El mundo griego, que todavía no tenía los pesados
velos del pensamiento acumulado, miraba su mundo con una limpieza inigualable:
Así, entendió, de la mano de Aristóteles, que había diferentes tipos de
amistad, igual que varios eran los tipos de amor. No es igual el amor de los
padres a los hijos que el que sienten entre sí los enamorados; el amor entre
hermanos que el amor erótico que convocan los cuerpos; el amor a la gente de tu
comunidad más cercana que el amor con los que comparten religión, ánimo
nacional o proyecto de país; el amor a los amigos más cercanos que el amor a la
humanidad; el amor a un dios en el cual se cree y del cual se aceptan los
mandamientos, que el amor por todo lo que está vivo y nos emplaza por su ánimo
vital.
Somos zoon politikon, animales sociales
acompañados por un ángel egoísta que nos invita a pensar solo en la
supervivencia, y un ángel bueno que nos recuerda los beneficios de la
solidaridad y la generosidad. La amistad
de utilidad, decía Aristóteles, surge cuando dos personas se
relacionan porque obtienen algún beneficio mutuo. No hace falta sentir afecto
ni un sentimiento elevado, sino que forma parte de una suerte de acuerdo de
convivencia donde todos ganan por la buena relación. Es también una amistad “interesada”,
que desaparece cuando desaparece el beneficio compartido. Y que también
desaparece cuando en ese proyecto compartido surgen intereses que chocan (es lo
que pasa a las internas de los partidos políticos).
Es también la reflexión de Adam Smith, no
deseando amor del carnicero sino buena carne, recompensada con un buen precio y
no por ningún tipo de amistad (eran tiempos donde ser decente se daba por
descontado gracias la presencia firme de un dios universal). Esa amistad de
utilidad debiera ser también la que descansa en cumplir las leyes y las normas
de una comunidad, no buscando sin más rehuir el castigo, sino entendiendo la
necesaria reciprocidad que hay en una norma, esto es, su moralidad. Respetar al
otro porque tu libertad tiene que dejar espacio a la libertad de los demás, y
ese tipo de sociedad, donde hay una amistad abstracta detrás de nuestras
relaciones, es mejor que las que carecen de ese vínculo.
La amistad por placer
es la que existe cuando hay disfrute, búsqueda de objetivos compartidos,
compañía placentera para una discusión, un trabajo gratificante compartido, una
curiosidad interesada. Es típica, dice el Estagirita, entre jóvenes que buscan acompañarse
en el hedonismo de la vida. Pero por su misma ligazón al placer, es volátil y
caprichosa.
La amistad basada en la
virtud es, como la propia denominación señala, la más virtuosa,
porque ennoblece al que la ofrece y a quien la recibe, porque refuerza lo que
cada cual profundamente es, más allá de huecos reconocimientos –“toda la fama
cabe en un grano de maíz”-, porque forma parte del lugar en el mundo que cada
cual debe tener para no caminar por precipicios. No busca recompensa ni, como
esas personas que en vez de una pareja tienen un florero, estar ahí para dar
gloria al que grita ¡Es “mi” amigo! Esta amistad virtuosa burla la muerte,
porque es una forma de amor, y quien ama deja de ser para ser más. La amistad
virtuosa es generosa, y quien más da es también quien más recibe. Por eso,
reclama tiempo, humildad, ganas. Es el reconocimiento de alguien porque su
lugar en el mundo nos hace a todos mejores.
No son para vivirlas separadas. Las tres
amistades conviven, tienen su momento de mayor y de menor intensidad, se
complementan, aunque quien cultiva el huerto de la amistad virtuosa tendrá los
mejores frutos. El error es ponerle precio a cualquiera de ellas, pensar que
puedes comprarlas, convertirlas en una mercancía. O usarlas como medios para
fines, sean individuales o colectivos. Porque se degradan y cometeríamos ese
error que es echar margaritas a los cerdos.
DdA, XXI/5.933
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