–, sino el debate ético. Mientras unos intentan distraer la atención hablando de censura, yo preferiría que hablemos sobre a quién y cómo decidimos dar voz y cuáles son nuestras motivaciones para ello. A quién beneficiamos y a quién perjudicamos con nuestras acciones y con el ejercicio de nuestra sagrada libertad de expresión –que en ningún caso pretendo estrechar–. No puedo dejar de preguntarme por qué un escritor o un periodista querrían convertirse en la correa de transmisión de un criminal que, aislado en la cárcel en la que cumple su condena, solo quiere seguir hostigando a la única víctima a la que decidió dejar con vida.
No veo aquí ni arte, ni literatura, ni periodismo, ni divulgación útil: solo es un espectáculo sensacionalista, soez y revictimizante. Y creo que indica cosas terribles sobre la sociedad en la que vivimos que haya tanta gente empeñada en participar en él.
DdA, XXI/5.940 CTXT
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